– Caramba, Kinsey, qué rapidez. Acabo de dejarte un recado en el contestador. -Me hizo señas para que pasara.

Entré, froté los zapatos mojados en el felpudo, me los quité y los dejé junto a la puerta.

– He visto la luz encendida y me he acercado para ver cómo iba todo. He estado en Perdido y aún no he pasado por casa. ¿Verdad que es fabulosa la lluvia? ¿De dónde procederá?

– Dicen que son los últimos coletazos del huracán Jackie. Al parecer lloverá de manera intermitente durante un par de días. He preparado té del bueno; si quieres, puedes poner las tazas y los platos.

Hice lo que me indicaba y me detuve ante el frigorífico para coger la leche. Henry lavó y secó el cuchillo y se acercó a la mesa de la cocina, donde los cuadrados de pastel seguían reposando en el molde en que se habían cocido. Al anochecer, la temperatura de Santa Teresa suele bajar hasta situarse alrededor de trece grados centígrados, pero aquella noche, a causa de la tormenta, la atmósfera tenía una cualidad casi tropical. La cocina parecía un invernadero. Henry había sacado su viejo ventilador de aspas negras, que parecía inspeccionar la estancia zumbando sin cesar y generando ráfagas de aire tórrido.

Nos sentamos a la mesa frente a frente y entre los dos el molde que contenía el pastel de chocolate encima de un trapo de cocina. La capa superior era marrón claro y de un aspecto tan frágil como las hojas secas del tabaco. El cuchillo había abierto líneas accidentadas por las que sobresalían migajas del relleno. La textura de lo que había debajo de la superficie era tan oscura y húmeda como la tierra. Contenía nueces gruesas como guijarros y pegotes formados por virutas de chocolate. Cogió una porción con una espátula y me la sirvió. Acabada la exhibición de caballerosidad, comimos directamente del molde.

Serví té para los dos y puse una nube de leche en el mío. Partí una ración de pastel por la mitad y corté en dos una de las mitades. Era mi método para suprimir calorías. La boca se me llenó de chocolate calentito y aunque emití un sonoro suspiro de placer, Henry era demasiado educado para llamarme la atención.

– He descubierto algo increíble -dije-. Puede que tenga familia en la región.

– ¿Qué clase de familia?

Me encogí de hombros.

– Pues gente que tiene el mismo apellido y que dice estar emparentada entre sí y que tiene vínculos de sangre; esas cosas.

Sus ojos azules se posaron en mi cara con curiosidad.

– Esta sí que es buena. ¿Y cómo son?

– Ni idea. No los conozco.

– Ya. Creía que sí. ¿Y cómo sabes que existen?

– Ayer estuve en Perdido haciendo un rastreo puerta a puerta. Una mujer me dijo que mis rasgos le resultaban familiares y me preguntó por mi nombre. Luego me preguntó si estaba emparentada con la familia de Burton Kinsey de Lompoc. Le dije que no, pero fui a consultar el certificado de matrimonio de mis padres. El padre de mi madre era Burton Kinsey. Es como si alguna profunda región de mi cabeza, lo supiera ya, pero hasta el momento no se hubiera atrevido a afrontarlo. Extraño, ¿no crees?

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé aún. Pensar al respecto. Parece una lata de gusanos.

– La caja de Pandora.

– Eso. Problemas gordos.

– Por otra parte, podría ser lo contrario.

Hice una mueca.

– No me apetece correr el riesgo. Nunca he tenido familia. ¿Qué voy a hacer con ésta?

Henry esbozó una sonrisa.

– Dímelo tú.

– Es que no lo sé. El asunto me da escalofríos. Como tener un grano en el culo. Fíjate en William. Te saca de quicio.

– Pero le quiero. De eso se trata, ¿no?

– ¿Hablas en serio?

– Bueno, es evidente que harás lo que mejor te convenga, pero la familia y los amigos son un tema inagotable.

Guardé silencio durante un rato. Engullí un pedazo de pastel que tenía la forma del estado de Utah.

– Creo que no haré nada al respecto. Si me pongo en comunicación con estas personas, estaré atrapada.

– ¿Sabes algo de ellas?

– Nada en absoluto.

Se echó a reír.

– Por lo menos no ocultas el optimismo con que contemplas las posibilidades.

Sonreí con nerviosismo.

– Lo he sabido hoy. Además, la única persona que puedo asegurar que existe es la madre de mi madre, Cornelia Kinsey. Mi abuelo creo que está muerto.

– ¿Es viuda tu abuela? Qué interesante. ¿Y cómo sabes que no es el ligue de mi vida?

– Intuición -dije con indiferencia.

– Vamos, vamos. ¿Qué te preocupa?

– ¿Quién dice que me preocupe algo? No estoy preocupada.

– ¿Entonces por qué no la llamas?

– ¿Y si es horrible y avarienta?

– ¿Y si es generosa y atractiva?

– Ja -exclamé-. Si fuera tan cojo… tan generosa, ¿por qué durante veintinueve años no ha hecho nada por localizarme?

– A lo mejor ha estado ocupada.

Advertí que la conversación progresaba a rachas. Nos conocíamos demasiado bien para no dar una oportunidad a las matizaciones y cambios de opinión. Pese a todo, tenía la sensación de que mi coeficiente intelectual estaba en aquellos instantes por los suelos.

– Bueno, dime qué hago. Y cómo lo hago.

– Tú la llamas. La saludas. Y te presentas.

Sentía retortijones hasta en el alma.

– Y un rábano -dije-. No voy a hacer nada.

El adjetivo «pertinaz» podría describir muy bien mi tono de voz y no precisamente porque sea una cazurra para estas cosas.

– Pues no hagas nada -dijo con un ligero encogimiento de hombros.

– Exactamente. Así es como pienso actuar. Además, fíjate en el tiempo que ha pasado desde la muerte de mis padres. Parecería raro que llamase ahora.

– Eso ya lo has dicho antes.

– ¡Porque es verdad!

– Entonces no llames. Tienes toda la razón.

– No pienso llamar. No y mil veces no -dije irritada. No soportaba que me siguieran la corriente de aquel modo. Henry habría podido alentarme a hacer lo contrario. Habría podido sugerirme un plan de acción. Pero no. Se limitaba a devolverme lo que yo le decía. Cuando yo abría la boca, todo parecía rebosante de lógica y sentido común. Cuando Henry repetía mis propias palabras, sonaba a porfía y a ganas de discutir. No sabía qué le pasaba; quizá fuera un efecto secundario del azúcar que contenía el pastel de chocolate.

Abandonamos el tema y nos pusimos a hablar de William y Rosie. Nada nuevo que decir. Los deportes y la política no dieron más que para una frase por cabeza. Me fui a mi casa poco después, con una depresión de caballo. Henry parecía normal, pero yo me sentía como si hubiéramos tenido una pelea sonada. Y encima dormí fatal.

A las seis menos un minuto seguía lloviendo y me olvidé del footing. Estaba ya mejor del resfriado, pero ponerme a hacer ejercicio bajo la lluvia me parecía una imprudencia. Me costaba aceptar que hacía sólo una semana que había estado recostada junto a una piscina en México, refregándome la piel con sustancias antinaturales. Me entretuve un rato en la cama mirando la claraboya del techo. Las nubes eran del color de las antiguas cañerías galvanizadas y el día pedía desesperadamente una buena sesión de lectura. Alargué la mano e inspeccioné mi bronceado artificial, reducido ahora a un tono melocotón claro. Levanté una pierna y por primera vez advertí la pelambrera reinante en los alrededores del tobillo. Santo Dios, aquello había que arreglarlo con una buena hoja de afeitar. Ni que me hubiera dado por ponerme calcetines de angora. Aburrida por último de aquella autoinspección, despegué el culo de la cama. Me duché, me afeité las piernas y, puesto que tenía que comer con Harris Brown, me puse unos tejanos y un jersey de algodón limpios. Fui a desayunar fuera y me cargué de grasas e hidratos de carbono, que son los antidepresivos de la naturaleza. Ida Ruth me había dicho que llegaría tarde y me había autorizado a utilizar su aparcamiento. Llegué al bufete a las nueve en punto.

Alison hablaba por teléfono cuando entré. Levantó la mano como un agente de tráfico para darme a entender que tenía algo que decirme. Me detuve en espera de que hiciera un alto en la conversación.


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