– ¿Le importaría decirme qué diablos hace aquí?

Di un respingo, los papeles volaron y apenas pude contener un grito. Me llevé la mano al pecho, encima del corazón que latía con fuerza. Era Carl Eckert. En calcetines y con el pelo revuelto de quien acaba de levantarse de la cama. ¡No soporto a los furtivos! Me agaché y me puse a recoger los papeles.

– Mierda. ¡Avise antes, caramba! Me ha dado un susto de muerte. Y lo que estoy haciendo es destruir su coartada de anoche.

– No necesito ninguna coartada. Anoche no hice nada en particular.

– Pues alguien sí hizo algo. ¿Le he contado que se me paró el coche y que Wendell y yo nos quedamos encallados en la avenida de la costa, en un tramo particularmente oscuro?

– No. No me lo contó. Siga -dijo con voz cautelosa.

– Que siga. Fabuloso. Como si no lo supiera ya. Alguien se puso a disparamos. Wendell desapareció poco después.

– Y usted cree que fui yo.

– Creo que es posible. ¿Por qué cree que estoy aquí a estas horas?

Metió las manos en los bolsillos, miró a su alrededor y se dio cuenta de que, tal como hablábamos, nos iban a oír en todas las habitaciones.

– Hablemos dentro -dijo y se dirigió a su habitación.

Fui tras él mientras me preguntaba cómo terminaría la aventura. Una vez dentro, encendió la lámpara de la mesilla de noche y llenó un vaso hasta el borde con la botella de whisky que había en el escritorio. Levantó a continuación la botella a modo de invitación silenciosa. Negué con la cabeza. Encendió un cigarrillo; esta vez recordó que no tenía que molestarse en ofrecerme tabaco. Se sentó en el borde de la cama, yo en el sillón tapizado en cuero. La habitación se parecía mucho a la de Brian Jaffe. Como cualquier embustero a la hora del careo, seguramente preparaba otra sarta de mentiras. Me sentía como una niña que va a dormir y espera que le cuenten el último cuento del día. Meditó durante un rato y adoptó una expresión seria y preocupada.

– De acuerdo. Seré sincero con usted. Volví anoche de SLO pero no fui a Perdido. Volví al hotel después de estar todo el día de reunión en reunión y llamé al servicio de mensajes de Telefónica. Había un recado de Harris Brown y lo llamé.

– Perfecto, acapara usted toda mi atención. No hago más que preguntarme qué pinta Harris Brown en todo esto. ¿Tendría la bondad de informarme? Soy toda oídos.

– Es un antiguo policía.

– Ese capítulo lo conozco ya. Le encargaron el caso y luego se lo quitaron porque perdió hasta la camisa invirtiendo en CSL, etcétera, etcétera, etcétera. Más cosas. ¿Cómo dio con Wendell en Viento Negro?

Esbozó una ligera sonrisa, como si evaluase mi perspicacia. A veces la tengo, pero no estaba segura de si en la ocasión presente la tenía o brillaba por su ausencia.

– Le avisó un amigo. Un agente de seguros.

– Muy bien. Perfecto. Conozco al hombre. No estaba segura, pero lo sospechaba -dije-. Como es lógico, Harris Brown conocía a Wendell, pero ¿y Wendell?, ¿conocía éste a Harris?

Negó con la cabeza.

– Lo dudo. Fui yo quien atrajo a Brown como inversor. Puede que hablaran por teléfono, pero estoy seguro de que no se vieron nunca. ¿Por qué?

– Porque Brown estaba en la habitación contigua a la de Wendell y frecuentaba el bar del hotel. Wendell no parecía reparar en él y la situación me pareció extraña. Bueno, Harris Brown le llamó a usted anoche y usted lo llamó a él. ¿Qué más?

– Tenía que ponerme en contacto con él esta tarde, al volver de SLO, pero de pronto le entró prisa y dijo que tenía que verme inmediatamente. Cogí el coche y fui a verle a su casa, en Colgate.

Me quedé mirándole, sin saber si creerle o no.

– Déme su dirección.

– ¿Para qué?

– Para comprobar lo que acaba de decirme. -Se encogió de hombros y consultó en un cuaderno de direcciones de tapas de piel. Anoté la dirección. Si se trataba de un farol, se le iba a caer el pelo-. ¿Por qué tenía prisa?

– Eso tendrá que preguntárselo a él. Fue como si le hubiesen encendido una mecha en el culo e insistió en que fuese a verle. A mí me molestó bastante porque andaba escaso de tiempo. A las siete de la mañana tenía una reunión, pero no quise discutir con él. Cogí el coche, pisé el acelerador y entonces me paró el patrullero y me puso la multa.

– ¿A qué hora llegó a casa de Brown?

– A las nueve. Estuve allí una hora nada más. Serían las once y media cuando llegué al hotel de San Luis Obispo en que me hospedaba.

– Por si le interesa -dije-, cualquiera de ustedes dos tuvo tiempo suficiente para dirigirse a Perdido y hacer prácticas de tiro con Wendell y conmigo.

– Cualquiera de los dos; pero yo no fui. De él no respondo.

– ¿No vio a Wendell anoche en ningún momento?

– Ya hemos aclarado ese detalle.

– Lo que usted llama aclarar, yo lo llamo mentir descaradamente. Antes juraba que había estado fuera de la ciudad, pero ahora resulta que estaba en Colgate, a un paso, como quien dice. ¿Por qué he de creerle?

– No tengo poder alguno sobre lo que usted cree o deja de creer.

– ¿Qué hicieron usted y Brown cuando llegó a su casa?

– Hablamos y me volví.

– ¿Se limitaron a hablar? ¿De qué? ¿No habrían podido hablar por teléfono?

Desvió la mirada durante los segundos que necesitó para sacudir la ceniza del cigarrillo.

– Quería recuperar su dinero. Y se lo di.

– El dinero.

– Lo que había invertido en CSL.

– ¿Cuánto era?

– Cien billetes.

– No lo entiendo -dije-. Perdió esa cantidad hace cinco años. ¿Por qué de pronto estaba tan seguro de poder recuperarlo?

– Porque averiguó que Wendell estaba vivo. Puede que hablase con él. ¿Cómo quiere que lo sepa?

– ¿De qué pudo enterarse hablando con Wendell? ¿De que había fondos disponibles?

Apagó el cigarrillo, encendió otro y me miró fijamente y con los ojos entornados a través del humo.

– Mire, eso no es asunto suyo.

– Pero abandone de una vez esa actitud, diantre. Yo no represento ninguna amenaza contra usted. La Fidelidad de California me ha contratado para localizar a Wendell Jaffe y así demostrar que está vivo. Lo único que me interesa es el medio millón de dólares que hemos pagado por su seguro de vida. Si tiene usted por ahí un zulo lleno de dinero, a mí me trae sin cuidado.

– Perfecto. Ahora dígame el motivo por el que he de revelarle los secretos de mi vida.

– Pues para entender lo que pasa aquí. Es lo único que me interesa. Usted tenía el dinero que reclamaba Harris Brown y fue a su casa anoche. ¿Qué pasó después?

– Le di el dinero y volví a San Luis Obispo.

– ¿Suele usted ir por ahí con tanto dinero en metálico encima?

– Sí.

– ¿Cuánto es en realidad? Bueno, no responda si no quiere. Lo pregunto por pura curiosidad personal.

– ¿En total?

– En números redondos -dije.

– Unos tres millones.

Parpadeé.

– ¿Va usted por ahí con todo ese dinero encima? ¿En metálico?

– ¿Qué quiere que haga? No lo puedo ingresar en el banco. La Administración se enteraría. Fuimos a juicio, ¿no se acuerda? Si corriera la voz, los acreedores se echarían sobre él como una bandada de buitres. Y lo que no se llevaran ellos se lo quedaría Hacienda.

La indignación me subió por el esófago como los humores de una gastritis.

– Desde luego que se echarían sobre él. Es el dinero que les estafaron ustedes.

La mirada cínica que me dirigió fue de antología.

– ¿Sabe por qué invirtieron en CSL? Querían llenarse los bolsillos por su cara bonita. Pero fueron por lana y volvieron trasquilados. Vamos, Kinsey, utilice el cerebro. Casi todos sabían que era el timo de la estampita y Harris no lo ignoraba. Lo que pasa es que Brown esperaba sacar tajada antes de que el negocio se viniera abajo.

– Usted y yo no hablamos el mismo idioma. Corramos un tupido velo ante la declaración de principios y centrémonos en los hechos. ¿Guardaba usted tres millones en metálico en el Lord?


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: