– Os duele la conciencia -sentenció el físico-. Es un alivio saber que aún hay quien tiene conciencia.

– Pero ¡qué decís! -protestó asustado el fraile-. Os aseguro que mi conciencia nada tiene que ver con el dolor que me atraviesa el vientre. ¿Es que no sois capaz de diagnosticar mi mal?

– Calmaos, mi buen fraile; tener conciencia es un don, un don doloroso por cierto, pero un don.

– ¡No os entiendo!

– Hermano, no os agitéis -terció Fernando-. Y vos, Armand, ¿qué estáis diciendo? No acabo de saber adónde queréis llegar.

– Vuestro hermano sufre mucho, bien es cierto, y ese sufrimiento es su principal mal. No creo que padezca del hígado ni tampoco creo que su dolencia esté en los intestinos, o en la garganta… Su mal está en el alma, y para eso sólo hay un remedio.

Fernando escuchaba atentamente al caballero Armand, meditando todo cuanto decía, mientras Julián les observaba, temblando como lo haría un niño descubierto en falta.

– Y bien, ¿cuál es ese remedio? -preguntó Fernando.

– Que viva de acuerdo a su conciencia, que no haga nada de lo que tenga que avergonzarse, que escuche la palabra que Dios le murmura al oído y se resiste a atender. Vuestro hermano sufre por los bons homes … y lo hace porque no está seguro de que sean unos malvados o, en todo caso, no cree que sus creencias merezcan tanto sufrimiento, ¿me equivoco?

Julián lloraba como un niño entre convulsiones e hipidos ante la mirada compasiva de Fernando, que se acercó para abrazarlo intentando darle consuelo.

– Entonces, ¿no ha de tomar ninguna medicina? -insistió su hermano.

– Sí, algo le daré para ayudarle a conciliar el sueño. Lo que no debe es someterse a más sangrías innecesarias que le están debilitando. Yo mismo os prepararé unas hierbas que tomaréis antes de acostaros. Os ayudarán a encontrar un sueño tranquilo y profundo. Por lo demás, no creo que tengáis ningún mal.

– Os equivocáis -acertó a quejarse Julián-, estoy enfermo.

– Sí, pero la vuestra es una enfermedad del alma; sólo cuando os pongáis a bien con vuestra conciencia sentiréis alivio, hasta entonces lo único que se puede hacer por vos es ayudaros a que podáis dormir. Hablaré con el físico del senescal para aconsejarle que detenga las sangrías a las que os viene sometiendo.

Julián se estremeció al pensar que el templario le hablaría al físico del senescal sobre el mal de su alma. Armand de la Tour no pudo evitar un sentimiento de compasión al ver el miedo reflejarse en los ojos del fraile dominico. Pensó que a Julián no le adornaban ninguna de las virtudes de Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden que había hecho de su vida un modelo de sacrificio y ascetismo parecido al de los bons homes , a los que con tanto ahínco quiso hacer que regresaran al redil de la Iglesia. El templario se pregunto por qué Julián habría seguido a Domingo de Guzmán si todo en él delataba que poseía un espíritu frágil.

– No os preocupéis, Julián, nadie sabrá de vuestro mal. No mentiré, pero tampoco entraré en detalles; pediré permiso para trataros con mis hierbas para ver si logro aliviaros.

– Gracias, Armand -dijo Fernando apretando con gratitud el hombro de su compañero-. Y ahora, Julián, empezad por cumplir las instrucciones que os ha dado Armand. Cuando os sintáis mejor deberías pasear, visitar a los soldados; sin duda agradecerán que un fraile se preocupe de sus almas, y de esta manera tendréis tiempo de olvidaros un rato de la vuestra.

– También pediremos a fray Pèire un barreño con agua tibia y jabón; no os vendría mal asearos -terció el físico templario.

Julián no fue capaz de poner objeciones a las recomendaciones del caballero y de su hermano. Los miró con gratitud y, por primera en vez en mucho tiempo, se sintió confortado. La presencia de Fernando había despejado momentáneamente las brumas de la soledad que le acompañaba desde que entró en la orden de los dominicos.

5

Fernando y Armand de la Tour dejaron a Julián sumido en sus tribulaciones y con paso firme se dirigieron al rincón del campamento donde se encontraban sus compañeros templarios.

– No os debéis preocupar por Julián -aseguró el físico.

– Lo sé, después de escucharos estoy más tranquilo, aunque veo que las enfermedades del alma son tan devastadoras como las del cuerpo.

– A veces son peores, pero en el caso de Julián vuestra presencia servirá para que recupere las fuerzas que le faltan. Con vos se siente seguro.

– Mi hermano ha vivido atormentado desde que supo que era el hijo bastardo de mi padre.

– No debe de ser fácil estar en esa posición, por más que me hayáis contado las bondades de vuestros padres, sobre todo la generosidad de doña María, vuestra madre…

– Supongo que no podemos comprenderle del todo, puesto que nacimos caballeros. Os agradezco que hayáis visitado a Julián y sé que cuento con vuestra discreción. Ahora quisiera preguntaron qué os parece la situación respecto a Montségur.

– Es cuestión de tiempo.

– ¿Qué queréis decir?

– Que nadie resiste eternamente. Y que, por más que se antoje difícil llegar a la cima, se puede hacer. El precio son vidas, y tanto el senescal Hugues des Arcis como el rey Luis no serán avaros a la hora de pagarlo.

Volvieron a sumirse cada uno en sus pensamientos hasta que se encontraron con sus compañeros, que en ese momento estaban limpiando las armas.

– Me alegro de que hayáis regresado -les saludó Arthur Bonard-. El senescal ha ordenado que nos unamos a su estado mayor.

Arthur Bonard era tan eficaz inventando artilugios de guerra como seco y directo al hablar.

– ¿Y vos, qué habéis respondido? -quiso saber Fernando.

– No debemos desairar al senescal ni al rey Luis, ni tampoco al arzobispo de Narbona -respondió Bonard.

– Eso quiere decir que nos quedamos -sentenció Fernando.

– Eso quiere decir que aguardaremos a ver si esos fieros gascones de los que nos ha hablado el senescal son capaces de acercarse a la fortaleza. Será interesante conocer el resultado de tal empeño -respondió el ingeniero.

– ¿Y nosotros qué haremos? -preguntó Fernando.

– Esperar, observar, hablar y poco más. Ya sabéis que a nuestra Orden no le gusta matar cristianos, y esas gentes de Montségur lo son, equivocados, pero cristianos al fin y al cabo. Temo por ellos, puesto que el arzobispo de Narbona y fray Ferrer están dispuesto a vengar la muerte de Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold. Como bien sabéis, estos dos inquisidores fueron asesinados hace más de un año en Avinhonet.

– Es la única ocasión en la que los bons homes han participado en un acto criminal -apuntó uno de los templarios.

– No lo hicieron directamente -les disculpó Fernando.

– No seáis ingenuo -interrumpió Armand de la Tour-. ¿Acaso creéis que no matar a un hombre directamente con la espada o con las manos exime de la responsabilidad de su muerte…? Los hombres que mataron a los inquisidores salieron de aquí, de Montségur. ¿Creéis acaso que sus obispos herejes Bertran Martí o Raimon Agulher no sabían lo que iba a suceder en Avinhonet? No es un secreto que la noticia del asesinato de los inquisidores fue celebrado en Montségur y que incluso repicaron las campanas de alguna iglesia. El asesinato de Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold fue llevado a cabo por credentes , entre ellos Guilhèm de Lahille, Guilhèm de Balaguier y Bernat de Sent Martí…

– Pero ¿cómo sabéis tanto de lo que sucedió aquella noche en Avinhonet? -preguntó Fernando, cada vez más sorprendido.

– Lo sé, o creo saberlo, pero de esto no hablaremos ni con el senescal ni con el arzobispo de Narbona. Pero ya veis que hay momentos en que todos los hombres pecamos por acción, por omisión, o simplemente porque nos alegramos del sufrimiento de nuestros enemigos. Quizá no seríamos hombres si no lo hiciéramos.

Se hizo el silencio entre los caballeros. El físico había expuesto con crudeza cómo el mal formaba parte de la sustancia humana.

– Bien, ahora ya sabéis que nos quedaremos un tiempo -dijo Arthur Bonard-, el suficiente para no ofender ni al arzobispo ni al senescal. Si podemos, no participaremos en ninguna batalla, aunque creo que debernos estar tranquilos al respecto. Los hombres de Montségur no la plantearán y aún pasará tiempo antes de que el senescal Hugues des Arcis logre hacerles bajar de ese risco infernal.

Súbitamente, un paje llegó corriendo hasta la tienda con un recado del arzobispo de Narbona. Les invitaba a cenar. Los caballeros respondieron que acudirían puntuales; sentían curiosidad por conocer el interior de la suntuosa tienda del arzobispo, de la que se decía estaba mejor equipada que la del propio senescal. Ése era el problema de la Iglesia: que sus sacerdotes no vivían de acuerdo al camino de humildad y pobreza señalado por Cristo, por más que el español Domingo de Guzmán hubiera dado ejemplo de que en su seno también había quien no olvidaba el mensaje del Maestro. Sin embargo, pese a que él y sus frailes daban ejemplo de ascetismo y privaciones, se mostraban inmisericordes con quienes se negaban a regresar al seno de la Iglesia.

6

El cabrero se presentó en la tienda de Julián más tarde de lo acordado.

Fernando se mostraba inquieto. Temía que hubiese ocurrido algo inesperado, algún suceso que impidiera a su madre mandar a por ellos.

La noche se había cerrado en torno al campamento y hasta la tienda de Julián llegaban, de cuando en cuando, las voces de los centinelas dando el santo y seña, y las toses secas de los soldados que habían enfermado durante la larga espera, preparando el asedio a Montségur.

Julián permanecía sentado en su catre, extrañamente quieto. Le latían con fuerza las venas de las sienes y pensó que en aquel síntoma, el físico templario habría visto miedo y sólo miedo.

Cuando el cabrero se deslizó por la abertura de la tienda siseando el nombre de Julián, los dos hombres se apresuraron a salir a su encuentro.

– ¿Por qué os habéis retrasado? -quiso saber Fernando.

El cabrero le miró con fastidio antes de responder:

– Veo, señor, que sois soldado, de manera que deberías saber que el senescal tiene ojos por todas partes, y que esos demonios de gascones llevan dos noches estudiando el terreno, están por todas partes, y no quisiera ser yo quien cayera en sus manos. No imagináis lo que el senescal sería capaz de hacer con un traidor. Claro que yo no lo soy, soy tan sólo un hombre de esta tierra, un credente que sirve al verdadero Dios.


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