Pero sin entrar en esta discusión, permitidme referiros lo que he visto por mis propios ojos. Un día que no tenía ya plomos, di casualmente con el ciervo más gallardo del mundo. Detúvose el animal y me miró fijamente, como si supiera que mi bolsa de municiones estaba ya vacía. Al instante eché a la escopeta una carga de pólvora y en vez de plomo un puñado de huesos de cerezas, a las que desembaracé de su carne lo más pronto que pude, y le envié el total a la frente entre los dos cuernos. Aturdido del tiro, vaciló un momento; pero se rehízo luego y desapareció. Un año o dos después, volví a pasar por el mismo bosque y ¡oh sorpresa!, vi un magnífico ciervo que llevaba entre los cuernos un cerezo de diez pies de alto cuando menos.
Recordé entonces mi primera aventura, y considerando al animal como una propiedad mía de mucho tiempo atrás, lo tendí en tierra de un balazo, ganando así al mismo tiempo el asado y los postres; porque el árbol estaba cargado de fruta y la más deliciosa y exquisita que en mi vida había comido.
¿Quién puede asegurar, en virtud de esto, que algún piadoso y apasionado cazador, abad u obispo, no hubiera sembrado del mismo modo la cruz entre los cuernos del ciervo de San Humberto? Sabido es desde siempre que tales señores fueron y son diestros en plantar cruces y cuernos.
En los casos extremos un buen cazador recurre a cualquier medio, antes de malograr una buena ocasión; y yo mismo me he visto muchas veces obligado a salir de los lances más peligrosos a fuerza de habilidad.
¿Qué diré, por ejemplo, del caso siguiente?
Encontrábame una vez, a la caída de la tarde, falto de municiones en un bosque de Polonia; y me volvía yo a mi casa, cuando un enorme oso, con tamaña boca abierta, sale a mi encuentro y me corta el paso con la peor intención del mundo. En vano busco en todos mis bolsillos pólvora ni balas; sólo hallé dos piedras de chispas, reserva que tengo la costumbre de llevar siempre por precaución, y le lancé al animal una de ellas, que penetró hasta el fondo de su tragadero. No habiéndole hecho maldita la gracia mi duro tratamiento, da media vuelta y me permite así enviarle la segunda piedra a la parte que no puede mentarse. El recurso no pudo ser más eficaz. No sólo llegó a su dirección el segundo pedernal, sino que entró tan adentro en su camino, que encontró al primero: el choque produjo fuego, y el oso estalló con una explosión terrible. Estoy seguro de que un argumento a priori lanzado así contra un argumento a posteriori, haría en moral un efecto análogo en más de un sabio.
Estaba escrito que yo debía ser atacado por los más terribles y feroces animales, precisamente en los momentos en que estaba menos preparado a hacerles frente, como si su propio instinto les hubiera advertido mi debilidad. Así es que una vez que acababa de quitar la piedra de mi escopeta para arreglarla, en aquel momento crítico, un oso traidor se lanzó a mí aullando. Todo lo que yo podía hacer era refugiarme en un árbol para prepararme a la defensa. Por desgracia, al trepar a él, dejé caer mi cuchillo, y no tenía ya más que los dedos; cosa insuficiente para arreglar mi piedra. El oso se dirigía al pie del árbol y yo esperaba ser devorado de un momento a otro.
Hubiera podido encender el cebo de mi escopeta sacando chispas de mis ojos, como lo había hecho en otra ocasión; pero semejante expediente no me tentaba mucho, que digamos, como quiera que me había producido una inflamación de ojos, de que no estaba aún completamente curado. Así es que miraba con despecho mi cuchillo clavado de punta en la nieve; pero todo mi despecho no mejoraba, ni mucho menos, las cosas.
Por fin se me ocurrió una idea tan singular como feliz. Todos sabéis por experiencia que el verdadero cazador lleva siempre, como el filósofo, todos sus bienes consigo: por lo que a mí hace, mi morral de caza es un verdadero arsenal donde encuentro recursos para todas las eventualidades. Registré mi morral y saqué, primero, un ovillo de cordón, después un pedazo de hierro encorvado y luego una caja de pez, que me metí en el seno para ablandarla, estando endurecida por el frío. Até enseguida al cordón el fragmento de hierro, que unté abundantemente de pez, y lo dejé caer rápidamente a tierra. El hierro empecinado se adhirió al mango del cuchillo tanto más cuanto que la pez se enfriaba al contacto del aire, formando como un cemento. Maniobrando así con precaución y destreza, logré al fin apoderarme otra vez del cuchillo.
Apenas hube arreglado mi piedra de chispas, cuando maese Martín, el oso, se creyó en el deber de escalar el árbol.
– ¡Pardiez! -exclamé-; preciso es ser oso para elegir así el momento.
Y lo recibí con tan acertada descarga que perdió para siempre las ganas de subir a los árboles.
Otra vez fui estrechado tan de cerca por un lobo, que para defenderme no tuve más recurso que hundirle el puño en las mismas fauces. Impulsado por el instinto de conservación, hundí el puño más, y más el brazo, hasta que me llegó el lobo al mismo hombro. Pero ¿qué hacer después de esto? Pensad en mi situación, que era comprometida, cara a cara con un lobo; y puedo aseguraros que no nos mirábamos con buenos ojos. Si sacaba el brazo, la fiera se me echaba encima infaliblemente, pues veía claramente su intención en sus ojos fulminantes. No había que perder tiempo: conque le agarré las entrañas, tiré hacia mí y volví el lobo del revés, ni más ni menos que un guante, dejándolo muerto sobre la nieve.
Ciertamente no habría empleado este procedimiento con un perro rabioso que me olía en una calle de San Petersburgo.
– Esta vez -me dije-, no hay más remedio que darse con los talones en las posaderas.
Y para correr más y mejor arrojé mi capa y me refugié cuanto antes en mi casa. Envié después a mi criado a recoger mi capa, que puso en el armario con la demás ropa mía.
El día siguiente oí un gran ruido en la casa, y al poco vino Juan diciéndome:
– ¡Por Dios, señor barón! Vuestra capa está rabiosa.
Salgo sin demora y veo toda mi ropa hecha pedazos. No había mentido el chusco: mi capa estaba, en efecto, rabiosa. Llegué precisamente en el momento en que la furibunda se las había con una casaca nueva de gala, y era cosa de ver cómo la sacudía y despedazaba de la manera más lastimosa.
CAPITULO III
En todas estas circunstancias difíciles, de que triunfé felizmente, aunque siempre con peligro de la vida, el valor y la presencia de ánimo me permitieron superar tantos obstáculos. Estas dos cualidades hacen, como todos saben, al buen cazador, al buen soldado y al buen marino. Sin embargo, sería un cazador, un almirante o general imprudente y censurable el que confiara para todo en su valor y presencia de ánimo, sin valerse de los ardides, instrumentos y auxiliares que pueden asegurar el logro de sus empresas. De mí sé decir que estoy a cubierto de este cargo, como quiera que puedo vanagloriarme de haber sido siempre citado así por la excelencia de mis caballos y perros, como por la notable habilidad de utilizarlos.
No querría hablaros de los pormenores de mis caballerizas, de mis perreras, ni de mis salas de armas, como tienen costumbre de hacerlo los palafreneros y picadores; pero no puedo menos de hablaros de dos de mis perros que se distinguieron tan particularmente a mi servicio, que no los olvidaré jamás.
Era el uno un perdiguero, tan infatigable, tan inteligente, tan discreto, por decirlo así, que nadie lo podía ver sin envidiármelo. Lo mismo me servía de día que de noche: de noche le ataba al rabo una linterna, y de este ingenioso modo cazaba tan bien o acaso mejor que de día claro.
Poco tiempo después de mi casamiento, hubo de manifestar mi esposa deseos de asistir a una partida de caza. Tomé yo la delantera para levantar alguna pieza, y muy pronto vi a mi perro detenido ante una bandada de algunos centenares de perdices. Esperé a mi esposa, que venía en zaga con mi teniente y un criado, y la esperé mucho tiempo sin que ella ni nadie apareciera. En fin, demasiado inquieto para esperar más, volví a desandar mis pasos, y cuando estuve a la mitad del camino, oí gemidos lastimeros, que parecían salir de muy cerca; pero por ninguna parte se veía huella ni señal de ser viviente.