– ¿Ayudó a Brian la primera vez, cuando se fugó del correccional?

Se le apaciguó la expresión y adoptó un tono funcionarial.

– No creo que lleguemos a ninguna parte por ese camino.

– Como quiera -dije-. Olvidemos lo de la primera fuga y hablemos sólo de la segunda. Tenía que deberle usted a Wendell un gran favor para arriesgar el empleo de ese modo.

– Me parece que ya está bien. Digamos que esta charla no ha tenido lugar.

Tenía que tratarse de la acusación de homicidio de la que se había defendido Wendell y que habría puesto punto final a las ambiciones de Tiller en la policía.

– Conozco la historia de la acusación de homicidio -dije-. No tiene usted nada que temer de mí. Se lo prometo. Sólo quiero saber lo que ocurrió. ¿Por qué aceptó Wendell la acusación?

– No tengo por qué darle a usted explicaciones.

– Ni yo afirmo lo contrario. Se lo pregunto por motivos propios. No es nada oficial. Sólo es curiosidad. -Estuvo callado un buen rato, con la mirada fija en la mesa. Puede que estuviéramos viviendo uno de esos cuentos de hadas donde hay que formular tres veces la petición para que el deseo se cumpla-. Por favor, Tiller. No es necesario que me dé detalles. Comprendo sus dudas. Basta con que me lo cuente a grandes rasgos.

Dio un suspiro hondo y cuando abrió la boca, habló en voz tan baja que tuve que orientar la oreja para enterarme.

– La verdad es que no sé por qué lo hizo. Éramos jóvenes. Buenos amigos. Veinticuatro, veinticinco años. Wendell ya tenía claro que la justicia estaba corrompida y le importaba muy poco licenciarse en derecho o no. Lo único que yo quería era ser policía. De pronto, sucedió aquello. La chica murió accidentalmente, aunque la culpa fue mía. Dio la casualidad de que él estaba allí también y cargó con la responsabilidad. Era inocente y lo sabía. Yo también lo sabía. Aceptó la acusación, eso es todo. Desde mi punto de vista fue un rasgo de generosidad increíble.

A mí no acababa de convencerme, pero ¿qué sabemos en realidad de los motivos del prójimo? Cuando somos jóvenes nos tomamos en serio cierta cantidad de idealismo. Por eso hay tantos soldados voluntarios entre los jóvenes que mueren antes de cumplir los veinte.

– Pero eso no significa que Wendell tuviese sobre usted un poder efectivo -dije-. La ley hace años que habría desestimado una acusación así y habría sido su palabra contra la de él. Mire, él dice que usted hizo lo que fuera. Y usted dice que no es verdad. Él ya ha sido condenado. Después del tiempo transcurrido, la verdad, yo no entiendo dónde está el intríngulis.

– No hay ningún intríngulis. No fue como usted dice. Wendell no me amenazó. Lo que yo hice fue devolverle un favor.

– Pero usted no estaba obligado a hacer lo que Wendell le pedía.

– Eso es evidente. Lo hice porque quise y me satisfizo hacerlo por él.

– Pero ¿por qué correr el riesgo?

– ¿Ha oído hablar alguna vez del sentido del honor? Se lo debía. Es lo menos que podía hacer. Y sé que no fue reparar ninguna injusticia. Brian es un mal sujeto. Lo admito. No me gusta el muchacho, pero Wendell me dijo que se lo iba a llevar fuera del estado. Dijo que corría con toda la responsabilidad y desde mi punto de vista valía la pena.

– Parece que Wendell cambió de idea en el ínterin. Bueno, la verdad es que la información de que dispongo -dije para rectificar- es contradictoria. Dijo a Michael y a Brian que iba a entregarse. Al parecer quiso convencer a Brian de que hiciese lo mismo. Pero la amante de Wendell dijo que no tenía intención de cumplir su palabra.

Se balanceó en la silla giratoria con la mirada fija en un punto situado hacia el centro de la estancia. Cabeceó como si estuviera confuso.

– Ignoro cómo saldrá de ésta. ¿Está al tanto de lo que hace?

– ¿Sabe usted ya lo del barco?

– Sí, me lo han contado. La cuestión es qué se propone. Hasta dónde piensa llegar.

– Supongo que no tenemos más remedio que esperar a ver qué sucede -dije-. Bueno, me voy. Me queda un paseo de cuarenta y cinco kilómetros en coche y hace tiempo que debería estar en la cama. ¿Hay alguna otra salida? No quiero encontrarme otra vez con Dana Jaffe. Empiezo a estar harta de la familia.

– Hay que ir al otro departamento. Venga. Se lo enseñaré -dijo, poniéndose en pie. Rodeó la mesa y giró a la izquierda para acceder a un pasillo interior. Fui tras él. Había creído que me pediría discreción, que me haría prometer silencio sobre la charla que habíamos sostenido, pero no dijo ni una sola palabra al respecto.

Era casi la una de la madrugada cuando entré en Santa Teresa. Había pocos peatones y menos tráfico. Las farolas bañaban las aceras con círculos secantes de luz grisácea. Los comercios estaban cerrados, pero iluminados. De vez en cuando divisaba a un vagabundo en busca de algún callejón donde pasar la noche, pero en términos generales las calles estaban vacías. La temperatura comenzaba por fin a descender y la suave brisa del océano alteraba ya hasta cierto punto el índice de humedad.

Me sentía picajosa e inquieta. En realidad no ocurría nada. Con Brian en la cárcel y Wendell en paradero desconocido, ¿qué había que investigar? La búsqueda del Captain Stanley Lord estaba ya en manos de la policía del puerto y de la Guardia Costera. Aun en el caso de que alquilara un avión y efectuase un rastreo aéreo (gasto que Gordon Titus no autorizaría jamás de los jamases), no sabría distinguir una embarcación de otra desde las alturas. Tenía que haber algo que pudiese hacer mientras tanto.

Casi sin darme cuenta, di un rodeo y pasé por todos los aparcamientos de los moteles que había entre mi casa y el puerto. Vi el deportivo de Carl Eckert en el Beachside Inn, un motel de una sola planta y en forma de T; el brazo corto era la fachada y el largo se prolongaba hacia el interior. Las plazas para aparcar estaban dispuestas en fila, una por habitación y con el número de ésta pintado en el suelo para que nadie se equivocase. Todas las habitaciones de la fachada estaban a oscuras.

Dí la vuelta el callejón y volví a salir a Cabana. Aparqué en la calle, a media manzana del motel. Me guardé la linterna de bolsillo en el ídem de los tejanos y salvé la distancia andando; suerte que las zapatillas deportivas eran de suela de goma y no hacían ruido. El aparcamiento estaba iluminado para seguridad de los huéspedes y los apliques estaban orientados de modo que la luz no diese directamente en las ventanas. Vi mi propia sombra, semejante a una compañera crecidita, que me seguía por el aparcamiento. Carl había echado la capota del coche. Hice una inspección visual en sentido giratorio, sin olvidar las ventanas oscurecidas y los puntos menos iluminados del aparcamiento. No percibí el menor rastro de movimiento. Ni siquiera percibí reflejado en las cortinas el característico parpadeo grisáceo que emite la televisión cuando se ve a oscuras. Tragué una profunda bocanada de aire y me puse a forzar los cierres de la capota, empezando por el lado del conductor. Introduje la mano y la metí en el compartimento interior de la portezuela. El interior estaba limpio como una patena, lo que quería decir que el coche tenía algún sistema para eliminar el polvo y las filtraciones del aceite. Palpé un cuaderno de espiral, un mapa de carreteras y un libro. Lo saqué al exterior como si mi mano fuese una excavadora. Volví a mirar a mi alrededor, pero todo parecía tan tranquilo como antes. Encendí la linterna de bolsillo y miré el cuaderno. Al parecer, Eckert llevaba la cuenta de la gasolina que consumía cada tantos kilómetros. El cuaderno era un dietario donde Eckert consignaba kilometrajes, puntos de destino, objetivo de las reuniones, el nombre y el cargo de los asistentes. Los gastos personales y profesionales estaban claramente divididos en columnas. No pude por menos de sonreír. Que hiciera aquello un artista de la estafa que había pasado en la cárcel varios meses. Puede que el presidio hubiera tenido sobre él algún efecto rehabilitador. Carl Eckert se comportaba como un ciudadano modelo. Por lo menos, a juzgar por lo que veía, no estafaba a Hacienda. En un bolsillo de la contracubierta del forro del dietario vi la cuenta del hotel Best Western, dos recibos de gasolina, cinco comprobantes de tarjeta de crédito y, ¡oh, cielos!, una multa por exceso de velocidad que le habían puesto la noche anterior en las afueras de Colgate. Según la hora puntualmente anotada por el patrullero de carreteras que le había puesto la sanción, Carl Eckert había podido recorrer fácilmente la distancia que faltaba hasta Perdido con tiempo de sobra para dispararnos a Wendell y a mí.


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