Eché pie a tierra, apliqué el oído al suelo, y no sólo me convencí de que los gemidos eran subterráneos, sino que distinguí también la voz de mi esposa, de mi teniente y de mi criado. Observé al mismo tiempo que no lejos del sitio en que estaba se abría un pozo de mina de hulla, y con esto no dudé ya que mi esposa y sus desgraciados compañeros hubieran caído en él. Corrí a galope tendido al pueblo inmediato a buscar a los mineros, los cuales, después de grandes esfuerzos, lograron sacarlos del pozo, que tenía lo menos noventa pies de profundidad.

Subieron primero al criado y su caballo; después al teniente y el suyo, y por último a mi esposa y su yegua. Pero lo más curioso del caso fue que, a pesar de tan espantosa caída, nadie, ni personas, ni animales, recibió daño, fuera de algunas insignificantes contusiones; pero todos estaban poseídos de terror. Como podéis imaginar, no había ya que pensar en la partida de caza, y si, como lo supongo, habéis olvidado a mi perro durante esta narración, me dispensaréis que yo lo haya olvidado igualmente, después de tan terrible acontecimiento.

El día siguiente debía partir para asuntos del servicio, y estuve quince días fuera de mi casa. Luego que estuve de regreso, pregunté por mi Diana. Nadie se había cuidado de ella: mis criados creyeron que me había seguido a mi expedición; y no siendo así, había que renunciar a verla más.

Pero muy pronto una idea luminosa pasó por mi cabeza.

– Acaso se quedara en muestra ante la bandada de perdices de marras -dije para mí-.

Corro sin demora allá, lleno de esperanza y de alegría, y… ¿qué es lo que encuentro? A mi misma perra inmóvil en el mismísimo paraje en que la había dejado quince días antes.

– ¡Salta! -le grité-.

Y el pobre animal salió entonces de su parada y levantó la caza; pero apenas tuvo fuerza para venir detrás de mí: tan extenuado y famélico estaba. Para llevármelo a casa, me vi obligado a tomarlo a caballo; pero ya comprenderéis que me sometí con gusto a esta incomodidad, a trueque de recobrarlo. Algunos días de reposo y buen trato bastaron para volverlo a su estado normal, y hasta muchas semanas después no me encontré en aptitud de resolver un enigma, que sin mi perra acaso no hubiera resuelto nunca.

Sucedió que por espacio de dos días anduve obcecado y tenaz en persecución de una liebre. Mi perra me la traía siempre a tiro y yo no lograba nunca tirarle. No creo en hechicerías, porque he visto cosas extraordinarias para eso; pero confieso que salí con las manos en la cabeza del lance con aquella maldita liebre. Por fin me acerqué tanto a ella, que la tocaba con la boca del cañón de mi escopeta. Entonces le hice dar una voltereta y… ¿qué creeréis, señores, que encontré? Mi liebre tenía cuatro patas en el vientre y otras cuatro en el lomo; y con esto, cuando los pares de abajo estaban fatigados, se volvía como un hábil nadador que hace alternativamente el pez y el barco, y arrancaba de refresco con más garbo.

No he visto ni antes ni después liebre semejante a ésta, y seguramente se me hubiera escapado sin la ayuda de mi inteligente e infatigable Diana. Esta perra aventajaba a todos los individuos de su raza, de tal manera que no temería ser tachado de ponderativo llamándola única, si una lebrela que poseía no le hubiera disputado este mérito. Este animalito era menos notable por su estampa y casta que por su increíble rapidez. Si lo hubierais visto, lo habríais admirado seguramente y no habríais extrañado que yo lo estimara tanto y me complaciera en cazar con él más que con los otros. Esta lebrela corrió tan rápidamente y tanto tiempo a mi servicio, que se gastó las patas hasta por debajo del jarrete, y en su vejez pude emplearla ventajosamente en otros oficios.

Cuando este interesante animal era aún lebrela, o por mejor decir, galga, levantó una liebre, que me pareció extraordinariamente gorda. La perra estaba a la sazón preñada, y me pesaba en verdad ver los esfuerzos que hacía por correr tan rápidamente como antes.

De repente oí ladridos como si anduviera por allí una jauría entera, aunque débiles y agudos; fuime acercando en aquella dirección, y vi entonces la cosa más sorprendente del mundo.

La liebre había parido corriendo, y mi perra, por no ser menos, había hecho otro tanto, habiendo nacido precisamente tantos lebratinos como perros. Por instinto, habían huido los primeros, y por instinto también, no solamente los habían perseguido los segundos, sino que también los habían cogido; de manera que vino a terminar con seis perros y seis liebres una partida de caza que había comenzado con una sola liebre y un solo perro.

Al recuerdo de esta admirable perra no puedo menos de añadir el de un excelente caballo lituano, que era en verdad un animal sin precio. Lo adquirí a consecuencia de una casualidad que me dio ocasión de mostrar gloriosamente mi destreza de jinete, lo que ocurrió de esta manera:

Hallábame en el palacio del conde de Przobowski, en Lituania, y me había quedado en el salón tomando el té con las damas, mientras los caballeros habían ido al patio a ver un hermoso potro de raza recién traído de la yeguada. De repente oímos un grito de angustia.

Bajé apresuradamente la escalera y encontré al caballo tan furioso, que nadie se atrevía a montarlo, ni aun a acercarse a él siquiera; los jinetes más resueltos permanecían allí embarazados e inmóviles, y el espanto se pintaba en todas las caras, cuando de un brinco quedé yo muy bien sentado en su silla; lo sorprendí y quedó desde luego dominado con esta audacia; mis aptitudes hípicas acabaron de domarlo y hacerlo obediente y manso.

A fin de tranquilizar a las damas, hice saltar al potro al mismo salón, pasando por la ventana; hice con él otras muchas suertes al paso, al trote y al galope; y para terminar, le hice saltar sobre la mesa, donde ejecuté las más elegantes evoluciones de la alta escuela, lo que regocijó mucho a la reunión; porque hay que añadir que el potro se dejó gobernar tan bien, que no quebró ni siquiera un vaso.

Este acontecimiento me granjeó el favor de las damas, y especialmente del conde, el cual me rogó, con su habitual cortesía, que tuviera a bien aceptar el potro, para que me condujera a la victoria en la próxima campaña contra los turcos que iba a abrirse a las órdenes del conde de Munich.

CAPÍTULO IV

AVENTURAS DEL BARÓN EN LA GUERRA CONTRA LOS TURCOS

Hubiera sido difícil ciertamente hacerme un obsequio más grato que éste, de que me prometía mucho en la próxima campaña y que debía servirme para hacer mis pruebas. Un caballo tan dócil y tan fogoso, un cordero y un bucéfalo a la vez, debía recordarme los deberes del soldado, y al mismo tiempo los heroicos hechos realizados por el joven Alejandro en sus famosas guerras.

El objeto principal de nuestra campaña era restablecer el honor de las armas rusas, que había sido un tanto humillado en el Pruth, en tiempo del zar Pedro; y lo conseguimos después de rudos, pero gloriosos combates, y gracias a los talentos militares del general nombrado más arriba.

La modestia prohíbe a los subalternos atribuirse altos hechos de armas: la gloria debe referirse comúnmente a los jefes, por ineptos que sean, y a los reyes que no han sentido nunca el olor de la pólvora, sino en el ejercicio, ni han visto maniobrar a un.ejército, sino en gran parada.

Así pues, yo por mí, no reivindico la menor parte de la gloria que nuestro ejército alcanzó en muchos empeños. Todos cumplimos con nuestro deber, palabra que en boca del ciudadano, del soldado, del hombre de bien tiene una significación mucho más lata de lo que imaginan los señores bebedores de cervezas [5].

Como yo mandaba entonces un cuerpo de húsares, tuve que ejecutar diferentes expediciones, cuyo éxito se confiaba enteramente a mi valor y experiencia: para ser justos, sin embargo, debo decir aquí que gran parte de este feliz éxito se debe a los valientes camaradas que yo conducía a la victoria.

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[5] Politicastros de salón.


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