Un día en que rechazábamos una salida de los turcos bajo los muros de Oczakow, se halló la vanguardia muy comprometida. Yo ocupaba un punto bastante avanzado, y vi de pronto venir por la parte de la ciudad un cuerpo enemigo envuelto en una nube de polvo, que impedía apreciar su número y distancia. Rodearme de otra nube igual, hubiera sido una estratagema vulgar y además habría malogrado mi objeto. Desplegué, pues, en guerrilla mis tiradores en las alas de mi tropa, recomendándoles hacer todo el polvo que pudieran, mientras yo iba derecho al enemigo a fin de averiguar exactamente los datos que me importaban.
Alcncélo y se resistió tenazmente hasta que mis tiradores llegaron y pusieron en desorden sus filas. Con esto, lo dispersamos completamente, hicimos en él gran destrozo y lo rechazamos no solamente a la plaza, sino más allá todavía, como quiera que huyó por la parte opuesta; obteniendo así nosotros un resultado que no nos habíamos atrevido a esperar.
Como mi lituano se bebía los vientos, me hallé yo el primero a espaldas de los fugitivos; y viendo que el enemigo corría hacia la otra salida de la ciudad, creí conveniente hacer alto en la plaza del mercado y dar orden de tocar llamada. Pero figuraos mi asombro no viendo a mi alrededor ni trompeta, ni ordenanza, ni a ninguno de mis húsares.
– ¿Qué diablos ha sido de ellos? -dije entre mí-. ¿Se habrán diseminado por las calles?
No debían, sin embargo, estar muy lejos, ni tardar, por consiguiente, en alcanzarme. Entretanto, llevé mi caballo al agua a una fuente situada en medio de la plaza. Púsose a beber de una manera inconcebible, sin que, al parecer, apagara su sed extraordinaria. Muy pronto tuve la explicación de este fenómeno, porque al volverme para ver si venían los míos, vi con asombro… ¿qué diréis que vi, señores? Pues vi que a mi caballo le faltaba todo el cuarto trasero, cortado netamente de un tajo. El agua, pues, se escapaba por detrás a medida que entraba por delante, sin que el pobre animal conservara una gota.
¿Cómo diablos había sucedido esto?
Yo no acertaba a explicármelo; hasta que al fin llegó un húsar por la parte opuesta, y en medio de un torrente de cordiales felicitaciones y enérgicos juramentos, me refirió lo siguiente:
Mientras yo me lancé atropelladamente por en medio de los fugitivos, dejaron caer súbitamente el rastrillo de la puerta, el cual había partido a tajo limpio mi caballo. Esta segunda parte del bruto había quedado al principio entre los enemigos, en los que hizo grandes estragos. Después, no pudiendo penetrar en la plaza, se había dirigido a un prado inmediato, donde sin duda lo encontraría yo si iba a buscarlo.
Al punto volví grupa, aunque no la tenía mi cabalgadura, y corrí a la pradera al galope de mi medio caballo, y con gran contento mío hallé efectivamente la otra mitad, que se entregaba a las más ingeniosas evoluciones y pasaba alegremente el tiempo con las yeguas que por allí pacían.
Convencido, por consiguiente, de que las dos mitades de mi caballo estaban vivas, envié a llamar a nuestro veterinario, que sin perder tiempo las unió exactamente con tallos de laurel que había en el paraje, y la herida se curó felizmente.
Sucedió luego lo que no podía menos de suceder tratándose de un animal tan superior: los tallos de laurel echaron raíces en su cuerpo, brotaron y formaron a mi alrededor una enramada a cuya sombra me fue posible dar feliz remate a más de una acción gloriosa.
He de referiros aquí un ligero inconveniente que resultó de este brillante empeño. Había acuchillado al enemigo tan vigorosa e implacablemente y por tanto tiempo, que hubo de contraer mi brazo el hábito de ese mismo movimiento de acuchillar turcos, aun cuando los turcos habían quedado ya fuera de combate. Temiendo acuchillarme a mí mismo, y, sobre todo, acuchillar a los míos, cuando se me acercaban, me vi obligado a llevar el brazo en cabestrillo por espacio de ocho días, como si hubiera estado herido.
Cuando un hombre monta un caballo como mi lituano, bien podéis creerlo capaz de ejecutar otra hazaña que a primera vista parece fabulosa. Manteníamos el sitio de una plaza, de cuyo nombre no quiero acordarme, y era de la mayor importancia para el general saber lo que pasaba dentro. Imposible parecía poder entrar en plaza tan bien defendida, porque hubiera sido preciso abrirse paso a través de las avanzadas, de las líneas de tropa y de las obras de fortificación: nadie, por consiguiente, se atrevía a encargarse de tan arriesgada empresa.
Confiado, en demasía acaso, en mi valor, y llevado de mi celo, fui a colocarme al lado de un enorme cañón, y en el momento de salir el tiro, me lancé sobre la bala con el fin de penetrar en la plaza, cabalgando sobre ella; pero cuando estuve a la mitad del camino, se me ocurrió una reflexión.
– Entrar… bien -me dije-; pero ¿y salir? ¿Qué va a suceder una vez dentro de la plaza?… Se me tendrá por espía y se me ahorcará en el árbol más inmediato… Esto no es un fin digno de Münchhausen.
Habiendo hecho esta reflexión, seguida de muchas otras del mismo género, vi otra bala dirigida desde la fortaleza contra nuestro campo, la cual bala pasaba a poca distancia de mí. Salté, pues, sobre ella y volví adonde estaban los míos, sin haber realizado mi proyecto, ciertamente; pero, al menos, sano y salvo.
Si yo era listo en el volteo, no lo era menos mi famoso caballo: ni vallas, ni fosos lo detenían, yendo siempre derecho como una flecha. Un día, una liebre que yo perseguía cruzó el camino real: en aquel momento crítico, un carruaje en que iban dos damas, vino a interponerse entre la pieza perseguida y el caballo en que yo la perseguía de cerca… Mi lituano atravesó tan ligera y rápidamente el carruaje, cuyos vidrios había roto, que apenas tuve tiempo de quitarme el sombrero para saludar a las damas y pedirles dispensa de aquella libertad.
Otra vez quise saltar un pantano, y cuando me hallaba en mitad del camino, noté que era demasiado grande, o más de lo que yo había creído. Sin perder tiempo, volví grupa en medio de mi arranque, y caí en la misma orilla que acababa de dejar para tornar más distancia. Pero me engañé también esta vez y caí en el lago, en que me hundí hasta el cuello. Allí habría perecido infaliblemente, si con la fuerza de mi propio brazo no hubiera tirado de mi coleta, sacándome a mí y a mi caballo, al que estrechaba fuertemente entre mis piernas.
CAPITULO V
A pesar de todo mi valor, a pesar de la rapidez y destreza de mi caballo, no siempre me llevé la victoria en la guerra contra los turcos; hasta tuve la desgracia de caer prisionero de ellos, y lo que es más triste aún, aunque sea una costumbre entre aquellas gentes non sancta, de ser vendido como esclavo.
Reducido a este estado de humillación, hacía un trabajo menos duro que singular, menos denigrante que insoportable. Estaba encargado de llevar todas las mañanas al campo las abejas del sultán, guardarlas todo el día y traerlas a su colmena al anochecer.
Una tarde me faltó una abeja; pero noté al punto que había sido atacada por dos osos que pretendían despanzurrarla para sacarle la miel. No teniendo a mano otra arma que el hacha de plata, que es el signo distintivo de los jardineros y labradores del sultán, se la arrojé a los rapaces osos con el fin de espantarlos.
Conseguí efectivamente libertar a la pobre abeja; pero el impulso dado al hacha por mi brazo fue tan violento, por mal de mis pecados, que el signo de plata de mi dichosa jurisdicción se elevó tan alto en los aires, que fue a caer nada menos que en la Luna. ¿Cómo recobrar el hacha? ¿Dónde hallar una escala para subir por ella?
Recordé entonces que el guisante de Turquía crece rápidamente a una altura extraordinaria, y planté inmediatamente uno que comenzó a crecer desde luego y fue a enroscar el extremo de su tallo a uno de los mismos cuernos de la Luna.