Se dispone a comprar el libro, pero ya no hay tiempo para nada. Una mantilla negra que el viento arrebata de la cabeza de una mujer cruza la terraza revoloteando como un cuervo hasta quedar prendida en la rama baja de un árbol. Es la señal, el mal presagio que Nualart no capta. En el quiosco, el Kim pregunta el precio de la novelita, y, al volverse, ya lo ve de pie y como si fuera a caerse, debatiéndose contra el viento y contra su propia sorpresa: flanqueado estrechamente por dos hombres con gabardina, Nualart intenta inclinarse para coger algo del suelo, una boina, pero ellos le sujetan y uno examina su documentación mientras el otro le pone las esposas. No ofrece resistencia y se lo llevan hacia un coche negro en medio de la curiosidad pública, a empellones, pero aún tiene tiempo y humor de echar por encima del hombro una última mirada a las piernas de la camarera, quién sabe si esperando que el viento se decidiera a jugar otra vez con su airosa falda plisada, Nualart era así, siempre tan animoso, un hombre enamorado de la vida y las mujeres…
El Kim permanece junto al quiosco hasta que el coche desaparece y luego se va. Es de suponer que la policía ignoraba que Nualart tenía una cita con él, de lo contrario habrían esperado su llegada para trincarlo a él también. Sin embargo, todo parecía indicar que la bofia había actuado después de recibir un soplo, porque en aquel mismo instante los otros hombres del Kim, Betancort y Camps, así como nuestro enlace para el reparto de propaganda, un mecánico de Gracia, eran también apresados en un piso del Poblenou.
El Kim se entera a las pocas horas, después de correr muchos riesgos, y decide que lo mejor es largarse cuanto antes. No le parece prudente volver al chalet de Horta y cita a Carmen por teléfono en la estación de Francia, ella acude con su hijo y una pequeña maleta y esta misma tarde los tres emprenden la primera etapa del viaje que les llevará a cruzar la frontera durante la noche.
La misión ha fracasado, pero el Kim cumplirá la promesa hecha al Denis de traer a su compañera y a su hijo sanos y salvos hasta Toulouse.
CAPÍTULO CUARTO
1
Convertido en la sombra matutina del capitán Blay, atrapado en la tela de araña de despropósitos que diariamente se iba ampliando y reforzando con los excesos verbales y gestuales del viejo grillado, a menudo me sentía flotar en la más pura irrealidad, confinado a un barrio petrificado y gris cuyos medrosos afanes no tenían absolutamente nada que ver con las emociones que por la tarde me esperaban en la torre: mi único deseo era volver junto a Susana y Forcat.
Al principio de nuestro peregrinar recogiendo firmas sentía mucha vergüenza, me escondía detrás del capitán cuando nos abrían la puerta y me hacía el distraído, pero después me acostumbré. Llevaba conmigo una pequeña carpeta con el documento de protesta y una cuartilla en la que el capitán me hacía anotar el nombre y el domicilio de los firmantes, y también de los que rehusaban firmar. Eran los más. El capitán se metía en bares y tiendas, en mercados y colegios, abarcando cada vez más calles alrededor de la odiada chimenea y ampliando una zona que ya contenía casi toda la barriada de La Salud y parte del Guinardó. Llamaba insistentemente a todos los pisos, y atareadas y recelosas amas de casa, bloqueando con el cuerpo la puerta entornada, atendían su petición de mala gana e incrédulas. Si le conocían, firmaban para quitárselo de encima, pero ocurría pocas veces. La mayoría de los inquilinos, sobre todo cuando el que nos abría era el marido, nos mandaba a paseo de malos modos. ¿Una firma para alargar unos metros de chimenea y para atajar una fuga de gas tóxico? ¿A qué coño de chimenea se refería, qué fuga de gas tóxico ni qué humo envenenado ni qué hostias en vinagre?, decían mosqueados, y nos daban con la puerta en las narices.
– Es usted un botarate y un mentecato, señor mío -les respondía el capitán a través de la puerta. Y luego en la calle se lamentaba-: La mierda les llega al cuello y no se quieren enterar. Seguro que este desgraciado es adhesivo al Régimen…
– Querrá usted decir adicto, capitán.
– Quiero decir lo que he dicho, mocoso. Los hay adictos y los hay tan caguetas y pusilánimes que ni siquiera llegan a eso y se quedan en adhesivos. Y encima, gaseados.
Pero no se desanimaba nunca. A finales de mayo, casi un mes después de la llegada de Forcat a la torre, no habíamos conseguido ni una docena de firmas; según sus previsiones, si queríamos que el Ayuntamiento nos hiciera caso no debíamos conformarnos con menos de quinientas, así que ya me veía subiendo y bajando escaleras y llamando a puertas y más puertas hasta el próximo otoño, hasta que el taller me reclamara como aprendiz y me librara por fin de los trotes y delirios del capitán.
No pocas vecinas chafarderas de las proximidades de Camelias y Alegre de Dalt aprovechaban la visita del extravagante recolector de firmas, al que suponían enterado por su mujer de todo lo que pasaba en la torre de la señora Anita, para sonsacarle descaradamente: ¿es verdad que el hombre que esa pelandusca tiene en su casa a pan y cuchillo no vino de Francia, sino del penal de Burgos? ¿Por qué no sale nunca de la torre, qué hace todo el día metido allí con una muchacha tísica de quince años y con este chico…? ¿Es cierto que la taquillera se pasea borracha y desnuda por toda la casa, delante del guercho, o sólo son habladurías?
Con la mayor desfachatez del mundo, y a menudo con todo lujo de detalles, el capitán Blay se complacía en enredar aún más la madeja de chismes. No, señora Clotilde, está usted mal informada, este hombre en realidad es un curandero recién llegado de la China y está tratando a la niña tuberculosa con friegas de agua de rosas cocida con luciérnagas, un remedio muy antiguo contra el bacilo de Koch, y es verdad que en su juventud fue camarero de barco y viajó por todo el mundo y estuvo enamorado de la taquillera, pero Joaquim Franch i Casablancas fue más listo y le birló la novia, él se resignó y parece que olvidó a la rubia, pero quién sabe si aún queda algo de aquel fuego, con estos aventureros no hay que confiarse nunca, y menos de éste que tiene la mirada atravesada y el corazón lleno de cicatrices… ¡Forcat el aventurero transatlántico!
Engarzaba patrañas y verdades con la mayor naturalidad, y el vecindario, aunque le tenía por un chalado y un deslenguado, tragaba gustosamente todo aquello que se avenía a sus morbosas expectativas y a quién sabe qué íntimos delirios sentimentales y a qué húmedos sueños, sobre todo en los hombres, pues la rubia taquillera traía de cabeza a más de uno. Y por mucho que desbarrara el capitán, siempre que hablaba de la torre y de sus inquilinos, le escuchaban atentamente. En cuanto a él, simulaba un interés y una curiosidad por cuanto ocurría allí que estaba lejos de sentir. Una vez me dijo que descubrió que ya era un viejo el día que empezó a simular interés por cosas que, en el fondo, le aburrían mucho. Pero la verdad es que raramente se comportaba como un viejo, y mucho menos en todo lo relacionado con su doble obsesión: la chimenea de la fábrica y la peste del gas, auténticos motores de sus andanzas por el barrio y de su comercio con la maledicencia y el malentendido.
Así pude enterarme de muchos rumores que circulaban sobre la señora Anita, unos desmentidos por el capitán y otros no, como por ejemplo que no era la primera vez que acogía a un hombre en su casa: tres años atrás, el proyectista del cine donde ella trabajaba entonces, el cine Iberia, estuvo durmiendo y comiendo en la torre durante casi un mes; según el capitán, aquel hombre era pariente lejano de la señora Anita y estaba muy enfermo, lo habían echado de la pensión y no tenía dónde dormir, tosía y escupía todo el tiempo -siempre he creído que él contagió a la niña, aventuró el capitán-, y aunque había que admitir que era un hombre muy guapo y muy pulcro, ella le comentó a doña Conxa que sentía asco de él, sobre todo al cambiarle las sábanas.