Así pensaban los turcos recientemente convertidos y, entre ellos, confesaban que ya estaban hartos de la nobleza, del orgullo y de la gloria futura; renegaban del puente y del visir y sólo pedían a Dios que los librase de aquella calamidad, y les devolviese, a ellos y a sus casas, la paz de antaño y la tranquilidad de su vida modesta.
Todo aquello atormentaba a los turcos y a los cristianos de toda la región de Vichegrado con la diferencia de que a los cristianos nadie les pedía su opinión y de que no podían expresar su indignación. Y he aquí que llega el tercer año y que las gentes continúan padeciendo en las obras de la nueva construcción y le consagran su esfuerzo personal, sus caballos y sus bueyes. No son sólo los cristianos de Vichegrado, sino también los de los tres caidatos vecinos. A caballo, los esbirros de Abidaga van aprehendiendo a todos los cristianos, ya sean campesinos o gente de la ciudad, para llevarlos a trabajar al puente. Normalmente, los sorprendían durante el sueño y los cogían como corderos. En toda Bosnia, los viajeros decían a los viajeros que no pasaran por el Drina, pues el que por azar iba a parar allí, era apresado sin que se le preguntase quién era ni a dónde iba, y lo forzaban a trabajar por lo menos unos días. Los cristianos de la ciudad eran rescatados por una propina. Los muchachos del campo trataban de huir al bosque, pero en su lugar eran llevados como rehenes miembros de sus familias, a menudo, incluso mujeres.
He aquí que llegamos al tercer otoño de trabajo y nada indica que se haya avanzado ni que se aproxime el fin de tantas molestias. El otoño está en toda su plenitud; han caído las hojas, los caminos están empapados de agua, el Drina, crecido, lleva sus aguas turbias, y los campos cubiertos de rastrojos están repletos de cornejas que vuelan perezosas. Pero Abidaga sigue sin detener los trabajos. Bajo el pálido sol de noviembre, los campesinos llevan madera y piedras, chapotean descalzos o calzados con opanci 1 hechos de piel sin curtir, aún sangrante, en el camino embarrado, transpiran por el esfuerzo y tiritan bajo el viento y ciñen, en torno a su cintura, sus calzones sucios, agujereados y cubiertos de remiendos y se anudan los jirones de su única camisa de lino ordinario, ennegrecida por la lluvia, el barro y el humo, pero que no se atreven a lavar por miedo a que, en el agua, se les deshaga en filamentos. La vara verde de Abidaga está suspendida sobre sus cabezas; este hombre infatigable inspecciona, varias veces al día, la cantera de piedra de Bania y todos los trabajos que se desarrollan en torno al puente.
Está furioso y encolerizado contra todo el mundo, porque los días se acortan y el trabajo no avanza todo lo rápido que él quisiera.
Vestido con una pelliza larga de pieles de Rusia, calzado con botas altas, y con el rostro congestionado, trepa por los andamiajes que ya se yerguen por encima del agua, entra en las forjas, en las cabañas y en los barracones de los obreros e injuria a todos, vigilantes y contratistas.- Los días son cortos. Cada vez más cortos. ¡Ah!, hijos de perra, estáis comiendo el pan gratis.
Estalla de ira como si fuese culpa de ellos el que amanezca tarde y anochezca pronto. Pero antes del crepúsculo, del implacable crepúsculo de Vichegrado, cuando las colinas abruptas se cierran en torno a la ciudad y la noche cae rápida, pesada y sorda, como si fuese la postrera, entonces el furor de Abidaga llega a su paroxismo y, no teniendo en quien descargarlo, se rebela consigo mismo y no puede dormir ante la idea de tantos trabajos parados y de tantas gentes que esperan y pierden su tiempo.
Rechina los dientes, convoca a los vigilantes y calcula cómo, a partir del día siguiente, podría emplearse mejor la jornada, y utilizarse la mano de obra con más eficacia.
A esas mismas horas, todos duermen en las cabañas y los establos, descansan y reponen sus fuerzas. Pero hay algunos que no duermen: hay quien también sabe velar por su cuenta y a su modo. En medio de un establo espacioso y seco arde un fuego; mejor dicho: está terminando de arder, pues ya no queda más que una brasa que se consume en la estancia en penumbra.
La atmósfera está llena de humo y de ese olor pesado y ácido que desprende la ropa húmeda y la respiración de treinta seres humanos. Son todos gentes de la leva, aldeanos de los alrededores, pobres gentes, cristianos, siervos.
Están sucios, empapados de agua, extenuados e invadidos por la preocupación.
El trabajo sin retribución y sin perspectivas los consume; mientras ellos se dedican a una tarea inútil, sus campos, allá en los pueblos, esperan en vano las labores de otoño.
Esas gentes secan sus obojak 1 junto al fuego, mezclan sus opanci o sencillamente contemplan la brasa. Entre ellos se encuentra un montenegrino, llegado de no se sabe dónde. Fue detenido en el camino y lleva trabajando varios días, aunque hable y trate sin cesar de demostrar a todos que aquel trabajo le es muy penoso e inconveniente y que su honor no soporta una tarea tan servil.
Están sentados alrededor de él la mayoría de los campesinos que no duermen, sobre todo los jóvenes. El montenegrino saca del bolsillo profundo de su chaleco de piel de cordero una guzla² de aspecto mísero y tan pequeña como la palma de una mano, y un arco corto. Uno de los campesinos sale y se sitúa ante el establo, haciendo guardia para evitar que pueda llegar algún turco sin ser visto. Todos contemplan al montenegrino como si lo viesen por primera vez y observan la guzla que desaparece entre sus grandes manos. Se inclina, la guzla reposa sobre sus rodillas, y aprieta el mango con la barbilla, unta la cuerda con resina y echa el aliento sobre el arco hasta dejarlo húmedo y blando. Mientras hace todo esto, consciente y tranquilo, como si estuviese solo en el mundo, todos lo miran fijamente. Por fin vibra un primer sonido, estridente y ronco. La emoción aumenta. El montenegrino acopla su voz y comienza a cantar nasalmente, acompañado por la guzla. Todo se armoniza y anuncia un relato maravilloso y efectivamente, en un instante, el montenegrino, tras haber adaptado su voz a la guzla, echa hacia atrás la cabeza violentamente, con orgullo, de suerte que la nuez se destaca en su cuello delgado y su perfil agudo brilla a la luz.
Emite un sonido reprimido y prolongado: "¡Aaaaa!" e, inmediatamente, prosigue con una voz clara y sonora:
Los campesinos, en silencio, se agrupan junto al cantor; no se les oye ni la respiración, guiñan los ojos como fascinados. Sienten un hormigueo que les recorre la espina dorsal, su pecho se agita, sus ojos brillan, los dedos se separan, para crisparse después, y los músculos de las mandíbulas se tensan. La melodía del montenegrino se enriquece cada vez más y se eleva hermosa y atrevida.
En tanto, los trabajadores, empapados de agua hasta los huesos, desvelados, insensibles a todo lo que los rodea y cautivados, acompañan la canción, viendo en ella un destino personal más luminoso y más bello.
Entre esos hombres hay un tal Radislav, de Unichta, pueblecito situado algo más arriba de la ciudad. Es bajito, de rostro moreno y ojos vivos, inclinado, que anda de prisa, separando las piernas y balanceando la cabeza y los hombros de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como si estuviese tamizando harina. No es ni pobre como parece, ni ingenuo como aparenta. Pertenecía a una familia llamada Kherak, que poseía una buena tierra y un considerable número de trabajadores. En el curso de los últimos cuarenta años casi todo el pueblo se había islamizado, por lo que ellos se sentían oprimidos y aislados. Radislav, pequeño, retraído y agitado, iba, durante las noches de aquel otoño, de cuadra en cuadra fomentando la revuelta, insinuándose como un zorro a los campesinos y cuchicheando siempre con un solo interlocutor. Sus palabras, por regla general, eran las siguientes: "Hermanos, ya hemos soportado bastante, tenemos que defendernos. Como podéis ver, esta construcción va a enterrarnos y a devorarnos.
Y también nuestros hijos serán víctimas del mismo trabajo, si es que alguno llega a sobrevivir. Lo que están tramando es nuestra exterminación y no otra cosa. Los indigentes y los cristianos no tienen necesidad de un puente. Son los turcos los que lo quieren. Nosotros no desplazamos ejércitos, no tenemos grandes negocios y con la barca nos basta. Algunos de nosotros nos hemos puesto de acuerdo para ir, en las noches oscuras, a echar abajo, y a deteriorar, en la medida que nos sea posible, lo que haya sido construido. Y haremos correr la voz de que es una hada la causante y de que no permitirá que se alce un puente sobre el Drina. Ya veremos si esto sirve para algo, no tenemos otros medios a nuestro alcance y es preciso hacer algo."
Como siempre, se encontró ante gentes pusilánimes e incrédulas que consideraban estéril la idea porque, según decían, los poderosos y taimados turcos no se volverían atrás de su decisión. Creían, pues, que tenían que continuar soportando hasta el último día, sin hacer nada que pudiese empeorar su situación. Sin embargo, hubo algunos que estimaron que era preferible cualquier cosa antes que seguir llevando aquella vida, mientras esperaban a que se desgarrase el último jirón de su vestido y a que se agotasen sus fuerzas. Había que seguir a quienquiera que los condujese hacia una salida. Los que así pensaban, eran en su mayoría muchachos, pero también había algunos hombres serios y casados, padres de familia, que dieron su consentimiento, sin entusiasmo ni impetuosidad, diciendo con aire preocupado: "Vamos a destruirlo, que la sangre lo devore, antes de que sea él el que nos devore a nosotros. Pero si eso no sirve para nada…"
Y en su resolución desesperada, agitaban la mano con escepticismo.