Miré la hora. Las seis y cuarto. Me levanté del suelo y conecté el contestador automático. Saqué los recortes de prensa que hablaban de la primera fuga, la del correccional. La foto de Brian Jaffe no favorecía precisamente al interesado, pero bastaba para mis propósitos. Cogí la Smith-Corona portátil y el bolso, y me dirigí a la puerta. Bajé las escaleras con la máquina golpeándome la pantorrilla y anduve dos manzanas hasta llegar al punto donde había estacionado el coche. En el último momento me decidí por dar un rápido rodeo por la playa. Si trazaba un círculo para sortear un acceso de la autopista, desembocaría cerca de la dársena y miraría si había algún rastro de Carl Eckert. Estaba dentro de lo posible que hubiese vuelto ya y que nadie se hubiera tomado la molestia de decírmelo. Pensaba además en el establecimiento del puerto donde podría comprar unos burritos para comérmelos en el coche. Kinsey Millhone cenaba otra vez al aire libre.

Todas las plazas del pequeño aparcamiento gratuito estaban ocupadas y no tuve más remedio que dejar el coche en uno de pago. Lo cerré con llave y miré a la izquierda al pasar bajo la marquesina de la entrada. Carl Eckert estaba ante el volante de su coche, un pequeño deportivo rojo, modelo fantasía. Parecía víctima de una conmoción, estaba pálido y sudoroso y con las pupilas dilatadas. Miraba a su alrededor con expresión confusa. Llevaba un elegante traje azul marino, pero se había aflojado la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. Estaba despeinado, como si se hubiera pasado las manos por el pelo.

Reduje el paso para observarle. Parecía indeciso a propósito de no sé qué. Vi que alargaba la mano hacia la llave de contacto como para encender el motor, pero la retiró, se la introdujo en el bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo con el que se secó el cuello y la cara. Guardó el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, sacó una cajetilla de tabaco y la agitó para extraer un cigarrillo. Conectó el encendedor del coche.

Me acerqué al vehículo y me acuclillé por la parte del conductor para que mi mirada estuviera al nivel de la suya.

– ¿Carl? Soy Kinsey Millhone. -Se volvió y me miró sin comprender-. Nos conocimos en el club náutico la otra noche. Le pregunté por Wendell Jaffe.

– La investigadora privada -dijo por fin.

– Eso es.

– Lamento haber tardado tanto, pero he recibido malas noticias.

– Me he enterado de lo del Captain Stanley Lord. ¿Puedo hacer algo?

El extremo del encendedor asomó de súbito. Encendió el cigarrillo con manos tan temblorosas que al encendedor le costó un mundo ponerse en contacto con la punta del pitillo. Inhaló el humo, pero estaba tan desesperado por la dosis de nicotina que se atragantó.

– El hijo de puta me ha robado el barco -dijo entre un chorro de toses violentas. Fue a decir algo más, pero se contuvo y se quedó mirando el tramo de aparcamiento que tenía ante sí. Había visto brillar una lágrima en sus ojos, pero no sabía si se debía al humo o a la pérdida del barco.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté.

– Ese barco es mi casa. Todo lo que poseo está en el Lord. Es mi vida. Y él tenía que saberlo. Sería un imbécil si no lo supiera. Amaba el barco tanto como yo. -Cabeceó con incredulidad.

– Ha sido una faena -dije.

– ¿Cómo se ha enterado usted?

– Renata -dije- se presentó en mi despacho después de comer. Me contó que Wendell se había marchado de su casa y le preocupaba la posibilidad de que quisiera poner pies en polvorosa. Su goleta estaba en el embarcadero y supongo que por eso pensó en el de usted.

– ¿Cómo entraría? Eso es lo que no acabo de comprender. En cuanto lo compré, lo primero que hice fue cambiar todas las cerraduras.

– Puede que forzase la entrada. O que entrase con una llave maestra. El caso es que cuando llegamos, ya no estaba.

Se me quedó mirando.

– ¿Es ésa la mujer? ¿Renata? ¿Cómo se apellida?

– ¿Por qué?

– Me gustaría hablar con ella. Puede que sepa más de lo que dice.

– Desde luego. -Pensé en los disparos de la noche anterior y me pregunté si Carl tendría alguna coartada fehaciente-. ¿Cuándo ha vuelto? Anoche me enteré de que se había ido usted de la ciudad, pero nadie parecía saber adónde.

– De nada habría servido. Habría sido difícil localizarme. Tenía que asistir a una serie de reuniones en SLO a primera hora de la tarde. Pasé la noche en el Best Western, pedí la cuenta antes de las ocho de la mañana y metí el equipaje en el maletero. Luego asistí a otra serie de reuniones y me puse en camino hacia las cinco.

– Ha tenido que ser una sorpresa muy desagradable.

– Y que lo diga. No puedo creer que haya desaparecido.

SLO son las siglas de San Luis Obispo, una pequeña ciudad universitaria que está a menos de ciento cincuenta kilómetros al norte de Santa Teresa. Por lo visto, Eckert había estado ocupadísimo durante las últimas cuarenta y ocho horas; o había preparado una coartada perfecta.

– ¿Y qué hará ahora? ¿Tiene sitio donde quedarse?

– Probaré en cualquiera de ésos, si los turistas no me lo impiden -dijo, señalando con la cabeza los moteles que flanqueaban Cabana Boulevard-. ¿Y usted? Parece que no ha podido dar con él.

– Me lo encontré casualmente anoche en casa de Michael. Esperaba tener unas palabras con él, pero surgió un imprevisto. Nos separamos de manera no menos imprevista y desde entonces no he vuelto a verle. Por cierto, creo que tenía que reunirse con usted.

– Cancelé la cita en el último momento, cuando surgió este otro compromiso.

– ¿No se vieron entonces?

– No, sólo hablamos por teléfono.

– ¿Qué quería? ¿Se lo dijo?

– Ni una palabra.

– Según él, tenía usted algo que le pertenecía.

– ¿Eso dijo? Pues sí que es extraño. Ignoro a qué se referiría. -Miró la hora-. Mierda. Se me hace tarde. Será mejor que me mueva antes de que se llenen todas las habitaciones.

Me aparté del vehículo.

– En ese caso, le dejo -dije-. Si sabe algo del Lord, no dude en avisarme.

– Claro.

Arrancó con un rugido. Salió de la plaza en marcha atrás y se detuvo bajo la marquesina alargando el tíquet a la mujer que había en el puesto de control. Yo fui a lo mío y me encaminé hacia la tabernucha tras echar atrás una mirada rápida. Lo último que vi de él fue la matrícula privada de su coche, que rezaba: MARINO. Tenía gracia. Pensé que a lo mejor había querido convencerme de algo. Era evidente que mentía, pero no estaba segura de lo que ocultaba.

22

Cuando llegué al barrio costero de las afueras de Perdido, donde se encuentran todos los moteles, el océano parecía filtrado por una niebla verdigris de aspecto irreal. Por un extraño efecto de refracción la agonizante luz solar creaba un espejismo, una isla que parecía flotar encima de la superficie, inalcanzable y alfombrada de musgo. Había algo ultramundano en su lobreguez. He visto algo parecido en los pasillos interminables que se forman entre dos espejos enfrentados, espacios sombríos que giran en direcciones inabordables por la mirada. Pasó el fenómeno y la imagen se desvaneció. El aire estaba inmóvil, caliente, insólitamente húmedo para la costa californiana. Los vecinos de la zona registrarían aquella noche los garajes en busca de los ventiladores eléctricos del verano anterior, y se pondrían a quitarles el polvo acumulado en las aspas. El sueño sería una inquietante combinación de sudor y sábanas pegajosas, sin ninguna perspectiva de refrescamiento.

Aparqué el coche en una travesía de la artería principal. Todos los rótulos de los moteles estaban encendidos y producían un resplandor que no desmerecía la luz diurna: tubos de neón verdes y azules que parpadeaban compitiendo por formular la invitación más tentadora para el viajero de paso. En las aceras había todo un ejército de individuos, todos en pantalón corto y camiseta, en busca de cualquier cosa que aliviase el calor. Las máquinas de helados iban a hacer un dineral. Los coches iban y venían en busca de espacio para aparcar. No había ni un solo grano de arena en las calles, pero daba la sensación de que el aire estaba cargado de polvo, de suciedad, de olores a corrosión salina y redes de pesca. Los escasos tugurios que había estaban llenos de universitarios y por sus puertas salía una música ensordecedora de ritmo machacón.


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