Al entregarle los documentos para los otros camaradas y desearle suerte, nos miramos a los ojos; en los suyos se apaga el último resplandor de un sueño, en los míos ya sólo hay ceniza, y el Kim lo sabe:

– Tú no apruebas este viaje -me dice.

– Ni éste ni ninguno más, ya no -le respondo-. Pero menos que ninguno, éste. No veo la necesidad de que vayas, sabrán arreglárselas sin ti.

– Tal vez. Pero ¿y los documentos, y el dinero?

– Creo que todo eso ya no sirve de nada…

– ¿Ah no? -me corta secamente-. Pues aun así, tengo mis razones para ir.

Aprovechará el viaje, dice, para veros a ti y a tu madre, de noche, una visita rápida, un beso y la promesa renovada de sacaros de aquí algún día. Lista y engrasada la pistola, el Denis la ofrece a su jefe, que la rechaza. Nunca antes el Kim había cruzado la frontera sin ir armado.

– ¿Qué demonios te pasa? -dice el Denis.

– No vale la pena tomar tantas precauciones por llevar unos papeles y una contraorden -dice el Kim.

El Denis se muestra contrariado no sólo por eso: también él quisiera besar a su Carmen y a su hijo y de buena gana se iría con el Kim si no tuviera la pata rota. Siempre, en todos sus viajes clandestinos a Barcelona, el Kim se aloja de noche en casa de los padres del Denis, un pequeño chalet en un paraje solitario de Horta, donde vive también la compañera del Denis con su hijo de siete años. Ella es muy joven, tenía dieciséis años cuando se juntó con el Denis, él tuvo que marchar enseguida al Ebro con la quinta del biberón y después al exilio, y Carmen y el niño de meses fueron acogidos por sus suegros, pues en Barcelona no tiene más familia que ellos. El Denis la había conocido recién llegada de Málaga, era una muchacha guapísima y siempre asustada que trabajaba y dormía en la peluquería de una tía suya que la explotaba. Y lo mismo que tu padre, niña, el Denis nunca perdió la esperanza de ver a Carmen y a su hijo reunirse con él en Francia, pero hasta ahora no fue posible; primero se vio confinado en un campo de concentración y de allí pasó a trabajar en una mina para los alemanes durante la ocupación, logró escapar y luchó a favor de la Resistencia, en cuyas filas conoció al Kim y al que luego acompañó en la aventura del maquis, al finalizar la guerra. Pero la historia del Denis es otra historia…

Silba una locomotora en la gare Matabiau, el último sol de la tarde baña la ville rose y hay un chisporroteo de impaciencia en los ojos del Kim mientras observa mi mono blanco manchado de pintura, y me sonríe con afecto: «Pobre pintamonas -dice-, deberías volver con tu madre». Y es que aquí en Barcelona yo había sido ilustrador, además de camarero, pero en Toulouse sólo pude trabajar como pintor de brocha gorda, igual que el Denis; no era mal trabajo, no me quejo.

– Hasta la vuelta. Portaros bien -dice el Kim mientras se guarda los papeles entre las costillas y la camisa-. Te juro que en una de éstas mando las precauciones al carajo y me traigo a Susanita conmigo.

– ¿Estás loco? -dice el Denis-. ¿Cómo quieres pasar la frontera con una niña enferma? Lo que sí podrías hacer, si todo se presenta bien, es ver de traerte a Carmen y a mi hijo; si esta vez lo ves posible, adelante, te daré dinero para los gastos, y otra cantidad para mis padres.

El Kim reflexiona mientras termina de ponerse la cazadora.

– Si no veo riesgo alguno para ella y el niño, vendrán conmigo. Cuenta con ello.

El Denis le hace entrega de una carta y de cinco mil pesetas, la mitad para sus padres y la otra mitad para Carmen, y los dos amigos se abrazan en medio del cuarto de la pensión, en el centro de aquel rosado resplandor que siempre a esta hora entra por el balcón. Y así he de verles para siempre, fue desde el primer instante como un presentimiento: abrazados los dos y nimbados por una luz que parecía sostenerles en el aire, pensando cada uno para sus adentros, como en tantas otras ocasiones, a pesar de las precauciones y los buenos deseos, que tal vez no volverían a verse nunca más. El Kim acepta finalmente la pistola recién limpiada que le ofrece su amigo. He olvidado las interminables recomendaciones del Denis acerca de los pies delicados de Carmen y su propensión a los resfriados, que no la deje dormir al raso cruzando esos montes, pero no se me olvida la mirada resuelta del Kim cuando le dice:

– Confía en mí, muchacho. Te la traeré sana y salva.

Se encamina hacia la puerta y entonces un gato negro que no estoy seguro de haber visto, que tal vez ronronea y cruza con su paso felino solamente en mi imaginación, quiero decir que no recuerdo que estuviera allí en aquel cuarto, que acaso no existe, se desliza ante él saltando luego del balcón a la calle y casi se me escapa un grito.

– ¿Qué te pasa, Forcat? -dice el Kim.

– Nada. El micifuz.

– ¿Qué micifuz ni qué niño muerto? -mira a su alrededor sin ver nada.

– No me hagas caso -le digo-. Hala, buena suerte.

Desde el balcón le vemos alejarse por la rue de Belfort camino de la estación con su cazadora de piel y su sombrero marrón, va despacio y pensativo, el cigarrillo en los labios, las manos en los bolsillos, como si fuera a dar uno de sus habituales paseos a orillas del Garonne.

5

– ¡Hola, hola! Llovido del cielo me caes, hijo. Deja que me apoye en tu brazo, se me ha salido el zapato -dijo la señora Anita.

Había topado conmigo en la esquina y se tambaleó descalza de un pie, con el zapato en la mano. Se agarró de mi brazo como pudo, me hizo caer la carpeta y la caja de los lápices y me envolvió con su aliento que apestaba a vino. Sonreía mostrando manchas de carmín en los dientes. Yo acababa de salir de la torre, eran las ocho pasadas y sentía el frío pinchando mis dedos a pesar de los guantes de lana. Ella venía del cine Mundial en la calle Salmerón y seguramente se había parado en media docena de bares. Apoyándose en mi brazo, no acertó a ponerse el zapato y cayó en la acera lastimándose la rodilla. Por muy poco no se dio de morros en el canto de un portal, donde la ayudé a sentarse. Levantó la rodilla hasta la nariz y la examinó cabeceando. La media tenía un agujero del tamaño de un huevo.

– ¿Quiere que la acompañe, señora Anita?

– Eres muy gentil, pero no hace falta. Es este zapato, no sé qué le pasa -lo sostenía ante sus ojos sin saber qué hacer con él, lo miraba del derecho y del revés, pero al zapato no le pasaba nada-. Está viejo, eso es lo que le pasa… y se habrá torcido el tacón. ¡El zapatito de Cenicienta, mira…! -Le devolví la sonrisa, supongo que sin mucha convicción-. ¿Vienes de casa? No habrás dejado sola a Susana.

– El señor Forcat está con ella.

– Ah, por supuesto. Qué bien acompañada está ahora mi niña, ¿no te parece? Todas las tardes contigo y a ratos con esos chavalines del Carmelo, tan graciosos, y con el señor Forcat, que sabe entretenerla tan bien… Qué suerte hemos tenido, ¿no crees, Daniel?

– Sí, señora.

– Qué estupendamente estamos ahora, ¿verdad?

– Sí, señora.

– Y qué bien lo pasamos todos juntos. A que sí, a que lo pasamos de lo más bien.

– Sí, señora, muy bien.

– Estoy muy contenta, ¿sabes? -suspiró-. Ya mi niña no tendrá que quedarse sola. ¡Uf, mira estas pobres medias, aquí ya no hay zurcido que valga! Y con el frío que hace hoy… -Calló y me dio la impresión de querer perder un poco más de tiempo masajeando su rodilla lastimada. Hasta que observó mis guantes de lana gris, cogió mi mano derecha y la apoyó suavemente sobre el desgarrón de la media y la piel aterida-. ¿Me dejas? ¡Qué calorcito tan bueno, qué alivio…! Y qué guantes tan bonitos. ¿Te los ha hecho tu madre?

– No. La señora Conxa.

– ¿Sabías que hay manos que dan calor sólo con mirarlas? -Flexionó un par de veces la rodilla cerrando los ojos. Al abrirlos de nuevo sus pupilas azules parpadeaban alegremente-. Si lo piensas bien, lo único que se necesita en esta vida es un poco de calor en el momento adecuado, un poquitín nada más, ¿no crees…? Pero lo que tú estás pensando ahora es: la señora Anita lleva una buena merluza, a que sí. -Acertó por fin a ponerse el zapato y se incorporó-. Pero ¿sabes una cosa? No hay mal que cien años dure… ¡Ay, mi rodilla!


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