Trepé ligeramente hacia el astro, al cual llegué sin tropiezo ni estorbo. Pero no fue pequeño el trabajo de buscar mi hacha de plata allí donde todos los objetos son igualmente de plata.

Por fin la encontré sobre un haz de paja. Entonces pensé en la vuelta. Pero ¡oh desesperación! El calor del sol había marchitado el tallo de mi guisante, de tal manera, que no podía intentar descender por la misma vía sin arriesgarme a romperme la crisma.

¿Qué hacer en semejante apuro?

Trencé con la paja una cuerda de toda la extensión que pude darle; la até por un extremo a un cuerno de la Luna y me deslicé cuerda abajo. Me sostenía con la mano derecha y tenía el hacha con la izquierda. Llegado que hube en mi descenso al extremo de la cuerda, corté la porción superior y la anudé al extremo inferior, y repitiendo muchas veces la misma operación, acabé, después de algún tiempo, por distinguir, por debajo de mí, el campo del sultán.

Podía estar entonces a una distancia de dos leguas de la Tierra, allá en las nubes, cuando la cuerda se rompió y caí tan rudamente al suelo que me quedé casi aturdido. Mi cuerpo, cuyo peso había aumentado en razón de la distancia y celeridad, hizo en tierra un hoyo de diez pies de profundidad,, lo menos. Pero la necesidad es buena consejera; y con mis uñas de cuarenta años me labré unas escaleras, pudiendo de esta manera volver a la luz del día.

Aleccionado por esta experiencia, hallé mejor medio de desembarazarme de los osos, enemigos de mis abejas y colmenas. Untaba de miel la lanza de una carreta, y me ponía en acecho, no lejos de allí, durante la noche.

Un oso enorme, atraído por el olor de la miel, llegó y se puso a lamer tan ávidamente el extremo de la lanza, que acabó por introducírsela toda en las fauces, en el estómago y en las entrañas.

Cuando estuvo bien pasada, acudí rápidamente, metí una gran clavija en el agujero que horadaba la punta de la lanza, y cortando así la retirada al goloso, lo dejé en esta posición hasta el día siguiente por la mañana. El sultán, que fue a pasearse por las cercanías, se desternillaba de risa viendo la mala partida que le había jugado al oso.

Poco tiempo después, ajustaron los rusos la paz con los turcos, y fui enviado a San Petersburgo con buen número de prisioneros de guerra.

Tomé allí mi licencia y salí de Rusia en el momento de aquella gran revolución que estalló hace unos cuarenta años, y de cuyas resultas el emperador, niño de pecho todavía, con su madre y su padre, el duque de Brunswick, el general Munich y tantos otros fueron desterrados a Siberia.

Hizo aquel año tal frío en toda Europa, que hasta al mismo Sol le salieron sabañones, cuyas señales se ven aún en su cara. Con esto, hube de sufrir yo mucho más a mi vuelta de Rusia que a mi ida al imperio moscovita.

Habiéndose quedado en Turquía mi lituano, tuve necesidad de viajar en posta. Y sucedió que habiéndonos metido en un camino hondo y limitado por altos setos, previne al postillón que hiciera una señal con su cuerno a fin de evitar que otro carruaje se metiera también en el callejón del camino por el lado opuesto.

El postillón obedeció, o mejor dicho, quiso obedecer, soplando con todas sus fuerzas el cuerno; pero todos sus esfuerzos fueron inútiles: no pudo sacar una nota; lo que, en primer lugar, era incomprensible, y luego muy embarazoso, como quiera que no tardamos en ver venir hacia nosotros un carruaje que ocupaba toda la anchura del camino.

Al momento salté a tierra y comencé por desenganchar los caballos; después tomé a cuestas el carruaje con sus cuatro ruedas y todo el equipaje y salté con esta carga al campo por encima de la rampa y del seto de la orilla, que no tenía menos de nueve pies, lo que no era una bagatela; y de un segundo salto, volví a poner la silla de postas en el camino más allá del otro coche.

Hecho esto volví hacia los caballos, tomé uno bajo cada brazo y los transporté por el mismo procedimiento adonde estaba la silla; después de lo cual enganchamos otra vez y continuamos sin contratiempo nuestro viaje hasta el parador inmediato.

Se me olvidaba deciros que uno de mis caballos, muy joven y fogoso, por poco no me causa mucho daño, pues en el momento en que salvaba yo por la segunda vez el seto se puso a forcejear con las patas de tal modo, que me hallé un momento muy embarazado; pero enseguida le impedí que continuara en semejante ejercicio metiéndole las patas traseras en los bolsillos de mi casaca.

Llegado que hubimos al parador, colgó el postillón su cuerno en un clavo de la chimenea y nosotros nos sentamos a la mesa.

Ahora bien, escuchad lo que sucedió:

¡Taratá! ¡Taratá! ¡Tata! ¡Tata!

Era el cuerno que se puso a tocar solo.

Nosotros nos quedamos con la boca abierta, preguntándonos qué diablos significaba aquello.

He aquí la explicación:

Imaginaos que las notas se habían helado en el cuerno, y que deshelándose poco a poco por el calor, iban saliendo claras y sonoras en honor del postillón, porque el interesante instrumento nos dio música por espacio de media hora sin necesidad de que nadie le soplara.

Primero nos tocó la Marcha prusiana; después, Sin amor y sin vino; luego, Cuando estoy triste, y Anoche Miguel, y otras muchas tonadas populares, entre ellas la balada Todo reposa en los bosques.

Esta aventura fue la última de mi viaje a Rusia.

Tienen muchos viajeros la costumbre, al narrar sus aventuras, de tirar de largo contando más de lo que han visto. No es, pues, extraño que los lectores sean desconfiados y propensos a la incredulidad.

Sin embargo, si hubiera en la honorable reunión alguien que dudara de la veracidad de lo que afirmo, sintiendo por mi parte esa falta de confianza, le aconsejo que lo mejor que puede hacer es retirarse antes de que comience la narración de mis aventuras por mar, que son más extraordinarias todavía, bien que no menos auténticas.

CAPITULO VI

PRIMERA AVENTURA POR MAR

El primer viaje que hice en mi vida poco tiempo antes del de Rusia, cuyos episodios principales os acabo de contar, fue un viaje por mar.

Estaba aún en pleito con los gansos, como solía repetirme mi tío, el mayor, y no se sabía aún exactamente si el vello blanco rubio que cubría mi barbilla sería grama o barba, cuando ya eran los viajes mi única poesía y mi aspiración única.

Mi padre había pasado la mayor parte de su juventud viajando, y amenizaba las largas veladas de invierno con la verídica narración de sus numerosas aventuras.

Así pues, puede atribuirse mi afición tanto a propensión natural, como a la influencia del ejemplo paterno.

En resumen, aprovechaba todas las ocasiones que a mi parecer podían suministrarme los medios de satisfacer mi insaciable deseo de correr mundo; pero todos mis esfuerzos eran vanos.

Si por casualidad lograba inclinar un tanto la voluntad de mi padre, mi madre y mi tía forzaban entonces la resistencia con más obcecación, y enseguida perdía las ventajas que con tanto trabajo había adquirido.

En fin, quiso la casualidad que uno de mis parientes maternos fuera a hacernos una visita. Muy en breve fui yo su favorito: decíame con frecuencia que era yo un alegre y gallardo mozo, y que estaba en ánimo de hacer todo lo posible para ayudarme a realizar mis anhelos.

En efecto, su elocuencia fue más persuasiva que la mía, y después de un cambio de exposiciones, réplicas y objeciones, hubo de decidirse, a satisfacción mía, que lo acompañara a Ceilán, donde su tío había sido gobernador por espacio de muchos años.

Partimos de Amsterdam encargados de una importante misión de los Altos Poderes de los Estados de Holanda, y nuestro viaje no ofreció nada de particular, a excepción de una tremenda tempestad a la que debo consagrar algunas palabras en razón de las singulares consecuencias que trajo.


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