La inesperada grosería ha cortado la conversación y el Kim se dispone a replicarle adecuadamente cuando, a su derecha, el hombre de cabellos planchados se le anticipa con la musculosa sonoridad de su voz, agarrando al yanqui por la solapa del esmoquin:
– Stapleton -le dice-, es usted un majadero y un borracho. Retire inmediatamente lo que acaba de decir sobre esa dama o le juro que voy a darle motivos para lamentarlo.
Visiblemente asustado, Stapleton se apresura a farfullar una disculpa y se retira del grupo observando su vaso de whisky al trasluz con una mueca de estupor, como si viera en su interior algún bicho raro. Poco después la conversación languidece y el corro se disgrega, el Kim vuelve a quedar a solas con monsieur Lambert y durante un buen rato satisface gentilmente la curiosidad de éste sobre la actual situación política española, pero la maledicencia del yanqui borracho no se le va del pensamiento. ¿El capitán Su Tzu y la mujer de Lévy? ¿Era del dominio público esa relación? ¿Lévy lo sabía? Con la mayor discreción del mundo, el Kim indaga, y el francés dice no saber si el rumor es infundado o no, pero que desde luego ha circulado por Shanghai.
Seguidamente le pregunta a Lambert quién es el invitado que ha salido tan enérgicamente en defensa de madame Chen Jing, aunque en el fondo de su corazón, antes de que el francés le responda, por alguna de esas extrañas sintonías del Kim con el lado oscuro de las personas, ya sabe la respuesta:
– Se llama Omar Meiningen, es alemán, propietario del Yellow Sky Club y de los dos burdeles más selectos de Shanghai -dice Lambert, y añade en tono de afable complicidad-: Dicen que es un tipo decidido y peligroso, monsieur, aunque también dicen, especialmente las señoras, que es todo un caballero. Pero yo creo que, en realidad, es un comunista.
2
A partir de no sé qué momento los paseos y visitas de Forcat al puerto y a la Barceloneta se hicieron más frecuentes, alguna vez en compañía de la señora Anita pero casi siempre solo, y yo no sé a qué gente trataba allí ni cómo se las ingeniaba, pero nunca volvía a la torre sin unos kilos de harina o de arroz o unos litros de aceite de estraperlo.
A primeros de julio, casi tres meses después de la llegada del huésped a la torre, la señora Anita dejó de beber y de fumar. Al principio se irritaba por nada y discutía con Susana, y hasta me pareció que rehuía la mirada estrábica pero siempre discreta de Forcat, pero después su carácter mejoró y estaba muy cariñosa con su hija, receptiva y atenta con Forcat y hasta se reía con los Chacón, cuyas artimañas con las verduleras del Mercadillo para conseguir comida la divertían mucho. No tardaríamos en saber que ese cambio se debía a la influencia benéfica de Forcat; últimamente ella se había aficionado a un blanco muy barato que adquiría a granel en la taberna, un matarratas tan potente, según Forcat, que incluso él se había negado a ponerlo en algunos guisos especiales que de vez en cuando preparaba para Susana. Pero un buen día la garrafita que solía presidir la mesa del comedor, y que con tanta frecuencia nos mandaba a rellenar a mí o a los Chacón en la taberna de la calle Cardoner, desapareció y no volvimos a verla. Al mismo tiempo, Forcat la ayudaba en los quehaceres domésticos; cambiaba las sábanas de la cama de Susana, limpiaba de ceniza la estufa y lavaba los platos, enjalbegó los muros del jardín, la animó a regar las plantas y a cuidarlas y le enseñó a entretenerse cocinando algunos platos sencillos y baratos. Se la veía más contenta y a la vez más comedida, dándose incluso ciertos aires de señora, un toque distinguido en el vestir y en los andares; pero las malas lenguas del barrio siguieron cebándose en ella tanto si la veían achispada como si no, y pusieron en circulación un afilado comentario que se atribuía al doctor Barjau y que al capitán Blay le gustaba mucho, tal vez porque enfurecía a doña Conxa: «La señora ha dejado de beber, pero la puta sigue mamando lo mismo que antes».
Una tarde llegué a la torre más temprano que de costumbre, Susana dormía la siesta y su madre aún no se había vestido para ir al trabajo. Después de comprobar desde la galería que Finito y Juan aún no se habían instalado junto a la verja, la señora Anita me dijo:
– Daniel, guapo, ¿me haces un favor? -La vi tan nerviosa que pensé que iba a mandarme a la taberna a escondidas de Forcat, que estaba en su cuarto-. Se me han acabado las aspirinas… La farmacia aún está cerrada. ¿Quieres acercarte a la taberna a ver si tienen… y podrías traerme de paso un cuartillo de coñac…? No, no, solamente quiero aspirinas.
Cuando volví con el encargo, Forcat estaba en la galería y ella ya iba vestida de calle, otra vez a su manera desenfadada y algo provocativa: zapatos color violeta de tacón alto, medias negras muy finas, una de sus falditas plisadas de colores suaves que tanto le gustaban, blusa blanca escotada y ancho cinturón verde manzana de plexiglás. Su corta melena rubia, siempre un poco alborotada, acentuaba su aire juvenil y la traviesa expresividad de su cuerpo. Tenía un tizne de ceniza de cigarrillo en la mejilla, muy cerca de la boca, y pensé que fumaba a escondidas y que Forcat la reñiría por ello; pero nada le dijo. Besó la frente de su hija, cogió el bolso y antes de irse se tomó dos aspirinas y un vaso de gaseosa.
– Desde que no bebo, me duele la cabeza -dijo-. Ya no me duele la rodilla, ahora es la cabeza. ¡Vaya una lata! ¿Será la gaseosa?
Sentado en el borde de la cama, a los pies de Susana ya despierta, Forcat la miraba beber la gaseosa sonriendo levemente. Sobre sus rodillas cruzadas, las manos largas y manchadas colgaban yertas como las de un preso esposado, pero ni aun así parecían inofensivas o rendidas a su suerte. Algo ardía constantemente dentro de aquellas manos. Esperó que ella terminara de beber y dijo con su habitual tono persuasivo:
– No tienes ni rastro de dolor de cabeza. Tu cabeza piensa que te duele la cabeza. Eso es todo.
Susana se echó a reír y tosió. Entonces su madre, a punto ya de irse, dejó el vaso y el bolso sobre la mesa camilla, susurró: «Puñetero», y acto seguido se descalzó, empujó a Susana hacia el lado contrario de la cama donde se sentaba Forcat y se recostó boca arriba pero con los pies en la cabecera y la nuca apoyada en el regazo de Forcat; cogió con ambas manos la mano derecha de él y la apoyó sobre su frente, la apartó y la volvió a apoyar, varias veces, suavemente, como si se aplicara paños calientes. Cerró los ojos y suspiró aliviada, y Susana y yo nos miramos.
– Creo que no es el momento, Anita -dijo Forcat.
– Pues si no me alivio, no podré ir a trabajar -dijo ella-. No sabes cómo me duele.
– Que no te duele, mujer. -Levantó un poco la mano y la mantuvo extendida unos centímetros por encima de la frente. Ella seguía presionando esa mano con las suyas, pero Forcat mantuvo la distancia. Probablemente, he pensado luego muchas veces, la eficacia del tratamiento consistía no tanto en el contacto directo de sus manos como en el fluido que emanaba de ellas, el calor controlado o como diablos se llame lo que transmitía aquella piel maltrecha, y que anulaba el dolor o lo aliviaba. Duró aproximadamente diez minutos, y la señora Anita pareció que se dormía. Abrí mi carpeta y revisé mis lápices, o mejor dicho simulé hacerlo; en realidad no quería perderme detalle. Observaba sobre todo el espacio de dos o tres centímetros bajo la palma de la mano de Forcat por si podía captar el trasvase del fluido, algún chisporroteo o Dios sabe qué, pues indudablemente era allí, en ese pequeño hueco entre la mano y la frente, donde tenía lugar el prodigio. Por su parte, Susana se negaba a mirar a su madre yacente y fingía indiferencia, pero en el fondo desaprobaba lo que hacía.
Lo cierto es que la señora Anita se levantó como nueva y en absoluto sorprendida por ello; no debía ser la primera experiencia. «¿Lo ves? -dijo-, ya me encuentro mucho mejor.» Se atusó el pelo, se calzó, cogió su bolso y sonriendo feliz, con un gesto rápido y espontáneo, despeinó a su huésped con la mano, luego volvió a besar a Susana, suspiró y, repentinamente, allí de pie en medio de la galería, con el bolso colgado al hombro y la vista en el vacío, se echó a llorar en silencio, sin dejar de sonreír. No supe entonces qué le pasaba, pero hoy sé que la estremecía uno de esos instantes de plenitud que la vida debió concederle en contadas ocasiones.