– ¿Por qué lloras, mamá? -dijo Susana arrodillándose en la cama, y en tono crispado le pidió -: ¡Por favor, no llores! ¡Por favor!

Se le pasó enseguida. Dijo hasta luego a todos y se fue apresuradamente. Pero aún no había llegado al pasillo cuando regresó, cogió a Forcat de la mano obligándole a levantarse y a seguirla cruzando deprisa el comedor y luego el pasillo corriendo siempre hasta la puerta de entrada, donde -supongo, siempre me gustó suponerlo-se despediría de él hasta la noche con un beso. Nunca lo vi, pero el recuerdo de la escena es tan vivo que suelo olvidar que nunca lo vi: sus bocas buscándose y chocando, de pie los dos y abrazados estrechamente en la penumbra del recibidor.

Horas después, cuando Susana hubo merendado su gran vaso de leche y su bocadillo y los hermanos Chacón llegaron de visita con sus bolsillos llenos de eucaliptos y sus fajos de tebeos y noveluchas atadas con cuerdas, desde la mágica y silenciosa galería ya encendida por el sol de la tarde volvíamos a viajar cogidos de la mano hacia la luminosa terraza del apartamento de Chen Jing Fang con vistas de los muelles y del río Huang-p’u, bajo la mirada estrábica de Forcat y al conjuro de su voz.

3

El Kim lleva tres días en Shanghai cuando Michel Lévy llama por teléfono desde la clínica Vautrin de París y habla largamente con su mujer. Luego pide hablar un momento con el Kim y ella le pasa a éste el teléfono en la terraza. El Kim está hojeando el periódico sentado bajo un parasol, y espera a que Chen Jing se retire de nuevo al salón para hablar con Lévy: Bonjour, amigo, ¿cómo va ese ánimo? Excelente, dice Lévy, ¿y tú qué tal? Bien, sin novedad. Tengo muy buenas noticias, Kim: la primera operación resultó un éxito y estoy muy animado; he de volver al quirófano, me queda la más difícil, pero tengo la suerte de cara y sé que todo saldrá bien y que muy pronto estaré de vuelta a casa. Y ahora dime: ¿cómo anda lo nuestro? ¿Hiciste lo que te pedí?

– Sólo en parte -dice el Kim-. Tengo el libro que querías, pero a Kruger nada más le he marcado, por el momento. Este asunto no puedo liquidarlo sin tomar muchas precauciones.

– Debes darte prisa -dice Lévy-. Kruger es listo y puede olerse algo.

– Correré ese riesgo -dice el Kim, y añade-: Te diré cómo veo el problema, capitán. Ahora más que nunca debo actuar de una forma limpia, desde la sombra y sin dejar rastro, porque una vez liquidado ese torturador del diablo quiero quedarme aquí, tal como te dije, trabajar contigo y traer a mi mujer y a mi hija… Quedamos en eso, ¿recuerdas? Otra cosa sería si después de darle a Kruger su merecido cogiera un avión y adiós Shanghai, si te he visto no me acuerdo. No quiero arriesgar mi futuro y el de mi familia. Tengo que preparar un plan y buscar la ocasión y luego quedar libre de toda sospecha, ¿me explico?

– Debes ser precavido, pero también rápido -dice Lévy-. El asunto no puede esperar. Y no pierdas de vista a Chen Jing, no me fío de este hijo de puta… Volveré a llamarte. Hasta pronto y suerte.

– Lo mismo digo, capitán. Suerte.

Nada más colgar el teléfono, Chen Jing sale de nuevo a la terraza seguida de su fiel sirvienta, que lleva una bandeja con bebidas.

– ¿Le apetece un té de jazmín, monsieur Franch? -dice la joven china sonriendo-. ¿O prefiere un martini seco? Sé prepararlos muy bien. Dice mi marido que mis martinis son los mejores que se pueden tomar en Shanghai… sin contar uno muy especial que prepara él, claro está.

– Seguro que Michel prefiere los que usted le prepara -dice el Kim-. A propósito, ¿tiene algún compromiso esta noche? ¿Va usted a salir?

– Mucho me temo que sí, monsieur. Lo siento.

– No diga eso. Siempre es un placer acompañarla.

Los ojos dorados de Chen Jing sonríen discretamente bajo la cadencia de un parpadeo indolente, de una frecuencia y un ritmo calculado, casi mecánico. Pero ese mismo ritmo inalterable, la sensualidad y la seda de los párpados moviéndose con lentitud, fascinan al Kim.

Escoltar a Chen Jing le ocupa ciertamente mucho más tiempo del que había pensado y en poco más de dos semanas ya conoce la vida nocturna y galante de Shanghai y toda la gama de la pintoresca fauna occidental y asiática que se halla aquí representada. Las notas de sociedad del North China Daily y del Shanghai Mercury recogen puntualmente la presencia de la señora Chen Jing Fang y del señor Franch en fiestas y recepciones. A ella le gusta además frecuentar los cabarets de moda y encontrarse con amigos en el Casanova, el Del Monte, el Little Club o el Ciro's. A veces la llama por teléfono algún matrimonio amigo para cenar juntos y luego ir al cine o a bailar, pero casi siempre prefiere salir sola, es decir, irremediablemente escoltada por el Kim, con el que suele bromear acerca de un emparejamiento que ya está dando que hablar en Shanghai más de lo que su marido, de hallarse aquí, habría consentido.

Una noche, en una recepción multitudinaria a orillas del lago del Oeste, en Hangzhou, el Kim se entretiene bromeando con Charlie Wong y su esposa y descuida un buen rato la vigilancia de Chen Jing, y de pronto, a unos cincuenta metros, entre el mar de cabezas de los asistentes, distingue a Kruger conversando con ella al pie de un abeto iluminado. El Kim se abre paso entre los invitados impetuosamente y antes de llegar junto a Chen Jing advierte que Kruger también le ha visto: sin apresurarse, pero obedeciendo clarísimamente a un impulso repentino, el alemán se despide de la hermosa china inclinándose para besar su mano y, acto seguido, da media vuelta y se pierde entre la concurrencia.

– ¿Conoce a este hombre? -El Kim ofrece un cigarrillo a Chen Jing, aparentando indiferencia-. Parece un tipo agradable.

– Quién no conoce a Omar en Shanghai -dice ella-. Pero le he tratado apenas un par de veces. Ha venido a saludarme y a interesarse por mi marido… ¿Por qué lo pregunta? ¿He corrido tal vez un serio peligro sin saberlo? -añade con una chispa irónica en los ojos.

En vez de enredarse en explicaciones, el Kim prefiere disculparse.

– Lo siento. Pero comprenda que, estando sola, cualquiera que se acerque a usted es para mí sospechoso…

– ¿Teme usted dejarme sola en medio de tanta gente, monsieur Franch?

– sonríe la joven china-. No debe usted preocuparse, estoy rodeada de amigos… Y ahora, ¿será tan amable de acercarse al bar y traerme una copa de champán?

El Kim le devuelve la sonrisa y le roza suavemente el codo con la mano.

– Será un placer acompañarla al bar y provocar la envidia de todos los hombres… Mire, ahí están Wong y Soo Lin con los Duprez.

– Pues vaya una diversión -Chen Jing suspira resignada-. Pero usted manda. Esta imprudente chinita jura solemnemente no alejarse ni un metro de su guardián… salvo si madame Duprez se empeña en contarme por enésima vez su famosa noche loca en París con Jean Gabin y la perrita Lulú.

– Es usted una mujer malvada -sonríe el Kim.

– ¿Lo cree de veras? Lo tomaré como un cumplido.

– ¿Y eso por qué?

– Porque siempre quise ser una mujer malvada.

En su recorrido habitual por los clubs nocturnos, Chen Jing no ha incluido ni una sola vez el Yellow Sky de Omar, de lo cual el Kim se alegra; desea conocer el refugio del ex nazi, pero naturalmente solo, en cuanto disponga de una noche libre.

La ocasión se presenta un domingo muy caluroso, poco antes de sentarse en la terraza de Chen Jing sobre el Bund, al comunicarle Deng que madame pide disculpas por no acompañarle en la cena: una fuerte jaqueca la ha obligado a acostarse y hoy no piensa salir, por lo que ruega a monsieur que disponga de la noche para sí mismo como mejor le parezca.

Después de cenar, servido ceremoniosamente por el criado chino, el Kim se hace llevar por un coolie al Yellow Sky Club, en Shantung Road. El local, muy concurrido, es grande y lujoso, decorado en amarillo y rojo, con una resplandeciente pista de baile y sala de juego. En la barra del bar el Kim pide un whisky y observa a la clientela, mientras la orquesta toca Siboney y algunas parejas bailan embelesadas. En todas las mesas alrededor de la pista hay una lamparita roja y una rosa amarilla de largo talle metida en un esbelto jarrón de cristal. Y también llama su atención, en una de las mesas al borde de la pista, una joven china muy elegante, de ojos rasgados y bonitas piernas, que está sola: vestida enteramente de rojo con un ceñido chipao de cuello alto y cortes laterales en la falda, se mira displicente las uñas de púrpura encendida y fuma un cigarrillo del mismo rojo color, sentada frente a un largo vaso de grosella. Tras ella, al fondo del local y alrededor de la ruleta, se oyen voces de júbilo, una suave explosión de alegría y de sorpresa.


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