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El frío del amanecer envolvía a los hombres del campamento instalado por Hugues des Arcis en el Col du Tremblement, un lugar estratégico que impedía a los sitiados la mejor salida hacia el valle.

Esa mañana el senescal de Carcasona, Hugues des Arcis, parecía de buen humor, a pesar del tiempo inclemente. Católico convencido de la bondad de su causa, se congratulaba del apoyo incondicional del arzobispo de Narbona, Pèire Amiel, y de la presencia de los caballeros templarios, aunque de estos últimos no se terminaba de fiar. Sin embargo, agradecía que entre ellos se encontrara un gran ingeniero militar.

En la tienda del senescal un criado servía a los presentes vino rebajado con agua. Bebían para combatir el frío.

Hugues des Arcis se dispuso a explicar a los recién llegados la situación.

– No estoy dispuesto a pasar el resto de mi vida ante estos peñascos. Sabemos que la guarnición de Montségur se ha visto reforzada por campesinos de la región, para los que esta montaña no tiene secretos. Cuento con diez mil hombres, pero ni siquiera con esta fuerza he podido controlar todos los caminos que llevan a la cima. No hemos podido reducirles por el hambre, tampoco por la sed, porque no ha dejado de llover desde que acabó el verano. Tomar al asalto la fortaleza es imposible, al menos hasta ahora lo ha sido; tan sólo tirando piedras ya nos hacen un daño considerable.

– ¿No es posible escalar hasta ese nido de águilas por algún lugar que esté al abrigo de sus miradas? -preguntó Arthur, el ingeniero templario.

Hugues des Arcis le señaló el mapa:

– Estamos aquí: en el Col du Tremblement, a los pies de este maldito peñasco; la empinada que veis enfrente conduce directamente al castillo. Al situar el grueso de nuestras fuerzas en este lugar lo único que hemos logrado es impedir el acceso directo a la fortaleza y controlar la aldea cercana, donde tienen parientes que, a pesar de nuestra presencia, les abastecen. He enviado a mis hombres escalar esos riscos y buscar un acceso hasta la cresta de la montaña, pero aunque llegáramos y lográramos reducir a los centinelas aún no habríamos logrado nuestro objetivo: hay un desnivel de varios metros que lo separa del castillo.

»Os confieso, caballeros, que mis mejores hombres han dedicado todo su esfuerzo y empeño trepando esos riscos engañosos, puesto que no han sido pocas las ocasiones que creyendo haber encontrado un paso oculto que nos podía llevar a la cima nos hemos enfrentado a desfiladeros que terminaban en barrancos. Dado el terreno, tampoco nos es posible utilizar nuestras máquinas de guerra, ya que no lograríamos alcanzar ni la más baja de sus defensas. Bien, he tomado una decisión que espero resulte acertada. Mañana llegarán un grupo de gascones para los que las montañas no tienen secretos. Exigen una buena paga y la tendrán si, como espero, logran abrirnos una brecha en sus defensas, un camino que nos acerque a la cumbre.

– ¿Y qué pueden hacer los gascones que no hayan sido capaces vuestros hombres? -preguntó Fernando con gesto ofendido.

– Me los han recomendado asegurándome que ni Montségur ni ninguna otra montaña tiene secretos para ellos. Sus pies son firmes donde otros tropiezan y ven en la oscuridad como sí del día se tratara. Debemos intentarlo, caballeros -respondió el senescal.

– ¿Por dónde, cómo y cuándo intentarán vuestros gascones acercarse a Montségur? -insistió Fernando.

– Serán ellos quienes lo decidan -sentenció Hugues des Arcis.

Durante toda la mañana los caballeros continuaron hablando de la situación y de lo que el senescal preveía si los gascones tenían éxito. Su principal empeño era poder acercar alguna de las máquinas de guerra hasta el castillo, sólo así podría derrotar a los sitiados. Fue entonces el turno de las preguntas del caballero templario Arthur Bonard.

De aquella reunión, lo que más sorprendió a Fernando fue el fuego vengativo que brillaba en los ojos de fray Ferrer, el principal inquisidor. No había una brizna de piedad en su mirada y sus palabras parecían dictadas por una intensa pasión. Aquel hombre, se dijo, estaba dominado por el odio.

Cerca del mediodía hicieron un alto para dar cuenta del generoso almuerzo dispuesto por el arzobispo de Narbona, momento en que Fernando solicitó a su compañero Armand de la Tour que le acompañara a ver a Julián.

El fraile dormía agotado y a su lado el bueno de fray Pèire le secaba la frente con un paño húmedo mientras rezaba implorando a Dios por la salud del ilustre notario de la Inquisición.

El fraile se sobresaltó al ver entrar a los dos caballeros templarios.

– Disculpad nuestra irrupción, pero me gustaría que el caballero Armand examinara al buen Julián y ver si puede aliviar su dolencia.

– ¡Ojalá! Pero debéis saber que el físico del senescal le visita casi a diario sin que hasta el momento haya podido mitigar su mal.

Annand de la Tour rogó al fraile que les dejara solos y éste, a regañadientes, obedeció. No le gustaban los templarios, los consideraba arrogantes y misteriosos, y había escuchado algunas historias que ponían en entredicho la santidad de estos monjes soldados.

El físico templario se acercó al lecho donde yacía Julián y sin ningún miramiento le destapó, sobresaltando al enfermo.

Fernando le tranquilizó asegurándole que estaba en buenas manos e instándole a responder a cuantas preguntas le hiciera el físico.

– ¿Dónde os duele? -quiso saber De la Tour.

Julián señaló desde el corazón hasta el vientre. Le confesó que a veces el dolor era tan agudo que no podía ponerse derecho ni caminar, y que en ocasiones notaba un hormigueo en los brazos y las piernas hasta sentirlos rígidos. Sufría fiebre, explicó; además, también tenía vómitos.

Armand de la Tour examinó minuciosamente al enfermo. Le hizo mostrar la lengua, luego hundió sus ágiles dedos en el estómago y en el vientre; a continuación, le hizo que encogiera y estirara las extremidades. Luego le llegó el turno a los ojos y a la nuca.

Fernando asistía en silencio al quehacer de su compañero de armas y sonreía para sus adentros por el temor que reflejaba el rostro de su hermano.

Tras examinar a Julián, el caballero Armand de la Tour se sentó a su lado y le pidió que le describiera con detalle todo lo concerniente a sus dolores.

– ¿Qué os preocupa, fray Julián? -preguntó súbitamente el físico.

Temiendo que aquel templario fuera capaz de leer en su alma, Julián sufrió una fuerte convulsión.

– No es fácil la vida en un campamento militar -respondió intentando desviar la atención de De la Tour.

– No lo es más que en cualquier otro lugar, y a vos nada os falta. Sois notario de la Inquisición a la espera de examinar de cerca las almas perdidas de los herejes de Montségur.

Julián se santiguó y volvió a ser presa de temblores. Una ola de sudor y frío le inundó la frente.

– Yo creo que vos sufrís, fray Julián, y si me dijerais por qué acaso pudiera ayudaros.

– ¿Sufrir? Bueno… sufro por esas almas perdidas que pronto irán al Infierno.

– Pero vos sois un hombre de experiencia, lleváis años ejerciendo como notario.

– Es tanta la responsabilidad… temo equivocarme en mis juicios…

– Sois simplemente notario, a vos no os corresponde juzgar.

– No creáis, en ocasiones mis hermanos requieren mi juicio; saben que a mí no se me puede escapar ninguna palabra de los acusados, y que de mi entendimiento de cuanto dicen a veces depende su pena.

– Insisto en que sois hombre de experiencia.

– Lo soy, lo soy, no hace mucho participé en un cónclave y, para evitar el error en los juicios contra los sospechosos, compilé un glosario para hacer mejor mi labor. Fray Ferrer nos guió.

Julián carraspeó y, clavando los ojos en Armand de la Tour, recitó como si de una letanía se tratase:

– Son «herejes» los que se obstinan en el error. Son «creyentes» los que tienen fe en los errores de los herejes y los asimilan. Los sospechosos de herejía son los que están presentes en los sermones de los herejes y participan, por poco que sea, en sus ceremonias. Los «simplemente sospechosos» han hecho estas cosas sólo una vez. Los «sospechosos virulentos», muchas veces. Los «sospechosos más virulentos» han hecho estas cosas con frecuencia. Los «encubridores» son los que conocen a herejes pero no los denuncian. Los «ocultadores» son los que han consentido en impedir que se descubra a los herejes. Los «receptores» son los que han recibido dos veces a herejes en sus posesiones. Los «defensores» son los que defienden a sabiendas a los herejes a fin de que la Iglesia no extirpe la depravación herética. Los «favorecedores» son todos los de arriba en mayor o menor grado. Los «reincidentes» son los que vuelven a sus antiguos errores heréticos tras haber renunciado formalmente a los mismos…

– Bien, bien, está claro que sabéis cuál es vuestra función y cómo distinguir a los herejes. Con ese glosario es difícil equivocarse, ¿no? -preguntó con sorna el caballero.

– No creáis… a veces… a veces, es difícil saber si mienten o si sencillamente son inocentes. Entre los herejes hay gente rústica que responde con simpleza a las preguntas sin darse cuenta de que con sus palabras siembran la sospecha… pero tal vez son inocentes, simplemente no saben demostrarlo… Pero fray Ferrer…

– Ese dominico… -Fernando no se atrevió a terminar la frase.

– ¿De dónde viene? -quiso saber el caballero De la Tour.

– Es catalán, de Perpiñán, y se ha hecho cargo de todo después del asesinato de nuestros hermanos en Avinhonet. Es muy minucioso, nada se escapa a su mirada, lee en el corazón de los hombres y sabe cuándo le mienten -explicó, azaroso y nervioso el fraile.

– Y a vos os aterra -añadió Armand de la Tour.

– ¡Oh, es mi hermano en Cristo! -protestó Julián-. Él se encargará de los herejes de Montségur.

– ¿Y a vos os preocupa la suerte que puedan correr?

– ¿Que si me preocupa? Sabéis que la condena puede ser la hoguera. ¿Habéis visto morir a algún hombre en la hoguera? Los herejes desafían a la Iglesia y muchos se niegan a pedir perdón prefiriendo morir abrasados. He visto a mujeres y hombres, también a jóvenes, enfrentarse al fuego cantando, mientras el olor a carne quemada se prendía en el aire hasta hacer insoportable el hedor de nuestras ropas y de nosotros mismos. Ese olor… a veces me despierto oliendo a carne quemada y veo los rostros de quienes por no saber decir la palabra precisa han sido pasto de las llamas.


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