Me quedé en el coche y esperé. Como la radio no funcionaba y no me había llevado nada para leer, me puse a meditar sobre la inesperada adquisición de vínculos familiares. ¿Qué iba a hacer a propósito de aquellas personas? Abuela, tías, primas de toda índole… la verdad es que a ninguna se le había quitado el sueño por mi culpa. No me gustaba aquella mezcolanza de sentimientos encontrados. Casi todos eran negativos. En ningún momento me había parado a pensar en el hecho de que mi padre fuese cartero. Lo sabía, desde luego, pero saberlo no había tenido consecuencias y en términos generales no había tenido ningún motivo para reflexionar sobre su significado. La de noticias que daría diariamente… buenas y malas, deudas y giros postales, cuentas pendientes y cuentas saldadas, acciones y obligaciones, billetes fuera de circulación, chismorreos sobre niños que nacen y antiguos amigos que fallecen, cartas de ruptura de compromiso… tal era la misión que le habían encomendado en este mundo, una ocupación que mi abuela consideraba demasiado plebeya para tenerse en cuenta. Puede que Burton y Grand creyeran realmente que era responsabilidad suya procurar que mi madre eligiera el marido que, según ellos, le convenía. En mi fuero interno tomaba partido por mi padre, me sentía malhumorada y su defensora.

Gracias a la revelación de Liza, había entrevisto un fragmento de toda la dramaturgia que había tenido lugar sin que yo supiese nada: peleas y ceremonias, el discreto murmullo de las mujeres, las carcajadas sonoras, el intrascendente chismorreo mientras se tomaba el café en la cocina, las comidas de los domingos, niños que nacían, consejos que se daban, la ropa blanca bordada a mano que se transmitía de generación en generación. Era una imagen de la familia propia de las revistas femeninas; abundancia, olor a canela, ramas de abeto con adornos, fútbol en el televisor en color de la sala de estar, tíos amodorrados de tanto comer, niños ojerosos y excitados de no dormir la siesta. Mi mundo, en comparación, parecía un paisaje lunar, y, por una vez, el estilo de vida sobrio y espartano que llevaba con tanta fruición me parecía mísero y lleno de carencias.

Me removí en el asiento, muerta de aburrimiento y entumecida. No había ningún motivo para creer que Renata fuese a aparecer. Vigilar es un aburrimiento. Nadie sabe lo que es permanecer sentada y con la vista fija en la fachada de una vivienda durante cinco o seis horas seguidas. Prestar atención es asquerosamente pesado. Por lo general pienso en ello como si se tratase de un ejercicio de meditación Zen y me imagino que estoy en contacto con mi Potencia Suprema y no con mi vejiga.

Comenzaba a caer la tarde. Vi que el color del cielo pasaba del albaricoque al rojo. La temperatura bajaba de manera casi perceptible. Las noches estivales suelen ser frías y con aquel frente tormentoso acechando en alta mar los días parecían tan cortos como si el otoño se hubiera adelantado. Un banco de niebla se acercaba a la costa, un muro de nubes negras que destacaba sobre la creciente concentración de azul cobalto del cielo crepuscular. Crucé los brazos para no enfriarme y me encogí en el asiento. Transcurrió una hora seguramente.

Recuperé de pronto la noción de las cosas al mismo tiempo que la cabeza me daba una sacudida involuntaria para no caer en el abismo del sueño. Me enderecé e hice un esfuerzo por mantenerme despierta. El esfuerzo duró alrededor de un minuto. Distintos puntos corporales empezaron a dolerme y me acordé del llanto de los niños cuando están cansados. La vigilia es sufrimiento físico cuando el cuerpo necesita reposar. Me removí y me puse ora de un costado, ora del otro. Encogí las piernas, apoyé los pies en el asiento del copiloto y apoyé la espalda en el abultado tirador interior de la portezuela. Me sentía como si estuviera borracha y los ojos se me iban de un lado a otro mientras me concentraba en tenerlos abiertos. Imaginé que los productos químicos de toda la mierda de comida que me metía en el estómago me recorrían el organismo entero, potenciando aquel efecto hipnótico. Pero no iba a permitirlo. Tenía que tomar el aire. Tenía que levantarme y moverme.

Busqué en la guantera la linterna de bolsillo y un juego de ganzúas. Escondí el bolso y cogí una chaqueta del asiento trasero. Bajé del coche, lo cerré con llave y crucé la calle en diagonal, camino del domicilio de Renata y con el reprobable deseo de meter la nariz en asuntos ajenos. En el fondo no era culpa mía. No se me puede acusar de lo que produce el aburrimiento. Para que no me tacharan de grosera, llamé antes al timbre, sabiendo que nadie iba a abrir la puerta. Como es natural, no respondió nadie. ¿Qué podía hacer una pobre chica en mis circunstancias? Me introduje por la puerta lateral y me dirigí a la parte posterior de la propiedad.

Llegué al embarcadero, que parecía oscilar bajo mis pies. La embarcación de Renata, por una ironía de la vida, ostentaba el nombre de El fugitivo y era una goleta de quince metros, pintada de blanco, con un puente de mando entre el centro y la popa y un cuartel a popa. El casco era de fibra de vidrio, la cubierta de teca impermeabilizada, los accesorios de nogal barnizado y los apliques de cromo y bronce. Podían vivir en él cómodamente alrededor de seis personas, ocho en caso de apuro. Había muchas embarcaciones amarradas a ambos lados del entrante de mar y sus luces rielaban en las aguas negras, profundas y prácticamente en calma. ¿Qué mejor solución para las intenciones de Wendell que tener acceso directo a los mares por mediación de aquella red de ancones y caletas? Podía haber embarcado y desembarcado en aquel lugar durante años, siempre en el anonimato más riguroso y sin que nadie advirtiese su presencia.

Emití un titubeante «¡holaaa!» al barco, que no dio resultado alguno. Cosa lógica y natural, por otra parte, ya que estaba totalmente a oscuras y envuelto en fundas de lona.

Subí a bordo, sujetándome a las amarras. Bajé la cremallera de tres fundas que protegían la cubierta y aparté las lonas. El cuartel de popa estaba cerrado, pero me serví de la linterna de bolsillo para escrutar la cocina por las escotillas. El interior era perfecto: preciosas superficies de taracea, tapicería de colores discretos y apagados. Había provisiones a bordo: garrafas de agua y montones de cajas de cartón, llenas de latas de comida que sólo necesitaba ser calentada. Alcé la cabeza y oteé las viviendas de los lados. No se veía un alma. Miré hacia las casas que tenía detrás. Había muchas luces encendidas y de vez en cuando columbraba un perfil humano, pero no vi indicación alguna de que se me vigilara. Repté por cubierta en dirección a proa hasta que llegué a la escotilla que quedaba encima del camarote principal. La cama estaba hecha y había efectos personales: ropa, libros de bolsillo, fotos enmarcadas cuyo contenido no alcancé a distinguir.

Volví al cuartel de popa, me senté en cubierta y me puse a trastear con la cerradura de barrilete que se hundía en la madera. Estas cerraduras suelen tener siete lengüetas y la mejor herramienta para abrirlas es una llave maestra de adquisición comercial como la que llevaba en mi juego de ganzúas. Esta pequeña herramienta tiene más o menos el tamaño de aquellos abrelatas en forma de T que hasta hace poco venían dentro de los envases de las latas de anchoas y de sardinas. La herramienta tiene siete finísimos dientes metálicos que se ajustan para que coincidan con las siete muescas de una llave. Hay que introducirla moviéndola continuamente hacia delante y hacia atrás, sin dejar de hacer un poco de fuerza en sentido giratorio; un manguito de caucho inmoviliza los dientes metálicos en la posición deseada. Cuando se abre la cerradura, la herramienta se puede utilizar después como una llave auténtica.

La cerradura cedió al final, no sin haberme provocado antes una breve antología de palabrotas cuidadosamente elegidas. Me guardé la herramienta en los tejanos, corrí la trampa, me metí por la escotilla y bajé por la escalera que conducía a la cocina. A veces lamento no haber hecho carrera en las Girl Scouts. Me habrían concedido varias medallas al mérito civil, una por lo menos por saber practicar el allanamiento de morada con efracción. Avancé por el interior mientras con ayuda de la linterna registraba todos los cajones, armarios empotrados y recodos que veía. No sé con exactitud qué buscaba. Una ruta de viaje completa habría sido un regalo del destino: pasaportes, visados, planos señalados claramente con flechas y cruces rojas. La confirmación de la presencia de Wendell también habría sido una bendición de los dioses. No había nada de interés. Más o menos cuando se me agotaron los ánimos se me agotó también la suerte.


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