Todas estas circunstancias dieron lugar al malestar físico que sorprendió al muchacho aquel día de noviembre y que jamás le abandonaría, ni siquiera cuando hubo cambiado de vida y de fe, de nombre y de país.
Lo que sucedió después a aquel muchacho lo cuentan todos los libros de historia en todas las lenguas y se conoce mejor en el vasto mundo que entre nosotros. Con el tiempo llegó a ser un joven e intrépido oficial de la corte del sultán, más tarde capitán pacha, después yerno del sultán, general y hombre de Estado de reputación mundial. Estamos hablando de Mohamed-Pachá Sokoli, que llevó a tres continentes a una serie de guerras, la mayor parte de las veces victoriosas, que ensanchó las fronteras del imperio turco, que aseguró para ese imperio la seguridad frente al exterior y una buena administración en el interior. Durante los sesenta y tantos años de su vida, sirvió a tres sultanes, experimentó en el bien y en el mal lo que sólo a unos escasos elegidos es dado experimentar y se alzó en la vía del poder y de la potencia hasta alturas desconocidas por nosotros, que muy pocos alcanzan y en las que muy pocos se mantienen. El nuevo hombre en que se convirtió dentro de un mundo extranjero al cual ni siquiera con el pensamiento podemos acompañarlo, tuvo que olvidar todo cuanto había dejado en el país de donde lo habían sacado. No cabe duda de que también olvidó el paso del Drina en Vichegrado, la orilla desierta en la que los viajeros tiemblan de frío y de incertidumbre, la barca lenta y carcomida, el monstruoso barquero y las cornejas hambrientas que surcaban el aire por encima del río. Pero el sentimiento de malestar físico que le quedó de todo aquello, nunca llegó a desaparecer del todo. Al contrario, con los años y la vejez, aparecía cada vez más a menudo, siempre aquella misma estría negra que le partía el pecho en dos, aquel dolor singular y bien conocido desde la infancia que se distinguía de todos los sufrimientos que la vida le proporcionó más tarde. El visir, en esos instantes, esperaba con los ojos cerrados que se alejase la negra cuchilla y que el dolor cediese. Durante uno de aquellos momentos llegó a la conclusión de que se desembarazaría de aquel mal si lograba suprimir la barca del lejano Drina, donde se amontonaban y se depositaban sin tregua la miseria y las incomodidades de todas las especies; si llegaba a unir por medio de un puente las orillas escarpadas y el agua pérfida que corría entre ellas; si empalmaba los dos extremos de la carretera que se rompía en aquel punto, si ligaba así para siempre y sólidamente Bosnia con el Oriente, su tierra de origen con los lugares de su vida de hombre. Fue, pues, él el primero que en un instante, tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que había de ser levantado.
A partir de aquel mismo año comenzó, por orden del visir y a sus expensas, la construcción del gran puente sobre el Drina. Duró cinco años. Fue, sin duda, una época excepcionalmente viva y grave para la ciudad y para todo el país, llena de cambios y de acontecimientos pequeños y grandes, pero, por un extraño milagro, no se han conservado muchos detalles sobre la marcha de los trabajos, precisamente en una ciudad en que, a través de los siglos, se recuerdan y se cuentan los acontecimientos más diversos, incluidos aquellos que están indirectamente vinculados al puente.
El pueblo sólo recuerda y cuenta aquello que puede comprender y transformar en leyenda. Lo demás discurre junto a él sin dejar una huella profunda, en la indiferencia muda de los fenómenos naturales y anónimos, sin tocar su imaginación y sin marcarse en su memoria. Aquel período, duro y largo, de construcción fue para él la obra de otro a expensas de otro. Tan sólo cuando, fruto de aquellos esfuerzos, surgió el gran puente, empezaron las gentes a recordar los detalles y a adornar el nacimiento del puente real, hábilmente construido con materiales duraderos, con cuentos legendarios que supieron componer de nuevo con arte y que mantuvieron durante mucho tiempo en su mente.