– Quiero que recojas tus cosas -dijo el asesino-. No dejes nada que delate tu presencia aquí.
No conseguía moverme. Parecía que el hedor del parque de caravanas había empezado a filtrarse en el interior, imponiéndose por encima del olor a tabaco, pólvora y sudor, pero entonces me di cuenta de que era el olor de los cuerpos (orina, excrementos y sangre). Y aquellas caras, con los ojos vacíos… Mi mirada no dejaba de desviarse hacia aquellas dos cabezas destrozadas, paralizadas en un gesto terminal de sorpresa.
– Es importante -dijo el asesino casi con amabilidad-. Necesito que recojas tus cosas.
Me levanté obedientemente, como hipnotizado, pensando que mentía y que al final me mataría. En cuanto me diera la vuelta, oiría el puf del silenciador y sentiría el dolor punzante del metal al penetrar en mi espalda. Sabía que iba a matarme. Pero al mismo tiempo sabía que no. Quizá solo era intuición, o un deseo, pero cuando dijo que no pensaba matarme, una parte de mí lo creyó, y no con la desesperación y el patetismo con que se creen a veces las cosas. Mi esperanza no era como la del condenado, que siente el nudo de la soga alrededor del cuello y reza para que llegue el indulto. Por la razón que fuera, la idea de que podría salir con vida de aquello me parecía totalmente plausible.
Miré mis cosas. Todos los materiales sobre los libros estaban sobre la mesa y, milagrosamente, la sangre no los había salpicado. Las manos me temblaban como un motor fuera borda, pero empecé a recoger los folletos y las muestras, las hojas de precios, cogiendo cada uno con tiento, como un policía reuniendo pruebas, y los guardé en la cartera anticuada de mi padrastro. Cogí el cheque que Karen me había firmado y me lo metí en el bolsillo. Entretanto, el asesino se puso a organizar las cosas de Karen y Cabrón. Colocó el talonario junto a un montón de facturas que había al lado del teléfono, devolvió los bolígrafos a un tazón que había sobre la barra que separaba la cocina de la sala de estar. Con cuidado de no pisar la sangre, llevó mi taza a la pila, la lavó metódicamente con un estropajo, y consiguió que sus guantes se mantuvieran razonablemente secos.
Parecía tan sereno, tan condenadamente sereno… Iba de un lado a otro totalmente impasible, como esas personas que actúan como si todo hubiera salido según lo planeado incluso cuando no es así. El hecho de que yo estuviera en la caravana le había alterado solo durante un instante. Hubo cambio de planes, nada más. Yo me ponía histérico cuando me dormía cinco minutos, pero aquel tipo estaba centrado.
Pasó por encima de los cuerpos y de la sangre y volvió a sentarse a mi lado. Su proximidad tendría que haberme intimidado, pero no era así. Bajo su mirada intensa, mi cabeza quedó vacía de todo, salvo por un miedo impreciso y una esperanza irracional.
El asesino apuntó el arma al techo, desenroscó el silenciador, y luego quitó el cargador y sacó una bala de la recámara. Sin apartar la vista de mí, guardó esos accesorios en la mochila y colocó la pistola sobre la mesa. Yo me la quedé mirando. En mi familia no teníamos pistolas. No teníamos armas de fuego, ni cuchillos, ni siquiera bates de béisbol guardados debajo de la cama. No utilizábamos armas. Cuando había ratones en casa, llamábamos a un desratizador y dejábamos que él se ocupara del veneno y las trampas. Yo procedía de un entorno muy pudibundo, y me habían educado en la creencia de que si te enfrentas a la vida con violencia, esa violencia acaba volviéndose contra ti como un robot que se amotina y destruye a su amo.
Bueno, pues allí la tenía, ante mí: la pistola. Como en las películas. Sabía que ya no estaba cargada, pero por un momento pensé en cogerla y hacer algo heroico. Quizá podía dejar al asesino KO de un golpe. Darle con la culata o alguna otra acción igual de varonil. Sin embargo, mientras yo consideraba las alternativas, el asesino se sacó otra pistola de la mochila y tuve que descartarlas.
De nuevo, apuntó el arma en mi dirección, no para asustarme, sino para asegurarse de que me mantenía en mi sitio y recordaba quién mandaba allí.
– Dame tu cartera.
Yo no quería perder mi cartera. En ella llevaba el dinero, el carnet de conducidla tarjeta de crédito que mi padrastro me había cedido a regañadientes y que solo se me permitía utilizar en caso de emergencia, aunque incluso entonces sabía que me echarían la bulla. Por otro lado, si el asesino quería mi cartera, me dije, a lo mejor no quería matarme. Le hubiera resultado más fácil quitarle la cartera a mi cadáver. Así que saqué la cartera del bolsillo trasero con dificultad, porque la una y lo otro estaban mojados por el sudor, y se la entregué. El asesino comprobó el contenido con destreza a pesar de los guantes, y sacó mi carnet de conducir, donde había una fotografía mía en la que parecía indeciblemente idiota y llevaba una camisa de velludillo que en aquel entonces debió de parecerme muy guay, pero que ahora me mortificaba.
El asesino lo examinó brevemente.
– Si no te importa, me quedo con esto, Lemuel.
Quería quedarse mi carnet de conducir. Eso era importante; presagiaba algo terrible, aunque no acertaba a darle forma en mi cabeza.
– Y ahora, coge la otra pistola. Venga. Te prometo que si cooperas no te haré daño.
No quería tocar la pistola. No quería acercarme ni remotamente a aquel trasto. ¿Qué pasaría si lo hacía? ¿Me dispararía y diría que había sido en defensa propia y que yo había matado a Cabrón y Karen? Coger la pistola era una locura, pero también lo era no cogerla, así que cerré mis dedos sobre ella y la levanté. Era más pesada pero también más ligera de lo que había imaginado, y temblaba en mi mano.
– Apunta a la nevera -dijo el asesino.
Yo, que no quería causar problemas ni discutir, hice lo que me decía.
– Aprieta el gatillo.
Acababa de verle quitar el cargador, sabía que no estaba cargada, y aun así pestañeé cuando lo hice. Apreté con fuerza, esperando oír el bum de un reportaje televisivo sobre un tiroteo, pero lo único que salió fue un clic hueco. Permanecí con el brazo extendido. La pistola seguía temblando.
– Buen trabajo, Lemuel. Ahora deja el arma en la mesa.
Lo hice.
– Bueno, este es el trato -dijo el asesino-. Ahora tus huellas están en el arma homicida. Eso es malo para ti, y bueno para mí. Pero seré franco. Si te vas y no dices una palabra de lo que has visto, nadie encontrará nunca esta arma, nadie sabrá que has estado aquí y ninguno de los dos tendrá ningún problema. No hago esto para incriminarte, solo quiero asegurarme de que no dices nada. Así que si se te ocurre ir a la policía, recibirán una pista anónima que les llevará a esta pistola, que te señalará a ti como el asesino, Lemuel Altick. En cambio, si aceptas que en todo esto hay en juego cosas importantes de las que tú no sabes nada y, en consecuencia, mantienes la boca cerrada, la policía nunca te relacionará con lo sucedido. Bueno, como ves, estoy siendo muy justo, así que no lo olvides si tienes algún escrúpulo moral. Créeme, eran muy mala gente, y se lo estaban buscando. Qué, ¿estamos de acuerdo?
Yo asentí despacio, y pensé por primera vez que seguramente el asesino era gay. No es que fuera afeminado ni nada por el estilo, pero había algo en él, en la forma en que se movía y hablaba, que parecía contener una significación no articulada. Y entonces, una vocecita en mi interior me dijo que no importaba que fuera gay. No importaba si le gustaba montárselo con monos proboscidios. Si quería que no me mataran tenía que mantenerme sereno. Y ahora había otro problema. Quizá fuera cierto que me dejaría vivir, pero también podía inculparme por el asesinato.
Alcé la vista y vi que estaba meneando la cabeza.
– De verdad, me gustaría que no te hubieras encontrado con todo este lío. ¿Qué hace un chico educado como tú vendiendo enciclopedias? ¿Vas a la universidad?
Tragué con dificultad.