Su primer pensamiento fue que iba un poco rápida. El segundo: «¡¡¡Dios!!!». En su visión periférica todo se volvió rojo por el dolor, por aquel dolor insoportable y sordo de sus pelotas que se extendió como una sacudida eléctrica a sus caderas y de ahí a las piernas y la columna. Otra vez. Le dolía tanto que ni siquiera era capaz de pensar. Pero en algún lugar perdido en el fondo de su mente comprendió. Le estaba golpeando las pelotas. No, golpeando no, aporreando. Cogía impulso y disparaba, como un cohete.

Doe trató de apartarse, de salir, pero tenía la espalda contra el asiento y con aquel continuo pum pum pum, sentía tanto dolor que arriba se convirtió en abajo, la derecha en la izquierda. No sabía por dónde tenía que ir. Así que trató de sacar la pistola.

En algún nivel, su cerebro sabía que no era buena idea dispararle en la parte de atrás de su LTD con la polla fuera, en su propiedad, después de que sabe Dios cuánta gente le hubiera visto detenerla y su coche aún estuviera abandonado al lado de la carretera. Por otro lado, también tenía la idea imprecisa de que si conseguía meterle una bala en esa estúpida cara, pararía y el dolor desaparecería. De alguna forma el dolor estaba vinculado al hecho de que la mujer estuviera viva. No tenía sentido, e incluso él lo sabía, pero no le importaba.

El problema es que ya no tenía la pistola. Todo estaba borroso, distorsionado. Doe palpaba, tratando de encontrar su cinturón, pero no estaba. Lo otro es que, aunque el dolor seguía ahí, los golpes habían parado. Eso era una mejora.

Aunque no mucho. Lisa se las había arreglado para quitarle el cinturón, zorra tramposa, así que tenía sus llaves, la porra. Y la pistola. Por debajo de la cintura, el dolor parecía subir y bajar. Por Dios, ojalá no le hubiera destrozado las pelotas. El horizonte cambió y Doe comprendió que estaba tendido de lado sobre el asiento. Ella estaba delante, de pie, fuera del coche, con la camiseta hecha un higo y mojada por las lágrimas o el sudor, con el pelo desordenado, como una psicópata enloquecida de una película porno.

– Maldito cabrón -dijo ella.

Le estaba apuntando con la pistola, y eso no le gustó, pero a pesar del dolor Doe vio que ni siquiera sabía cómo sujetar el arma: la aguantaba con las dos manos, como un poli en alguna película estúpida. Seguramente nunca había disparado, así que lo más probable es que no hubiera quitado el seguro. Aunque, con lo lista que era, esa era capaz de descubrirlo. Aun así, por mucho que fuera la perra más astuta del mundo, si Doe hubiera podido mover el cuerpo por debajo de la cintura se habría levantado, le habría quitado la pistola y le habría aplastado esa nariz de patata que tenía. Eso es lo que habría hecho.

– Me has preguntado qué hago para el Canal 8, ¿verdad? Pues soy reportera, desgraciado. Ya puedes ir preparándote para las pruebas de cámara.

Cerró la puerta de una patada y lo dejó atrapado en la parte de atrás.

El olor a estiércol de la laguna lo envolvía como un insulto, como una risa grande y fea, como una inspección de Hacienda. Estaba atrapado. Le dolía mucho. Le habían hecho mierda las pelotas. El Yoo-hoo y el bourbon giraban amenazadoramente en su estómago y luego subieron a su pecho, sus brazos, la cara. Se desmayó, y estuvo así hasta la mañana siguiente, cuando su ayudante lo encontró y lo despertó con unos toquecitos delicados y burlones en la ventanilla.

4

El corazón me latía con violencia, y el miedo me oprimía el pecho como un muelle a punto de saltar. Acababa de presenciar la muerte de dos personas. Yo sería el siguiente. Iba a morir. Todo parecía frío, glacial, lento, irreal, y tan dolorosa, física e innegablemente real como para formar un nuevo estado de conciencia.

No decidí conscientemente darme la vuelta para mirar al asesino, pero lo hice. Giré el cuello y vi a un hombre inusualmente alto a mi lado. Sostenía una pistola que apuntaba en mi dirección, aunque no exactamente hacia mí. El eclipse lunar de su cabeza tapaba la bombilla desnuda del techo y por un instante no fue más que una silueta oscura con el pelo desordenado. La pistola, que sí veía claramente, llevaba un cilindro largo y negro en el extremo, y supe que era un silenciador porque lo había visto en muchas series de televisión.

– ¡Mierda! -dijo el hombre. Se movió y entonces pude verlo, y no me pareció un asesino furioso, sino desconcertado-. ¿Y tú quién eres?

Abrí la boca, pero no dije nada. No porque el miedo me hubiera hecho olvidar mi nombre o me impidiera hablar; más bien fue porque sabía que mi nombre no le diría nada. El hombre quería algún tipo de información que le ayudara a situarme, a decidir si me dejaba vivir o no, pero yo no colaboraba.

Apuntándome todavía con la pistola, el hombre miró mi rostro confuso, con una expresión paciente, fría como la de un reptil, pero también extrañamente cordial. Tenía el pelo rubio, o más bien blanco, y lo llevaba de punta, al estilo de Andy Warhol. Era inusualmente delgado, como Karen y Cabrón, pero no tenía el mismo aspecto enfermo y consumido que ellos. En realidad, con aquellos vaqueros negros, camisa blanca abotonada hasta arriba, botas deportivas negras y guantes negros, se le veía en forma y elegante. Una mochila de universitario colgaba ociosamente de su hombro derecho. Incluso bajo la luz nebulosa de la caravana, sus ojos de color esmeralda resaltaban contra la piel blanca.

– Tranquilo -dijo. Tenía las maneras de quien controla la situación, pero durante apenas una fracción de segundo pareció desmoronarse y recuperó la compostura otra vez, pasando de estatua a despojo y a estatua otra vez.

Dio un paso a la izquierda, luego a la derecha, en una versión abreviada de lo que es andar arriba y abajo.

– Como has visto, no te he matado y te aseguro que no tengo intención de hacerlo. No soy un matón. Soy un asesino. Lo peor que puede pasar si haces alguna estupidez y me pones nervioso es que te dispare en la rodilla. Te dolerá mucho, y es posible que quedes lisiado, así que preferiría no tener que hacerlo. Tú mantén la calma y haz lo que yo te diga, y te prometo que todo irá bien. -Miró a su alrededor y dejó escapar un suspiro que hizo que le temblaran los labios-. Mierda. Estaba tan colocado por la adrenalina que ni siquiera te he visto.

Yo seguía mirándole, en una especie de estado de shock. El pánico se hinchaba en mi cabeza como un rugido sordo y mi corazón latía con violencia, pero lo sentía como algo distante y extraño, como el eco diminuto de alguien que aporrea algo muy lejos. El cuello me dolía de mirar hacia arriba, pero no quería apartar la mirada. Si me movía demasiado a lo mejor el individuo se ponía nervioso.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó el asesino-. No tienes pinta de ser un amigo.

Yo sabía que lo mejor era contestar, pero algo en el mecanismo que hacía funcionar mis cuerdas vocales se negaba a moverse. Tragué con dificultad, dolorosamente, y volví a intentarlo.

– Vendo enciclopedias.

Los ojos verdes se abrieron desmesuradamente.

– ¿A estos zoquetes? Jesús. Tendrías que haberlo hecho hace unos años. A lo mejor un poco de cultura les habría salvado. Pero ¿sabes una cosa? Lo dudo.

No preguntes, me dije. Tú cierra la boca, mantén la calma y veamos qué quiere. No te ha matado. Dice que no lo hará. No preguntes.

– ¿Por qué los has matado? -pregunté de todos modos.

– No es asunto tuyo. Basta con que sepas que lo merecían. -Cogió la silla que había junto a la mía y se sentó, con movimientos decididos y autoritarios, como un hermano mayor que está a punto de soltarte un sermón sobre la necesidad de decir «No a las drogas». Era más joven de lo que pensaba. Veinticuatro o veinticinco. Parecía alegre, como si tuviera sentido del humor…, justo la clase de tío que te gustaría que estuviera en tu grupo, o que viviera en la misma planta que tú en la residencia de estudiantes. Eso es lo que se me pasó por la cabeza en aquel momento. Era una idiotez, pero así era.


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