El Kim se echa a reír y piensa: una muestra de humor demasiado occidental, impropio de una china, pero es tan joven y bella, le gusta coquetear y bromear y sin duda aprendió a hacerlo con Michel… Pero Chen Jing no bromea ni coquetea, como tendremos ocasión de comprobar más adelante. De pronto, llegando ya al hotel, recuerda que tiene una buena noticia que darle: su marido la ha llamado desde París para comunicarle que ayer superó con éxito la primera intervención quirúrgica. El Kim se alegra sinceramente, pero ha captado una impaciencia mal controlada en la voz de Chen Jing, como unas ganas irreprimibles de soltar la noticia rápidamente y pasar a otra cosa.
El cóctel del Cathay Building, organizado por los capitostes industriales y financieros de la concesión francesa, se da en honor de la gendarmería y las autoridades del sector, donde por cierto la policía está corrompida hasta las cejas y donde quien manda en realidad es un gángster chino sin escrúpulos llamado Du Yuesheng, más conocido como Du Grandes-Oreilles… pero éste no es el momento de hablar de él. La fiesta, decíamos, se celebra en el suntuoso salón verde del piso octavo y reúne a lo más selecto de la colonia extranjera de Shanghai. El intenso aroma a jazmín que proviene de la terraza se mezcla con los perfumes más diversos y refinados de las damas. En un ángulo del salón, sobre una tarima y frente al micrófono, una muchacha china enteramente vestida de verde, sosteniendo en sus manos enguantadas de verde una larga boquilla verde con un cigarrillo verde, canta I Get a Kick Out of Yon con voz afilada y la mirada un poco bizca, acompañada al piano por un negro con traje blanco. Un norteamericano obeso y con algunas copas de más se acerca tambaleante a la vocalista ofreciéndole un vaso de pipermint en medio de grandes risotadas.
Querida por todos y admirada, Chen Jing Fang responde amablemente a quienes se interesan por la salud de su marido y, en algunos círculos de amigos, presenta a su acompañante como Joaquín Franch, un español amigo íntimo de Michel que acaba de llegar de París. Pero el Kim no desea agobiarla con su presencia y pronto la deja en compañía de sus amistades para acercarse a la barra en busca de una copa. Allí encuentra a Wong y tiene ocasión de plantearle algunas cuestiones referentes a su futuro laboral en la empresa textil. Wong está al corriente de sus pretensiones y sugiere que lo más conveniente es esperar la vuelta de Lévy y estudiar juntos el asunto. No habrá el menor problema, y puede contar con su ayuda: «Michel me dijo que posee usted estudios de ingeniería y, sobre todo, que es usted como un hermano para él». Más tarde, en algún momento de esta sofocante noche de julio, después de localizar a Chen Jing al otro lado del salón hablando con dos altos dignatarios orientales, luego tal vez de admirar su belleza fría y distante a través de la concurrencia y mientras escucha una canción que le recuerda horas felices con tu madre, entonces podemos pensar que seguramente el Kim se disculparía con Charlie Wong y saldría a la terraza con un vaso de whisky para contemplar desde lo alto de la torre el paseo del Bund y la hermosa ciudad bajo la noche estrellada, los muelles y el río silencioso donde se reflejan las luces de neón como luciérnagas de colores. Siente en la axila la leve presión de la sobaquera con la pistola, un roce familiar que le une a un pasado violento y a un compromiso moral: matar a un hombre que no merece vivir y rehacer su propia vida en esta remota ciudad, eliminando así de un disparo y para siempre la presión en el sobaco y la pesadumbre en la memoria. La ocasión es buena, se dice para animarse, apretando el vaso helado en la mano y acodado en el alféizar de la magnífica atalaya del Cathay, estimulado por la música y por el perfume del jazmín, se está tan bien aquí, se siente uno tan joven y lleno de vida todavía, tan conformado a ese recodo último de su destino, tan confiado a su suerte y hasta puede que tan guapo y elegante con su esmoquin, buena ocasión para volver un momento la vista atrás a lo largo del camino, Kim, nuestro pobre camino de la esperanza sembrado de trampas y mentiras al término del cual te has cruzado, afortunadamente para ti, con el viejo camarada Michel Lévy: verás entonces, si es que te pones a pensar en ello, que lo que has dejado a tu espalda no es sólo la interminable derrota y tantas ilusiones perdidas, no sólo los camaradas muertos sino también los que aún han de morir, intrépidos e imprudentes muchachos de Toulouse y de otros puntos del sur de Francia que fatalmente volverán a cruzar la frontera empuñando las armas con la misma loca determinación que te empujó a ti un día, y verás derramada la sangre pasada y la futura, la que ya está encendiendo las venas de otros hombres, y pensarás seguramente en el Denis y en su Carmen intentando también ser felices en algún rincón de Francia, y recordarás a Nualart y a Betancort y a Camps pudriéndose en la cárcel o quizá fusilados, en tantos sacrificios inútiles que jamás quedarán registrados en ninguna parte, tanta generosidad y tanto coraje que al cabo no remediará nada ni beneficiará a nadie, y quién sabe si se acordaría también de mí y mis arduas falsificaciones, aquel pobre Forcat siempre con los dedos manchados de tinta, este muerto regresado a la ciudad de los muertos… Pero hay otros aún más desesperados, se dice, que ya se han rendido y no esperan nada salvo que el tiempo pase y borre su rastro y llegue un día en que por fin el olvido se los trague a todos ellos y a sus hijos para siempre. Porque si estuvierais habituados como yo a leer en la mente del Kim, sabríais que ahora está pensando especialmente en los que se han quedado aquí esperando una oportunidad: desde el otro lado del mundo, lo que él nos quiere decir es sencillamente que no hay que dejarse llevar por el desaliento, la mala suerte o la enfermedad, y ni siquiera por el humo negro de esta chimenea. La vida resulta a veces una carga pesada, y es bueno que uno se engañe un poco a sí mismo, que cultive secretamente alguna ilusión… En todo eso discurre el Kim en la terraza del Hotel Cathay con el vaso de whisky en la mano, asomado a la noche de Shanghai, sintiendo la transpiración húmeda y caliente de la ciudad como el vaho de un animal sumiso y soñoliento, cuando hace ya un buen rato, por cierto, que no ve a Chen Jing.
Pero es poco probable, piensa, que Kruger ande por ahí, y aunque así fuera, no sería tan loco como para atentar contra ella en medio de tanta gente.
Una mano se posa en su hombro y es requerido cordialmente: se trata de Lambert, un francés dicharachero, propietario de sederías y grandes almacenes, que le ha sido presentado poco antes y que viene a ofrecerle conversación; enseguida se les unen cuatro invitados más, en el instante en que uno de ellos, muy locuaz, comenta irónicamente la diabólica suerte de Michel Lévy, casado con su chinita de ojos dorados, tan joven y atractiva, y además pariente del general rojo Chen Yi, del cual se dice que se dispone a avanzar por Manchuria con sus tropas comunistas para luego proseguir a lo largo del río Yang-tsê hasta llegar a Shanghai… Según advierte el Kim, no pocos extranjeros empiezan a temer por sus empresas y negocios en Shanghai: la derrota del Kuomintang y el triunfo de los comunistas podría culminar con la abolición de las concesiones extranjeras. Pero aunque le interesa mucho el asunto, no es eso lo que retiene su atención, sino un comentario que no tiene nada que ver con lo que se habla, lanzado inesperadamente por uno de los contertulios, el norteamericano con bastantes copas encima que antes había bromeado con la vocalista china. Sudoroso y congestionado, ahora golpea con el codo al invitado que tiene al lado, un hombre de cabello negro planchado y rasgos angulosos, y le dice con la boca torcida y la voz gangosa:
– Aprovechando que Lévy está en París para ver si le pueden enderezar el espinazo, y, de paso -añade con una risotada-también la pilula, apostaría que esa putita de Chen Jing Fang buscará otra vez consuelo en brazos de ese capitán mercante, ese cantonés del diablo, Su Tzu o como se llame…