CAPÍTULO III
A partir de la primavera del año en que el visir tomó la decisión, sus hombres llegaron con su séquito a la ciudad, al objeto de preparar todo lo que era preciso para la construcción de un puente. Eran muchos, con caballos, carros, instrumentos diversos y tiendas de campaña. Su aparición despertó el temor y la agitación de la pequeña ciudad y en los pueblos circundantes, sobre todo entre la población cristiana.
Iba a la cabeza del destacamento Abidaga, uno de los hombres de mayor confianza del visir; corría a su cargo la dirección de la construcción del puente. Tenía como adjunto al arquitecto Tosún efendi 1 .
(De este Abidaga se hablaba, antes de su llegada, como de un hombre sin consideración a nadie, despiadado y duro, severo en extremo.) En cuanto los recién llegados se hubieron instalado en las tiendas de campaña que emplazaron más abajo del Meidán, Abidaga convocó para una conferencia a los representantes de las autoridades y a todos los notables musulmanes.
Pero no se conferenció mucho porque fue Abidaga el único que habló.
Los personajes así reunidos se encontraron ante un hombre robusto, con el rostro de un color rojo malsano y de ojos verdes, vestido con un rico traje de Zarigrado, con una barba pelirroja y con bigotes curiosamente retorcidos, a la manera húngara. El discurso que aquel hombre violento dio a los circunstantes, les extrañó aún más que su aspecto externo: "Sin duda os habrán llegado rumores sobre mí y sé que esos rumores no pueden ser ni hermosos ni agradables. Probablemente habéis oído decir que exijo a todos trabajo y obediencia y que no dudo en castigar y matar a quienes no trabajan como es preciso y a quienes no obedecen sin réplica, y que ignoro lo que quiere decir "no podemos" o "no hay"; también habréis oído decir que a mi lado se puede perder la cabeza por una palabra insignificante y que, en definitiva, soy un hombre sanguinario y malvado. He de deciros que esos rumores no son ni imaginarios ni exagerados. Ciertamente, bajo mi tilo no hay sombra. He adquirido tal reputación merced a un servicio de largos años ejecutando fielmente las órdenes del gran visir. Si Dios quiere, cuento con poder llevar a buen término el trabajo para el que he sido enviado, y, cuando, una vez concluido, me marche de aquí, espero que me precederán unos rumores más negros y peores que los que hasta vosotros han llegado."
Después de esta introducción insólita que todos escucharon en silencio y con la mirada baja, Abidaga explicó a los hombres reunidos que se trataba de una construcción de gran importancia, tanto que los países más ricos no tenían un monumento parecido, y que los trabajos durarían cinco años, quizá incluso seis, pero que la voluntad del visir sería respetada escrupulosamente y en el momento fijado.
Tras estas palabras, les expuso cuáles eran las primeras necesidades y cuáles los trabajos preparatorios y lo que esperaba en esta ocasión de los turcos de aquellos lugares, y lo que exigía a los infieles, a los cristianos.
Cerca de él estaba sentado Tosún efendi, hombrecillo islamizado, pálido y amarillo, oriundo de las islas griegas, maestro de obras que había construido en Zarigrado numerosas fundaciones piadosas por cuenta de Mohamed-Pachá. Permanecía tranquilo e indiferente, como si no oyera el discurso de Abidaga. Contemplaba sus manos y, sólo de vez en cuando, levantaba la mirada. Entonces se podían ver sus ojos grandes y negros de brillo aterciopelado, hermosos ojos miopes de un hombre que no mira más que su trabajo y no ve ni siente ni comprende ninguna otra cosa en la vida y en el mundo.
Los hombres salieron de la tienda estrecha y sofocante. Sentían cómo les corrían las gotas de sudor bajo los trajes nuevos de fiesta y experimentaban un miedo y una inquietud que se posaba rápida e irresistiblemente en sus corazones.
Una desgracia enorme e incomprensible se cernía sobre la ciudad y toda la región, una catástrofe cuyo fin no se podía prever. En primer lugar, se empezó a talar el bosque y a transportar la madera. Se amontonaron tantas vigas sobre las dos orillas del Drina que, durante mucho tiempo, la gente pensó que el puente iba a ser construido de madera. Después, se iniciaron los trabajos de nivelación, las excavaciones y la perforación de la orilla rocosa. Aquellos trabajos se ejecutaron en su mayor parte gracias a la leva. Y todo continuó de este modo hasta avanzado el otoño, época en la que se suspendieron provisionalmente los trabajos, una vez concluida la primera parte de las obras.
Se hacía todo bajo el control de Abidaga y bajo la amenaza de aquella larga vara verde que llegó a ser tomada como tema de una canción popular. Aquel a quien señalaba con la vara, por haber notado que perdía el tiempo, o que no trabajaba como era preciso, aquél era cogido por los guardianes inmediatamente y lo apaleaban en el mismo lugar. Cuando la víctima se desvanecía, envuelta en sangre, la rociaban con agua y la enviaban de nuevo al trabajo. En el momento en que, a finales del otoño, Abidaga se disponía a abandonar la ciudad, convocó de nuevo a los jefes y a los personajes destacados de la misma y les dijo que, durante el invierno, estaría en otro lugar, pero que sus ojos permanecerían allí. Todos serían responsables de lo que sucediese. Si observaba cualquier desperfecto en los trabajos, si se apagaba uno solo de los resplandores de la madera de construcción, multaría a toda la ciudad. Cuando le advirtieron que también la inundación podría causar daños, respondió fríamente, sin dudarlo, que aquel país y aquel río eran de ellos y que, por consiguiente, suyos serían los daños que la inundación causase.
Durante todo el invierno, los habitantes guardaron la construcción y vigilaron los trabajos como a las niñas de sus ojos. Con la primavera, volvió a aparecer Abidaga acompañado de Tosún efendi y llegaron, también de Dalmacia, los encargados de tallar la piedra, a quienes el pueblo llamaba "los artesanos romanos". Al principio, eran unos treinta. Estaba al frente de ellos un artesano llamado Antonio, un cristiano de Ulsiña 1 ; era un hombre alto y apuesto, de ojos grandes y mirada atrevida, de nariz aquilina, de cabello moreno que le caía hasta los hombros, bien vestido a la manera de occidente.
Su ayudante era un negro, un verdadero negro, un muchacho alegre a quien toda la ciudad y todos los obreros llamaban el negro. Si el año anterior, a juzgar por la cantidad de vigas transportadas, parecía que Abidaga tuviese la intención de levantar un puente de madera, ahora creían todos que lo que quería levantar sobre el Drina era una nueva Constantinopla. Se empezaron a llevar desde la cantera las piedras que ya habían sido desbastadas en las montañas próximas a Bania, a una hora de marcha de la ciudad. Al año siguiente, una primavera extraordinaria lució en Vichegrado, pero junto a las flores y plantas que otros años nacían por aquella fecha, brotó esta vez una verdadera aglomeración de barracas; aparecieron nuevos caminos, así como vías de acceso hasta el río. Se pobló la tierra de innumerables carretas tiradas por bueyes y caballos. Las gentes de Meïdan y Okolichta veían cómo cada día crecía cerca del río, semejante a una vegetación, una multitud de gentes atareadas, de bestias y de material de construcción de todas clases.
Sobre la orilla escarpada trabajaban los tallistas de piedra. Toda aquella parte de la región adquirió un color amarillento a causa del polvo que producían. Y un poco más lejos, los jornaleros indígenas apagaban la cal, atravesaban harapientos y blancos de polvo aquella humareda blanca que subía de los hornos de cal.
Los caminos se socavaban a causa del incesante tráfico de vehículos cargados en exceso. La barca funcionaba todo el día, transportando, de una orilla a otra, a los vigilantes y a los obreros e, igualmente, la madera de construcción. Los especialistas, chapoteando hasta la cintura en el agua gris y primaveral, clavaban postes y estacas y llenaban de arcilla los gaviones que debían desviar el curso del agua.
La gente que, hasta entonces, había vivido apaciblemente en aquella pequeña ciudad de casas dispersas sobre los flancos de la montaña, junto a la barca del Drina, contemplaba extrañada todo aquello, y se habrían dado por satisfechos si hubiesen podido contentarse con mirar; pero aquellos trabajos alcanzaban tal amplitud y adquirían tal impulso que arrastraban a los seres vivientes y a las cosas inanimadas no solamente de la ciudad, sino también de sus alrededores. Durante el segundo año aumentó tanto el número de obreros que llegó a igualar al de todos los habitantes varones de la ciudad. Todas las carretas, los caballos y los bueyes trabajaban para el puente, todo lo que podía arrastrarse o rodar había sido cogido y aparejado al trabajo, a veces mediante pago y a veces a la fuerza, a título de leva. Había más dinero que antes, pero la carestía de la vida y la miseria aumentaban más rápidamente que el flujo del dinero, hasta el punto de que cuando llegaba a las manos de los obreros, ya estaba medio comido.
Carga más pesada aún que la carestía de la vida y la miseria, resultaba para aquellas gentes la inquietud, el desorden y la inseguridad que, ahora, se cernía sobre la ciudad como consecuencia de aquel conglomerado de trabajadores venidos no se sabía de dónde. Y a pesar de la severidad de Abidaga, eran frecuentes las riñas entre los obreros y los robos en los jardines y los patios. Las mujeres musulmanas tenían que cubrirse el rostro incluso cuando salían al patio, pues podía aparecer por cualquier parte la mirada de uno de los numerosos extranjeros y autóctonos; y los turcos de la ciudad observaban mucho más estrictamente los preceptos del Islam, dado que eran turcos recientes y que era raro el que no se acordaba de un padre o de un abuelo cristiano o islamizado hacía poco tiempo. Por todas estas razones los ancianos de rito turco se indignaban abiertamente y volvían la espalda a aquel caos confuso de obreros, de animales de tiro, de madera, de tierra y de piedras que se ampliaba y se complicaba cada vez más en torno a la barca y que, en su labor de zapa, alcanzaba ya sus calles, sus patios y sus jardines.
Al principio, todos se sentían orgullosos de la gran fundación piadosa que iba a construir un visir, originario de su tierra. Ignoraban entonces lo que ahora veían: que las construcciones arrastran tanto desorden e inquietud, tantos esfuerzos y gastos.
"Resultaba hermoso -pensaban- pertenecer a la verdadera fe reinante; resultaba hermoso tener en Estambul de visir a un compatriota, y aún más hermoso imaginar un puente sólido y bello a través del río, pero todo lo que sucede en este momento, no se parece a nada. La ciudad se ha transformado en un infierno, en una danza embrujada de asuntos incomprensibles, de humo, de polvo, de clamores y de tumulto. Los años pasan, los trabajos siguen su curso y avanzan, pero no se les ve el fin, ni el sentido. Todo aquello se parece a cualquier cosa, menos a un puente."