Entonces ve a Omar al borde de la pista saludando de pie, sonriente y calmoso, a unos clientes sentados. El Kim puede ahora observarle mejor que en el Hotel Cathay y en Suzhou. De unos treinta y ocho o cuarenta años, el hombre que ahora se hace llamar Omar es muy alto, tiene afilada y aguileña la nariz, impertinente la mirada y, a pesar de la blanca sonrisa, un rictus amargo endurece su boca grande y bien dibujada. Sus modales son suaves y distinguidos. Al pasar junto a la china vestida de rojo, el apuesto Omar coge la rosa amarilla que adorna su mesa y la huele sonriendo a la muchacha, besa a ésta en la mejilla y se despide con una reverencia, llevándose la rosa cogida con ambas manos y dirigiéndose acto seguido, mientras consulta su reloj, hacia una pequeña puerta azul con adornos de laca y marfil situada a un extremo de la barra. La abre, se distinguen los primeros peldaños de una escalera iluminada, y Omar vuelve a cerrar la puerta tras él.
Piensa el Kim que no le ha visto, o que no ha querido verle, pero que sin duda sabe muy bien quién es; después de dejarse ver acompañando a Chen Jing en tantas recepciones y locales públicos de Shanghai, sus funciones de guardaespaldas no pueden haberle pasado por alto.
Transcurre media hora y en vista de que Omar no reaparece, el Kim pregunta al barman si el dueño volverá, pues desea hablar con él acerca de un importante negocio. El barman, un chino con triste cara de luna y lacios bigotes, le responde que el patrón se ha retirado a sus habitaciones ordenando que no se le moleste para nada. ¿Sus habitaciones?, dice el Kim, ¿es que el señor Omar vive aquí en el cabaret? Aquí mismo, monsieur, su apartamento está encima del club… Muy práctico, opina el Kim, aunque supongo que dispondrá de otra entrada desde la calle. Por supuesto, monsieur: en King Loong, un callejón trasero. Su vaso está vacío, monsieur, ¿desea otro whisky?
Se dispone a contestar cuando una voz artificiosamente cordial se le anticipa a su espalda:
– Tal vez monsieur prefiera compañía.
El Kim se vuelve despacio y ve a un chino gordito y sonriente con traje azul claro, camisa negra y corbata blanca.
– Prefiero el whisky -dice el Kim.
El barman le sirve mientras el desconocido insiste:
– Perdone que le moleste. ¿Es usted el honorable monsieur Franch?
– Sí.
– Du Yuesheng, mi jefe, desea hablar con usted y sería para él un gran honor que aceptara usted tomar una copa en su mesa.
– ¿Hablar de qué? -dice el Kim-. No le conozco.
– ¿Monsieur no ha oído hablar de Du Grandes-Oreilles?
– Algo he oído -impaciente el Kim-. Está bien. ¿Qué quiere?
Sin dejar de sonreír, el chino le hace una reverencia:
– Sígame, por favor.
Rodea la pista de baile y cruza la sala de juego, seguido de cerca por el Kim. Du Grandes-Oreilles está sentado en una mesa de espaldas a la pared, en una zona intermedia a la sala de juego y a otra barra muy concurrida. Lleva un traje blanco impoluto, sombrero blanco y corbata color salmón. Su mandíbula prominente, agresiva, contrasta con la quietud socarrona de los párpados pesados y la boca sin labios. Tiene entre las manos una copa de champán esmerilada de frío. Sus manos son como dos bolsas de agua caliente. Sentado junto a él, el ala del sombrero tapándole la mitad del rostro chato y taciturno, su guardaespaldas filipino deshoja lentamente la rosa amarilla que adornaba el centro de la mesa. El Kim sólo necesita echarle un vistazo para saber que se trata de un tufei profesional, un pistolero a sueldo. El mensajero se sienta al otro lado de su jefe y el Kim permanece de pie, con su vaso de whisky en la mano.
– Es un placer conocerle, monsieur Franch -dice Du Yuesheng-. ¿No quiere sentarse a la mesa de este humilde servidor? Parece usted cansado. Tal vez ha dormido poco últimamente…
– Tal vez.
– Tengo entendido que llegó usted a Shanghai invitado por monsieur Lévy y en uno de los barcos de su compañía naviera. -Sonríe pensativo Du
Grandes-Oreilles y prosigue-: Resulta un poco extraño, ¿no le parece? Podía usted venir tan cómodamente en avión…
– El avión me marea -dice el Kim.
– ¿De veras, monsieur?
– Puedo jurárselo.
– ¿Sabía usted que algunos cargueros de su honorable amigo monsieur Lévy trafican con armas para los comunistas que quieren apoderarse de Shanghai?
– No sé de qué me habla.
– Oh, cuánto lo siento. Tal vez me explico mal, mi francés es algo primario -dice el gángster chino bajando los ojos. El Kim intuye que detrás de su atildamiento, de sus maneras refinadas y de su piel fina y rosada se ocultan bastantes más años de los que aparenta-. Pero también lo es el suyo, monsieur. Porque usted no es francés, eso me han dicho.
– Le han dicho la verdad. Soy catalán y español, y créame si le digo que empiezo a estar harto de ser ambas cosas. Así que mi paciencia es escasa, especialmente ante un matón como usted disfrazado de vieja tortuga. ¿Qué quiere de mí?
Sin descomponer su sonrisa de porcelana, Du Yuesheng bebe un sorbo de champán y dice:
– No sea tan impulsivo, querido amigo. ¿Me permite una pregunta? ¿A qué ha venido a Shanghai?
– Si le digo que a comprarme un sombrero, como Shanghai Lily en 1932, no se lo va a creer.
– Tiene usted un curioso sentido del humor -sonríe Du Grandes-Oreilles-. Deberíamos entendernos. Vamos a ver… ¿Por qué mi honorable amigo no se sienta a mi mesa y acepta una copa de champán?
– Me gusta beber solo.
– Pasaremos por alto su falta de cortesía. De todos modos, quiero hacerle un favor.
– Veamos.
– He de sugerirle que se vaya usted de Shanghai.
– Eso ni lo sueñe.
– ¿Por qué no, monsieur? ¿Qué forma de hablar es ésa? -Du sonríe ampliamente-. Soñar es bueno. Se lo recomiendo.
– Nunca sueño despierto.
– No le creo. No estaría en Shanghai si no lo hiciera. Y bien, por lo menos ¿querrá usted cenar conmigo? Tenemos sopa de serpiente, raíces de loto y ju lai. ¿Sabe lo que es?
– Lengua de cerdo. No, gracias.
– Veo que ha hecho usted grandes progresos con mi lengua… En fin, ¿aceptaría usted un buen consejo, monsieur? -su tono es ya más crispado.
– No se moleste.
– En tal caso debo prevenirle: se va a meter en líos, monsieur.
– No suelo meterme en líos -dice el Kim fríamente-, pero si lo hago, sepa usted que voy hasta el final.
La orquesta toca ahora Amapola y, de repente, en los pliegues más vulnerables de la memoria, el Kim recupera por un instante a tu madre bailando en sus brazos muy despacio y como dormida, la cabeza recostada lánguidamente en su hombro: era su canción favorita y ella la tarareaba con frecuencia, una especie de abrigo contra la adversidad y los malos augurios. Mientras, Du Grandes-Oreilles observa atentamente la cara del Kim y con la voz suave añade:
– Le diré lo que va usted a hacer, monsieur Franch. Tomará usted un avión y regresará a Francia mañana mismo, vía Japón.
– Ya le he dicho que los aviones me marean.
– Entonces váyase en barco. Hay mil maneras de irse de Shanghai, monsieur, lo importante es que uno lo haga por su propio pie y no tengan que… empujarle -vuelve a sonreír y sus ojos se cierran casi del todo-. ¿Comprende?
– ¿Por qué ese interés en que me vaya, Du?
– Digamos que en Shanghai hay demasiados comunistas.
– ¿Es eso lo que piensa Omar?
– No sé lo que piensa este honorable caballero -dice Du, y su sonrisa se esfuma-. No es amigo mío.
– ¿De veras?
– Puede preguntárselo.
– Entonces, me informaron mal.
– En efecto -dice Du-. Y bien, monsieur, qué me responde. ¿Tendrá en cuenta mi consejo?
– Tengo otros planes. Y en ellos no entra perder mi tiempo con tipos como usted -dice el Kim. Y añade-: Jiax xì zhen zu.
Una expresión que en China se utiliza cuando alguien pretende engañarte mediante una comedia.