La encontró una noche lluviosa en una vídeo galería.
Bajo fantasmas brillantes que ardían tras una bruma celeste de humo de cigarrillos, hologramas del Castillo Embrujado y de Guerra de Tanques en Europa, la silueta de Nueva York… Y ahora la recordaba así, el rostro envuelto en una inquieta luz de láser, los rasgos reducidos a un código: un fulgor escarlata en los pómulos mientras el Castillo Embrujado ardía, la frente empapada de azul cuando Münich caía ante la Guerra de Tanques, la boca manchada de oro caliente mientras un cursor deslizante sacaba chispas a las paredes de un desfiladero de rascacielos. Él estaba volando alto aquella noche, con un ladrillo de Ketamina de Wage en camino a Yokohama y el dinero ya en el bolsillo. Entró desde la cálida lluvia que chisporroteaba en el pavimento de Ninsei, y por algún motivo, la distinguió en seguida: una cara entre las docenas de caras alineadas frente a las consolas, perdida en el juego. Tenía entonces la expresión que le vería, horas más tarde, en el rostro dormido en un nicho de un hotel del puerto; el labio superior como las líneas con que los niños dibujan un pájaro volando.
Cuando atravesaba la galería para ponerse junto a la joven, embriagado aún por el negocio que acababa de cerrar, vio que ella levantaba sus ojos. Ojos grises delineados con lápiz negro. Ojos de animal encandilado por las luces altas de un vehículo que se aproxima.
La noche se alargó en una mañana, en boletos en el puerto y en un primer paseo por la bahía. La lluvia siguió cayendo sobre Harajuku, goteando sobre la chaqueta de plástico de Linda, y los niños de Tokio pasaron en tropel frente a las famosas boutiques, en chinelas blancas y con capuchas adhesivas, hasta que ella se quedó con él en el bullicio de medianoche de un salón pachinko y le tomó la mano como si fuera un niño.
Pasó un mes antes de que la gestalt de drogas y tensión en la que él se movía convirtiera aquellos ojos perpetuamente asustados en pozos de reflexiva necesidad. Vio cómo ella se fragmentaba, se quebraba como un iceberg, y cómo los trozos se alejaban a la deriva, y por último vio la necesidad cruda, la hambrienta armadura de la adicción. Vio cómo inhalaba la siguiente línea con una concentración que le recordó las mantis que vendían en los quioscos de Shiga, junto a peceras de carpas mutantes y grillos en jaulas de bambú.
Miró fijamente el negro anillo de borra en la taza vacía. La taza vibraba por el estimulante que había tomado. Sobre el laminado marrón que cubría la mesa había una pátina de arañazos diminutos. La dextroanfetamina le subió por la columna, y vio los innumerables impactos aleatorios que habían creado esa superficie. El Jarre estaba decorado en un estilo anticuado y anónimo del siglo anterior, una incómoda mezcla de japonés tradicional y pálidos plásticos milaneses, pero todo parecía cubierto por una película sutil, como si el mal humor de un millón de clientes hubiese atacado de algún modo los espejos y los plásticos otrora lustrosos, dejando cada superficie empañada con algo que nunca se podría limpiar.
– Ey, Case, buen amigo…
Levantó la mirada; encontró unos ojos grises delineados con lápiz. Ella llevaba unos desteñidos pantalones militares franceses y zapatillas deportivas blancas.
– Te he estado buscando. -Se sentó frente a él. Las mangas de la camisa azul de cremallera habían sido arrancadas desde los hombros; él le examinó los brazos involuntariamente, buscando señales de dermos o de pinchazos.- ¿Quieres un cigarrillo?
Sacó un arrugado paquete de Yeheyuan de un bolsillo tobillero y le ofreció uno. Él lo tomó, dejó que ella lo encendiera con un tubo de plástico rojo. -¿Duermes bien, Case? Pareces cansado. -El acento era del sur del Ensanche, cerca de Atlanta. La piel bajo los ojos parecía pálida y enfermiza, pero la carne era aún lisa y firme. Tenía veinte años. Unas líneas nuevas de dolor comenzaban a grabársele en las comisuras de la boca. Llevaba el pelo negro estirado hacia atrás, sujeto con una cinta de seda estampada. El diseño podía representar un microcircuito, o el plano de una ciudad.
– No, si recuerdo tomar mis pastillas -dijo él, mientras lo golpeaba una tangible ola de nostalgia, deseo y soledad, cabalgando en la longitud de onda de la anfetamina. Recordó el olor de la piel de Linda en la oscuridad sobrecalentada de un nicho cercano al puerto, los dedos de ella entrelazados sobre su espalda.
Toda la carne, pensó, y todo lo que la carne quiere.
– Wage -dijo ella, entornando los ojos-. Quiere verte con un agujero en la cara. -Encendió el cigarrillo.
– ¿Quién lo dice? ¿Ratz lo dice? ¿Has estado hablando con Ratz?
– No. Mona. Su nuevo macarra es uno de los chicos de Wage.
– No le debo tanto. Él a mí sí; pero de todos modos no tiene dinero. -Se encogió de hombros.
– Ahora le debe demasiada gente, Case. Tal vez te toque ser el ejemplo. En serio, es mejor que te cuides.
– Claro. ¿Y qué me dices de ti, Linda? ¿Tienes dónde dormir?
– Dormir. -Linda sacudió la cabeza.- Claro, Case. -Tembló y se inclinó hacia adelante. Una película de sudor le cubría la cara.
– Toma -dijo él; buscó en el bolsillo de la chaqueta deportiva y sacó un arrugado billete de cincuenta. Lo alisó automáticamente bajo la mesa, lo dobló en cuatro y se lo pasó.
– Tú lo necesitas, cariño. Más vale que se lo des a Wage.
Había algo en los ojos grises de ella que no conseguía leer; algo que nunca había visto en ellos.
– A Wage le debo mucho más que eso. Tómalo. Me va a llegar más -mintió, mientras veía sus nuevos yens desaparecer en un bolsillo de cremallera.
– Junta tu dinero, Case; encuentra rápido a Wage.
– Ya nos veremos, Linda -dijo él, poniéndose de pie.
– Seguro -dijo ella. Un milímetro de blanco asomaba bajo cada una de sus pupilas. Sanpaku-. Cuídate el pellejo, hombre.
Él asintió, ansioso por marcharse.
Volvió atrás la mirada cuando la puerta plástica se cerraba detrás de él; vio los ojos de ella reflejados en una jaula de neón rojo.
Viernes por la noche en Ninsei.
Pasó frente a quioscos de yakitori y salones de masaje, una cafetería llamada Beautiful Girl, el trueno electrónico de una vídeo galería. Se hizo a un lado para dar paso a un sarariman de traje oscuro, y alcanzó a ver el logotipo de la Mitsubishi-Genentech tatuado en el dorso de la mano derecha del hombre.
¿Era auténtico? Si lo era, pensó, se está buscando problemas. Si no, se los merecía. Por encima de un cierto nivel, a los empleados de la MG se les implantaban avanzados microprocesadores que registraban los niveles de mutágenos en el torrente sanguíneo. Un equipo así te podía enredar en Night City, llevarte directamente a una clínica negra.
El sarariman era japonés, pero la muchedumbre de Ninsei era gaijin. Grupos de marineros que subían del puerto, turistas solitarios y tensos a la caza de placeres no señalados en las guías, talludos del Ensanche exhibiendo injertos e implantaciones, y una docena de distintas especies de buscavidas, todos pululando por la calle en una intrincada danza de deseo y comercio.
Había innumerables teorías que explicaban por qué Chiba City toleraba el enclave de Ninsei, pero Case se inclinaba por la idea de que los Yakuza podrían estar preservando el lugar como una especie de parque histórico; un recordatorio de orígenes humildes. Pero también le parecía sensata la idea de que las tecnologías germinales requieren zonas fuera de la ley; que Night City no estaba allí por sus habitantes, sino como campo de juegos deliberadamente no supervisado para la tecnología misma.
¿Tendría razón Linda?, se preguntó, mirando hacia las luces. ¿Lo mataría Wage para que sirviera de ejemplo? No tenía mucho sentido; pero, por otra parte, Wage negociaba especialmente con biología proscrita, y la gente decía que había que estar loco para hacer eso.
Pero Linda dijo que Wage lo quería muerto. Lo primero que Case aprendió sobre la dinámica del comercio callejero era que ni el comprador ni el vendedor lo necesitaban realmente. El negocio de un hombre medio consiste en convertirse en un mal necesario. El dudoso nicho que Case se había tallado en el ecosistema criminal de Night City estaba hecho de mentiras, forjado noche a noche a fuerza de traiciones. Ahora, viendo que las paredes comenzaban a desmoronarse, sintió el filo de una extraña euforia.
La semana anterior había postergado la transferencia de un extracto glandular sintético, y lo vendió al por menor para obtener márgenes más amplios que de costumbre. Sabía que a Wage no le había gustado. Wage era su proveedor principal; nueve años en Chiba y uno de los pocos traficantes gaijin que había logrado conectarse con la rígidamente estratificada camarilla criminal más allá de las fronteras de Night City. Materiales genéticos y hormonas entraban escurridizamente en Ninsei por una intrincada escalerilla de testaferros y subterfugios. Wage había conseguido una vez reconstruir el pasado de algo, y ahora tenía contactos firmes en una docena de ciudades.
Case se encontró mirando la vitrina de una tienda que vendía objetos pequeños y brillantes a los marineros. Relojes, navajas de muelle, encendedores, cámaras de vídeo de bolsillo, consolas de simestim, cadenas manriki cargadas con pesas, y shurikens. Los shurikens siempre lo habían fascinado: estrellas de acero con puntas de cuchillo. Algunas eran cromadas, otras negras, otras tratadas con una superficie iridiscente, como aceite en agua. Pero él prefería las estrellas de cromo. Estaban montadas en ultragamuza escarlata, con lazos casi invisibles de hilo de pescar; en el centro tenían estampas de dragones o simbolos yin-yang. Capturaban el neón de la calle y lo distorsionaban, y a Case se le antojó que ésas eran las estrellas bajo las que él iba de un lado a otro: el destino deletreado en una constelación de cromo barato.
– Julie -dijo a sus estrellas-. Es hora de ver al viejo Julie. Él sabrá.
Julius Deane tenía ciento treinta y cinco años; una fortuna semanal en sueros y hormonas le alteraba asiduamente el metabolismo. Su principal seguro contra el envejecimiento era un peregrinaje anual a Tokio, donde cirujanos genéticos reprogramaban el código de su ADN, un procedimiento inasequible en Chiba. Luego, volaba a Hong Kong y encargaba los trajes y camisas para ese año. Asexuado e inhumanamente paciente, parecía encontrar su mayor gratificación en las formas esotéricas del culto a los sastres. Case nunca lo vio llevar el mismo traje dos veces, aunque en su guardarropa no parecía haber otra cosa que meticulosas reconstrucciones de prendas del siglo pasado. Lucía lentes de receta, láminas de cuarzo rosado sintético y molido enmarcadas en una fina montura de oro y biseladas como los espejos de una casa de muñecas victoriana.