– No toda la culpa la tuvo Grand. Para pelearse hacen falta dos.

– Exacto -dije-. Pero mi madre por lo menos quería hacer las paces. ¿Y cómo reaccionó la otra? Esperó sentada; y por lo que me han dicho, sigue esperando.

– No sé de qué hablas.

– ¿Dónde ha estado durante todo este tiempo? Tengo treinta y cuatro años. Hasta ayer mismo, ni sabía que Grand existiese. ¿Qué menos que darse a conocer? Digo yo, vamos.

– Grand no sabía dónde estabas.

– Mentira. Liza me dijo que todos sabíais que estábamos en Santa Teresa. En los últimos veinticinco años, sólo me he ausentado de la ciudad durante una hora.

– No quiero discutir por eso, pero no creo que Grand lo supiera.

– ¿Qué se figuraba entonces que había pasado? ¿Que me habían comido los osos? Si de verdad le importaba, habría podido contratar a un detective.

– Bien. Entiendo tu punto de vista y siento lo sucedido. No nos hemos puesto en contacto contigo para hacerte daño.

– ¿Para qué entonces?

– Queríamos reanudar las relaciones cordiales. Pensábamos que había pasado ya tiempo de sobra para curar las viejas heridas.

– Las viejas heridas son recientes para mí. Hasta ayer no sabía nada de esta historia.

– Me doy cuenta y creo que tienes derecho a sentirte como te sientes. Lo que pasa es que Grand no va a vivir eternamente. Tiene ya ochenta y siete años y no está bien de salud. Es tu última oportunidad de conocerla y disfrutar de su compañía.

– No, no, no. En todo caso, es su última oportunidad de conocerme y disfrutar de mi compañía. Yo no estoy tan segura de que mi sentido de la alegría vaya por ese camino.

– ¿Lo pensarás?

– Eso sí.

– ¿Te importa si le digo que hemos hablado?

– No se me ocurre ninguna forma de impedirlo.

Se produjo una pausa.

– ¿De verdad eres tan inflexible?

– Totalmente. Ni más ni menos que Grand -dije-. Estoy convencida de que sabrá valorar esta virtud.

– Entiendo -dijo con frialdad.

– Mira, no es culpa tuya y no quiero que te sientas ofendida. Lo único que tienes que hacer es darme tiempo. Me he hecho a la idea de que estoy sola en el mundo. Me gusta vivir así y no estoy segura en absoluto de que quiera cambiar.

– Nadie te dice que cambies.

– Entonces será mejor que os acostumbréis a mi forma de ser -dije.

Tuvo el generoso detalle de echarse a reír, cosa que, por extraño que parezca, surtió un poco de efecto. Al despedirnos, nos tratábamos ya con algo más de calidez. Le dije todo lo que se suele decir en estos casos y cuando colgué ya se me había ablandado un poco la intransigencia. El contenido va muy a menudo a la zaga de la forma. No sólo somos amables con las personas que nos caen bien, sino que además nos caen bien las personas con quienes somos amables. Funciona en ambos sentidos. Supongo que aquí está el meollo de la buena educación, por lo menos eso decía siempre mi tía. En cualquier caso, sabía que acabaría yendo a Lompoc. Pero mientras, que se fuera todo al carajo.

Fui al lavabo y al volver el teléfono se puso a sonar otra vez. Di una carrerita y descolgué desde el otro lado de la mesa, que rodeé hasta llegar a la silla giratoria. Me identifiqué, oí una respiración y durante una fracción de segundo creí que era Wendell.

– Tranquilo, no hay prisa -dije. Cerré los ojos y crucé los dedos mientras murmuraba para mí: por favor, por favor, por favor.

– Soy Brian Jaffe.

– Creía que era tu padre. ¿Sabes algo de él?

– No. Por eso te llamo. ¿Y tú?

– Desde anoche, nada.

– Dice Michael que el coche con que mi padre fue a su casa aún está aparcado delante.

– Tuvo problemas para arrancar y me ofrecí a llevarle. ¿Cuándo lo viste por última vez?

– Anteayer. Llegó por la tarde y estuvimos hablando. Dijo que volvería anoche, pero aún no ha dado señales de vida.

– Puede que lo intentara -dije-. Nos dispararon y tu padre se marchó. Esta mañana nos hemos dado cuenta de que el Lord ya no estaba.

– ¿El barco?

– Sí. El barco en que iba tu padre cuando desapareció.

– ¿Ha robado un barco?

– Eso parece, pero nadie sabe nada todavía. Puede que no se le ocurriera otra forma de ponerse a salvo. Seguramente pensó que corría peligro auténtico.

– Sí, claro, claro, con tiros y todo -dijo Brian en son de burla.

Le hice un resumen de lo ocurrido con la esperanza de congraciarme con él. A punto estuve de hablarle de Renata, pero me mordí la lengua a tiempo. Si Michael no había tenido noticia de su existencia, era muy probable que Brian tampoco. Como de costumbre, y dada mi naturaleza heterodoxa, tendía a proteger al malo de la película, a la mala en este caso. Cabía la posibilidad de que Wendell cambiase de opinión y devolviese el barco. También cabía la posibilidad de que hubiese convencido a Brian de la conveniencia de «acabar de una vez» y de entregarse los dos a la policía. O de que en el reparto de los huevos de Pascua me tocase uno que tuviera un agujero por el que pudiera mirarse y ver un mundo mejor que el que nos rodeaba.

Brian tragó aire haciendo un ruido audible. Esperé a que lo expulsara.

– Dice Michael que mi padre tiene una amiguita -dijo-. ¿Es verdad?

– Pues yo, mira, la verdad es que no sé qué decir al respecto. Ha estado viajando con una amiga, pero desconozco la naturaleza de su relación.

– Desde luego. -Lanzó un bufido de incredulidad. Me había olvidado de que tenía dieciocho años y de que seguramente sabía más que yo de sexualidad. Indiscutiblemente sabía más de violencia. ¿De dónde había sacado yo la idea de que podía engañar a un joven como él?

– ¿Quieres el teléfono de Renata? Puede que ya sepa algo de tu padre.

– Tengo un teléfono al que puedo llamar, pero en el que siempre se pone un contestador automático. Si mi padre está por allí, supongo que me llamará a su vez. -Dijo el número de Renata.

– Es ése. Oye, ¿por qué no me dices dónde estás? Estaré ahí en un minuto y hablaremos. Puede que entre los dos averigüemos dónde se encuentra.

Meditó la proposición.

– Me dijo que esperara. Y que no hablase con nadie hasta que él llegara. A lo mejor está en camino. -Lo dijo sin convicción, con un tono que delataba intranquilidad.

– Es posible -dije-. ¿Qué plan tenéis? -Como si de veras creyese que Brian pudiera irse de la lengua sin más ni más.

– Hasta otra.

– ¡Espera! ¡Brian!

Oí el chasquido de la comunicación interrumpida.

– ¡La madre que…! -Me quedé mirando el teléfono, deseando que se pusiera a sonar-. Vamos, vamos.

Sabía muy bien que el chico no iba a volver a llamarme. De pronto me di cuenta de que tenía la espalda agarrotada por la tensión. Me levanté, sorteé la mesa y me tendí boca arriba en un punto libre de la moqueta. El techo no me contó nada en particular. Detesto esperar que sucedan cosas y no me gusta depender de las casualidades. Puede que, estrujándome los sesos, acabase por adivinar dónde se ocultaba Brian. Los recursos de Wendell eran ciertamente escasos. Tenía pocos amigos y, que yo supiera, ningún cómplice. Además, todo lo envolvía en misterio, ya que, por lo visto, ni siquiera había confiado a Renata lo relativo a Brian. El fugitivo era, sin lugar a dudas, un escondrijo excelente, pero para consolidar su efectividad Renata y el muchacho habrían tenido que ser embusteros consumados. En mi opinión, la ignorancia de Brian sobre la existencia de la mujer había sido auténtica y ésta no parecía tener ningún interés por la del joven. Era lógico suponer que si Renata hubiese sabido dónde estaba Brian, habría dado la voz de alarma. Y me había parecido sinceramente irritada por la deserción de Wendell.

Era muy probable que Wendell hubiese escondido a Brian en algún motel o pensión. Si podía desplazarse para ver a Brian casi de manera cotidiana, el lugar no tenía que estar muy lejos. Si Brian tenía que apañárselas solo durante periodos largos, debía de tener comida a su disposición sin necesidad de exponerse a la mirada pública. Quizás un motel, con cocina en la habitación. ¿Grande? ¿Pequeño? En los alrededores habría entre quince y veinte moteles. ¿Me vería obligada a recorrerlos y registrarlos uno por uno? Se trataba de una alternativa absurda. Peinar un territorio es como vender productos por teléfono. Endosas uno de tarde en tarde, pero el proceso es muy aburrido. Sin embargo, Brian era mi única puerta para acceder a Wendell. Hasta el momento, Dispatch no había publicado ninguna noticia relativa a la desaparición carcelaria de Brian, pero en cuanto apareciesen fotos de los dos en la prensa, la situación iba a ponerse al rojo vivo. El chico puede que tuviera los bolsillos llenos de monedas, pero sus fondos no podían ser ilimitados. Si Wendell estaba decidido a rescatar a su cachorro, tenía que actuar con rapidez; lo mismo que yo.


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