El área gris se hinchó suavemente, se convirtió en una esfera y se separó del cubo.

Case sintió como un pinchazo en la palma de la mano cuando pulsó con violencia RETROCESO MÁXIMO. La matriz se alejó borroneándose: cayeron por un pozo crepuscular de bancos suizos. Ahora la esfera era más oscura, acercándose o bajando.

– Desconecta -dijo el Flatline.

La oscuridad cayó como un martillo.

Hielo y un olor a acero frío le acariciaron la espina dorsal.

Y caras que se asomaban desde una jungla de neón, marineros y buscavidas y putas, bajo un envenenado cielo de plata…

– Oye, Case, dime qué mierda te está pasando; ¿te has vuelto loco, o qué?

Un pulso regular de dolor le bajaba ahora por la espina dorsal.

La lluvia lo despertó, una llovizna lenta; tenía los pies enredados en espirales de fibra óptica desechada. El mar de sonido de la vídeo galería caía sobre él, retrocedía, regresaba. Rodando hacia un lado se incorporó y se sostuvo la cabeza.

Una luz que salía de una compuerta de servicio en la trastienda de la vídeo galería revelaba trozos rotos de madera húmeda y la carcasa goteante de una abandonada consola de juegos. Unos estilizados caracteres en japonés cubrían el costado de la consola en descoloridos rosas y amarillos.

Miró hacia arriba y vio una tiznada ventana de plástico, un débil resplandor fluorescente.

Le dolía la espalda, la columna.

Se puso de pie; se quitó el pelo mojado de los ojos.

Algo había ocurrido…

Se revisó los bolsillos en busca de dinero, no encontró nada, y tembló. ¿Dónde estaba su chaqueta? Miró detrás de la consola, pero en seguida renunció a encontrarla.

En Ninsei, midió las dimensiones de la muchedumbre. Viernes. Tenía que ser un viernes. Tal vez Linda estuviese en la vídeo galería. Tal vez tuviese dinero, o al menos cigarrillos… Tosiendo, chorreando lluvia de la pechera de la camisa, se abrió paso entre la multitud hacia la entrada.

Los hologramas se retorcían y temblaban con el rugir de los juegos; fantasmas solapados en la abigarrada bruma del local, olor a sudor y tensión aburrida. Un marinero de camiseta blanca destruyó Bonn en una consola de Guerra de Tanques: un destello azul.

Ella estaba jugando al Castillo Embrujado, abstraída, los ojos grises delineados con lápiz negro corrido.

Levantó la mirada cuando él le puso un brazo sobre los hombros. -Vaya, ¿cómo estás? Te ves mojado.

La besó.

– Me has hecho perder el juego -dijo ella-. Mira eso, imbécil. En la Mazmorra del séptimo nivel y los vampiros me atrapan. -Le pasó un cigarrillo.- Te ves muy tenso. ¿Dónde has estado?

– No lo sé.

– ¿Estás volado, Case? ¿Bebiendo otra vez? ¿Comiendo dextroanfetas de Zone?

– Quizás… ¿Cuánto tiempo hace que no me ves?

– Ey, estás bromeando, ¿verdad? -lo miró interrogativamente-. ¿Verdad?

– No, creo que se me fundieron los plomos. Yo… eh, desperté en el callejón.

– Tal vez alguien te atracó, cariño. ¿Llevas aún contigo el fajo de billetes?

Case sacudió la cabeza.

– Otra vez en las mismas. ¿Tienes dónde dormir, Case?

– Supongo.

– Entonces vamos. -Lo tomó de la mano.- Vamos a buscarte un café y algo de comer. Te llevaré a casa. Me alegra verte, muchacho. -Le apretó la mano.

El sonrió.

Algo se quebró.

Algo se movió en el centro de las cosas. La galería se inmovilizó y vibró…

Ella ya había desaparecido. El peso de los recuerdos le cayó entonces encima, todo un cuerpo de conocimientos que se le introducía en la cabeza como un microsoft en un zócalo. Había desaparecido. Sintió un olor a carne quemada.

El marinero de la camiseta blanca había desaparecido también. La vídeo galería estaba vacía, en silencio. Case se volvió poco a poco, encorvando los hombros, mostrando los dientes, las manos involuntariamente cerradas. Vacía. Un papel de caramelo, amarillo y arrugado, se balanceaba al borde de una consola; cayó al suelo entre colillas pisoteadas y vasos de plástico.

– Tenía un cigarrillo -dijo mirándose los blancos nudillos del puño-. Tenía un cigarrillo y una chica y un sitio para dormir. ¿Me oyes, hijo de puta? ¿Me oyes?

Unos ecos viajaron bajo la bóveda de la galería, desvaneciéndose en corredores de consolas.

Salió a la calle. Había dejado de llover.

Ninsei estaba desierto.

Los hologramas titilaban, el neón danzaba. Sintió un olor a verdura hervida: el carrito de un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Encontró en el suelo un paquete de Yeheyuan sin abrir, junto a una caja de cerillas. JULIUS DEANE IMPORT EXPORT. Contempló el logo impreso y la traducción al japonés.

– De acuerdo -dijo, recogiendo las cerillas y abriendo el paquete de cigarrillos-. Te oigo.

Subió con calma las escaleras del despacho de Deane. No hay prisa, se dijo, no hay apuro. La deformada cara del reloj Dalí todavía daba la hora equivocada. Había polvo sobre la mesa Kandinsky y en las estanterías neoaztecas. Una pared de contenedores de fibra de vidrio blanca llenaba la habitación con un olor a jengibre.

– ¿La puerta está cerrada? -Case esperó en vano una respuesta. Se acercó a la puerta y trató de abrirla.- ¿Julie?

La lámpara de bronce de pantalla verde arrojaba un círculo de luz sobre el escritorio de Deane. Case miró las entrañas de una arcaica máquina de escribir, cassettes, papeles arrugados, pegajosas bolsas plásticas de muestras de jengibre.

Allí no había nadie.

Bordeó el voluminoso escritorio de acero y apartó la silla de Deane. Encontró el arma en una deteriorada funda de cuero sujeta debajo de la tapa del escritorio con cinta plateada; era una antigüedad, una Magnum 357 de cañón y guardamontes recortados.

El mango había sido agrandado con capas de cinta aislante. La cinta estaba vieja, marrón con una reluciente pátina de polvo. Extrajo el cilindro y examinó los seis proyectiles. Eran de carga manual. El plomo liso brillaba aún inmaculado.

Con el revólver en la mano derecha, Case pasó junto al gabinete a la izquierda del escritorio y se quedó en el centro del desordenado despacho, fuera del área de luz.

– Supongo que no tengo prisa. Supongo que es tu espectáculo. Pero toda esta mierda, ¿sabes?, se está haciendo un poco… vieja. -Levantó el arma con ambas manos, apuntando al centro del escritorio, y apretó el gatillo.

El culatazo casi le rompió la muñeca. El destello del cañón iluminó el despacho como una bombilla de flash. Bala explosiva. Azida. Volvió a levantar el arma.

– No tienes por qué hacer eso, hijo -dijo Julie, saliendo de las sombras. Llevaba un terno espigado de seda, una camisa a rayas y una pajarita. Las gafas le brillaban con la luz.

Case giró el arma apuntando al rosado rostro sin edad de Deane.

– No lo hagas -dijo Deane-. Tienes razón. Acerca de todo esto. De lo que soy. Pero hay que tener en cuenta cierta lógica interna. Si la usas, verás un montón de sangre y sesos, y yo tardaré varias horas de tu tiempo subjetivo en armar otro portavoz. No es fácil mantener este montaje. Ah, y lamento lo de Linda, en la vídeo galería. Esperaba hablar a través de ella, pero saco todo esto de tus recuerdos, y la carga emocional… Bueno, tiene sus complicaciones. Fue un desliz. Lo siento.

Case bajó el arma. -Esto es la matriz. Tú eres Wintermute.

– Sí. Todo está llegando a ti por cortesía de la unidad de simestim conectada a tu consola, naturalmente. Me alegra haber podido interrumpirte antes de que tú desconectaras. -Deane se movió alrededor del escritorio, enderezó la silla, y se sentó.- Siéntate, hijo. Tenemos mucho de qué hablar.

– ¿De veras?

– Claro que sí. Desde hace tiempo. Yo estaba listo cuando te contacté por teléfono en Estambul. El tiempo es muy escaso ahora. Estarás activando tu programa en cuestión de días, Case. -Deane tomó un bombón, le quitó el papel cuadriculado, y se lo metió en la boca. – Siéntate -dijo con la boca llena.

Case se sentó en la silla giratoria frente al escritorio sin apartar la mirada de Deane, sin dejar el arma, apoyándola en el muslo.

– Bien -dijo Deane con entusiasmo-, el orden del día. Tú te preguntas qué es Wintermute. ¿No es así?

– Más o menos.

– Una inteligencia artificial, pero eso ya lo sabes. Tu error, y es un error muy lógico, está en confundir la infraestructura de Wintermute, Berna, con la entidad Wintermute. -Deane chupó el bombón ruidosamente.- Ya estás al tanto de la otra IA, en la cadena de la Tessier-Ashpool, ¿no? Río. Yo, hasta donde pueda decirse que tengo un «yo», y esto se pone bastante metafisico, como ves, yo soy el que arregla cosas para Armitage. O Corto, quien, dicho sea de paso, es sumamente inestable. Estable -dijo Deane, al tiempo que sacaba un ornamentado reloj de oro de un bolsillo del chaleco y abría la tapa- durante un día o dos.

– Lo que dices tiene tanto sentido como todo lo demás en este endiablado asunto -dijo Case, frotándose las sienes con la mano libre-. Si eres tan fabulosamente listo…

– ¿Por qué no soy rico? -Deane se echó a reír y casi se atraganto con el bombón.- Bueno, Case, todo lo que puedo decir, y de verdad no tengo muchas respuestas, es que lo que tú te imaginas como Wintermute no es más que parte de otra cosa, una, como diríamos, entidad potencial. Digamos que soy sólo un aspecto del cerebro de esa entidad. Sería como tratar, según tu punto de vista, con un hombre al que le han seccionado los lóbulos. Digamos que estás hablando con una pequeña porción de un hemisferio cerebral izquierdo. Es difícil decir que estés hablando realmente con un hombre. -Deane sonrió.

– ¿Es cierta la historia de Corto? ¿Llegaste a él a través de un microordenador en aquel hospital francés?

– Sí. Y yo armé el archivo al que accediste en Londres. Trato de planificar, en tu concepción del término, pero no es lo que me importa, de verdad. Yo improviso. Es mi mayor talento. Prefiero las situaciones a los planes, ¿sabes?… En verdad he tenido que arreglármelas con hechos consumados. Puedo ordenar una gran cantidad de información, ordenarla muy rápidamente. Ha tomado mucho tiempo organizar el equipo del que eres parte. Corto fue el primero, y casi no lo consigue. Ya estaba casi perdido, en Toulon. Comer, excretar, y masturbarse era lo máximo que llegaba a hacer. Pero la estructura de obsesiones subyacente estaba ahí: Puño Estridente, la traición, las audiencias en el Congreso.

– ¿Sigue loco?


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