– Déjeme ayudarla hasta su casa.

– No, ya estoy llegando…

Pero cojeaba y terminó por aceptar que la acompañara, se colgó de mi brazo y antes de empujar la verja del jardín procuró serenarse, se miró en un espejito de mano, atusó los rizos dorados y mientras restregaba la barra del carmín por sus labios me hizo prometer que no le diría al señor Forcat que la había visto en aquel estado. Al cruzar la verja se volvió sonriendo:

– Y ya sabes, si un día vas al cine Mundial y yo no estoy en la taquilla, le dices al acomodador que eres amigo mío y te dejará pasar gratis.

– Gracias, señora Anita.

6

Yo no era más que uno de ellos y no de los más valientes, no de los que se jugaban la piel con la pistola, yo sólo manejaba la plumilla y las tintas y raspaba y suplantaba cifras y nombres con la ayuda del filo de hojas de afeitar y de un chocante y variado instrumental; yo sólo falsificaba sus documentos y me inventaba firmas, les proveía de nombres e identidades nuevas: yo les hacía peligrosos, pero yo no lo era. Yo soñaba sus peligros.

El Kim llega de incógnito a Barcelona una lluviosa noche de finales de abril y se refugia en casa de los padres del Denis, a los que entrega la carta y la mitad del dinero que éste le dio en Toulouse; la otra mitad es para Carmen, que lo acepta sin alegría. Una muchacha de veinticuatro años consumida por el trabajo y la soledad, harta de esperar y que ahora mira al Kim casi con odio: sus visitas siempre son una fuente de inquietudes y de tristeza, siempre traen alguna mala nueva; esta vez, el percance del Denis en una refriega con los civiles. ¿Hasta cuándo estos sobresaltos? ¿Valen la pena tantos sacrificios, tantos muertos? ¿Cuándo terminará esta pesadilla? El Kim la comprende y le confiesa -y no es la primera vez; la primera vez me lo confesó a mí al salir de una agitada reunión en París- que también él empieza a estar cansado de luchar para nada. Deseando animarla, le comenta el anhelo del Denis: que allí las cosas ya van un poco mejor para todos y tal vez ya es hora de que ella y el niño manden a paseo esta ciudad y se reúnan con él. Puedo llevarte a mi regreso, dentro de tres días, le dice: el paso de la frontera es un poco fatigoso, pero tenemos un buen guía. Sorprendentemente, Carmen no parece entusiasmada con la idea: como si fuera ya demasiado tarde, como si el Denis hubiese muerto para ella. Abraza a su hijo y reflexiona… Podemos imaginarlos a los tres esa noche de lluvia junto al fuego del hogar, después de cenar, los viejos ya en la cama y el niño sin querer dormirse en los brazos de su madre: con estos mismos ojos muy abiertos con que vosotros me miráis ahora, entre fascinados e incrédulos, podemos figurarnos ahora aquel niño mirando y escuchando al Kim, el intrépido amigo de su padre llegado desde el otro lado de la noche y del miedo, allá donde por fin terminarían las fatigas y la amargura de su madre; y así de atenta y silenciosa debía escucharle también ella, la hermosa joven casi analfabeta llegada de Málaga durante la guerra… No conozco los detalles, pero finalmente el Kim logra convencerla hablándole de su experiencia en pasar niños a Francia: años atrás, cuando organizó el primer grupo armado confederado y cruzaba la frontera a menudo, a veces al regresar llevaba al hijo de algún exiliado. La última vez pasó a dos niños de ocho y doce años, hijos de un comandante republicano muerto en el campo de Mauthausen. ¿Por qué entonces aún no has sacado de aquí a tu mujer y a tu hija?, le dice Carmen. Y él: ¿Cómo iba a poder mantenerlas durante estos años viajando siempre de acá para allá y alistado en la Resistencia? Y ahora que podría, mi hija está enferma…

Antes de establecer los contactos previstos, el Kim decide esa misma noche, muy tarde ya, cerca de la madrugada, venir a veros a ti y a tu madre. Llovía mucho y caminó deprisa por calles solitarias y cruzando los descampados de Horta y del Guinardó, hasta que pudo coger un taxi.

Dice que te vio dormida y no quiso despertarte, ni siquiera encendió la luz; me habló del buen olor a eucalipto de esta galería, de sus labios trastornados sobre tu frente abrasada. Te dejó sobre la cama un bolso de plexiglás verde, tu color preferido. Dejó también algún dinero para tu madre. No estuvo ni cinco minutos, pero esos pocos minutos a tu lado le compensaron de muchos sinsabores.

El día siguiente es domingo y amanece despejado y luminoso, con viento y un cielo tan azul que perturba su memoria anestesiada por propia mano, el recuerdo quizá de esta misma luz en este jardín y en días más felices, mientras cruza la ciudad en tranvía y desfilan tras el cristal de la ventanilla los plátanos reverdecidos y las fachadas soleadas, las palmas amarillas en los balcones y la gente que pasea tranquilamente llevando niños de la mano. Y siente en el corazón la punzada que ya otras veces ha sentido: forastero en tu propia ciudad, extranjero en tu propio país, así es cómo te sientes cuando has sido cegado por el odio y la pólvora como lo fue él durante tanto tiempo, cuando lejos de vosotras imaginaba este infierno de represión y miseria, esta interminable desventura que maldijo tantas veces y que hoy de pronto, inesperadamente, pretende desmentir una jornada tan apacible y primaveral, tan propicia a la festiva desmemoria que parecen disfrutar estos endomingados paseantes… Nosotros no viajamos con el Kim en ese tranvía que cruza la ciudad de norte a sur, pero podemos adivinar lo que presiente una vez más y se esfuerza en rechazar: no sólo la temeraria inutilidad de la Browning recién engrasada que lleva en la sobaquera, muy cerca del corazón, sino también la futilidad de los viejos ideales que alberga todavía este corazón. Cada nuevo paso de la frontera, cada nuevo encuentro con esa luz es una recaída en el desaliento.

Pero este sentimiento de exclusión conlleva ciertas ventajas: el instinto que te avisa del peligro se agudiza y te mantiene alerta. El Kim guarda los documentos en una vieja cartera de mano y las órdenes en la cabeza: suspender momentáneamente todas las acciones a mano armada, destinadas a recaudar fondos, incluido el atraco de mañana. Tal es la consigna de la Central, y el receptor será Josep Nualart. El contacto está previsto en la terraza de un café próximo a la estación de Sants, a las once de la mañana. El Kim baja del tranvía, se para a curiosear en un quiosco, a unos treinta metros del café, y observa a Nualart que espera sentado frente a un vermut, solo, en una mesa del extremo de la terraza. Todo parece normal. La terraza está muy concurrida, atendida por una diligente muchacha rubia con gorrito blanco y falda plisada. Nualart está entretenido en la lectura del periódico, cuyas hojas revuelve el viento, y aún no ha visto al Kim. Es un hombre de treinta y cinco años, robusto, con pelo de cepillo y gafas de montura metálica. Ya os he hablado del instinto del Kim para captar el peligro, pero lo que le salvará esta vez es un pensamiento dedicado a ti, Susana. Gingiol

Se oye el frenazo de un coche y Nualart levanta bruscamente la cabeza del periódico, pero no advierte nada anormal. Dos niños corretean entre las mesas de la terraza, el viento arrecia y se hace muy molesto. Nualart parece presentir la proximidad del Kim y empieza a girar la cabeza en dirección al quiosco, pero en este preciso instante, un golpe de viento levanta la falda de la muchacha que pasa con una bandeja de bebidas y el incidente reclama su risueña atención y la de otros clientes. Al intentar bajarse la falda, la joven camarera, muy azorada, casi vuelca la bandeja y todo su contenido sobre la cabeza de Nualart. Se oyen algunas risas. Y son las piernas de la muchacha, este inesperado regalo para la vista -así lo habría calificado el propio Nualart, riéndose-lo que le impide advertir la llegada de su jefe y hacerle tal vez una seña, lo cual, combinado con el hecho de que tú padre se entretiene en el quiosco unos segundos más mirando las ilustraciones de una novelita juvenil cuyo título, Los peligros de Susana, piensa que te divertirá, es lo que salva al Kim.


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