– Basta de charla -atajó Fernando-, ¡conducidnos a donde nos esperan!
El cielo parecía un manto negro y apenas lograban ver lo que había unos pasos delante de ellos, pese a que el cabrero les guiaba con la seguridad de quien conoce el terreno aun con los ojos cerrados.
A Fernando se le antojó una eternidad la caminata a través de riscos y maleza, y se sorprendió de que Julián no hubiera emitido ni una sola queja. Se dio cuenta de que su hermano había hecho ése u otros caminos en más ocasiones, y que debía de haber estado viendo con frecuencia a su madre.
De repente el cabrero se paró en seco indicándoles con la mano que se detuvieran. Lo hicieron con una punzada de inquietud, temiendo haber tropezado con alguna patrulla de gascones. Pero no fue un gascón con quien de repente se encontraron sino con doña María, que apareció entre la maleza sonriéndoles.
– ¡Vaya, ya era hora! -les reprochó la dama, envuelta en una capa negra.
– ¡Madre!
La mujer se acercó a su hijo templario y antes de abrazarlo, le observó expectante.
– ¡Cuánto has cambiado! Te has hecho un hombre.
Luego le abrazó apretándole con ansia mientras suspiraba conteniendo las lágrimas.
Fernando se dejó agasajar por su madre mientras aspiraba el olor a lavanda que desprendía el manto que la envolvía. Era una perfecta , pero siempre sería una dama que ni aun en las circunstancias más extremas renunciaría a su personal toque de coquetería, aunque sólo fuera perfumar su áspera capa.
– Sentaos, tenemos mucho de que hablar y poco tiempo para hacerlo. ¿Cómo estás, Julián? Te veo con mejor cara, y tú, Fernando, hijo mío, cuéntame qué ha sido de ti estos años en que no nos hemos visto. Julián me ha dicho que fuiste a ver a tu padre. ¿Cómo se encuentra? Rezo por él, y me tranquiliza saber que le cuida tu hermana Marta; ella lo hará mejor que yo, pues tiene la dulzura y la paciencia que a mí me faltan.
Mientras doña María hablaba, Fernando la observaba con emoción.
Las canas habían cubierto el cabello otrora trigueño de su madre. El rostro se le había afilado, había perdido peso, pero en sus ojos continuaba brillando la misma luz que antaño; toda ella desprendía la energía de siempre. Continuaba siendo una mujer a la que era difícil desobedecer.
Doña María sujetaba entre las suyas las manos de su hijo, que acariciaba con la ternura que tantas veces él sentía que le había sido negada. Fernando tenía un nudo en la garganta y, temiendo romper ese momento que se le antojaba mágico, no se atrevía a decir ni una palabra.
– Señora, el senescal va a enviar a unos gascones para conquistar Montségur -anunció Julián-. Deberías salir antes de que sea demasiado tarde; si no es por vos, hacedlo por vuestra pequeña hija. Teresa no tiene la culpa de que vos profeséis una fe que conduce a la hoguera.
– Sé bien que hace dos días llegó un grupo de gascones. Mi admirado Hugues des Arcis sabe que sus gascones podrán trepar por estos riscos y llegar hasta el castillo. El bueno de Pèire Rotger de Mirapoix lo cree imposible, pero conozco bien al senescal: es un soldado tozudo que no cejará hasta destruir Montségur.
– Entonces, si lo sabéis, ¿por qué os empeñáis en morir? -gritó Julián.
– ¡Déjanos solos! -ordenó doña María-. No me canses y permíteme hablar con mi hijo y despedirme de él, pues será la última vez que nos veamos en esta vida.
Julián, abatido, se sentó en una roca a pocos metros de ellos.
Doña María clavó sus ojos del color de la miel en los ojos negros de Fernando intentando leer las emociones y sentimientos de su hijo.
– Te quiero, te lo digo por si alguna vez te han asaltado las dudas. Sé que no he sido la madre que tú esperabas ni la que me hubiera gustado ser. No me disculparé enumerándote razones que ní a mí me convencen. Soy un ser imperfecto; esta cáscara que me envuelve ha intentado pudrir mi alma, pero afortunadamente pronto me desprenderé de ella.
– ¡Madre…!
– Calla y escúchame, Fernando, no tenemos tiempo y es mucho lo que debo decirte. Aquí tienes a tu medio hermano Julián, que es débil y asustadizo, al que he intentado convencer de que abrace la verdadera fe, pero lo único que he conseguido es que viva atormentado. Aun así, confío en él, lleva tu sangre, sangre de los Aínsa, y por tanto jamás nos traicionará. Hace meses le pedí que, puesto que sabe leer y escribir, no permitiera que nuestros nietos y los nietos de ellos y sus bisnietos olviden lo que ha sucedido aquí. Quiero que escriba una crónica en que lo cuente todo, la maldad de la Gran Ramera, cómo no puede soportar que haya cristianos que vivamos de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, que compartamos cuanto poseernos con quienes nada tienen, que ayudemos a quien lo necesita. Ella, la Gran Ramera, vive envuelta en ropajes damasquinados, rodeada de sirvientes y riqueza, lejos de los pobres y enfermos, sirviendo al Diablo, porque es parte de él.
– ¡Madre, blasfemáis!
– No lo hago, Fernando, y tú… y tú, hijo mío, bien lo sabes. Tú conoces la avaricia de la Iglesia que nosotros llamamos la Gran Ramera. Tú y los que son como tú habéis visto su iniquidad; no te pediré que lo aceptes aquí y ahora, pero sé cómo eres y por tanto sé que eres bueno, que estás dispuesto a morir por los débiles, a sacrificarte por los necesitados, a dar tu vida por Dios, sin esperar nada a cambio. Escucha: Julián escribirá esa crónica, y relatará que tuvimos en doña Blanca de Castilla una fanática y poderosa adversaria; sin ella Francia no existiría y Raimundo conservaría el condado de Tolosa.
– Doña Blanca ha sido generosa con los condes de Tolosa y de Foix; por su mediación el rey no les ha castigado tan severamente como merecían -acertó a decir Fernando.
– ¡No seas ingenuo! Doña Blanca es el mejor gobernante de Francia. Sin ella, su hijo no sería nada. Si Luis se ha mostrado misericordioso no ha sido por otra razón que por consejo de su madre. Doña Blanca no tolerará que se empobrezca más esta tierra a causa de la guerra, y no lo consiente porque muy pronto pertenecerá íntegramente a la Corona. Cuando caiga Montségur, nuestro país habrá muerto.
– ¿Creéis que Raimundo no acudirá en ayuda de Montségur?
– No, no lo hará. El conde nos dejará a nuestra propia suerte. Como bien sabes, tu hermana Marian vive en la corte de Raimundo, ya que su marido, Bertran d'Amis, ocupa un lugar principal al lado del conde. Ella me hace llegar noticias ciertas sobre lo que podemos esperar en Montségur. En el concilio de Béziers toda la horda de la Gran Ramera tomó la decisión de aplastar Montségur. Aquí se encuentran los hombres que acabaron con la vida de los odiosos inquisidores Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold, de manera que Montségur es el último bastión de los verdaderos cristianos. Sólo cuando el castillo sea destruido por las llamas habrá paz.
– ¡Y lo decís así!
– Que yo sea cristiana no significa que sea tonta y no entienda las reglas del tablero de la política. Conocí a doña Blanca y te aseguro que siento auténtica admiración por ella; yo habría hecho lo mismo si el destino me hubiese puesto en su lugar.
– Sin embargo, después de los asesinatos de los inquisidores en Avinhonet, las gentes del país han tomado otra vez las armas… -apuntó con timidez Fernando, impresionado por la lección de política que en aquellas extrañas circunstancias estaba impartiéndole su madre.
– Una tormenta en un vaso de agua. La familia Saint-Gilles está acabada, Raimundo lo sabe y por tanto no volverá a enfrentarse al rey de Francia. La Corona y la Iglesia le han derrotado. Antes ya lo aceptó Rotger Bernat de Foix, por eso firmó la paz con los franceses. Sin él Raimundo no es nadie, y por ello ha tenido que seguir sus pasos. Pero la Iglesia no perdona, de manera que Montségur pagará por los inquisidores muertos en Avinhonet. Si no lo hiciera, las gentes de aquí tendrían la tentación de seguir destripando frailes; por eso en Béziers se tomó la decisión de destruir Montségur.
– ¿Y después? -preguntó con congoja Fernando.
– Después los trovadores ensalzarán nuestro sacrificio y la crónica de Julián servirá para que nuestros nietos sepan la verdad y no olviden que sobre la inteligencia y el fanatismo de una reina se acreció una monarquía que acabó con las libertades de nuestro país.
– Id a por Teresa, yo os sacaré de aquí -suplicó Fernando con desesperación.
– Tú sabes que no lo haré, ¿me crees capaz de huir? ¿En tan poco me tienes?
– Teresa no es más que una niña, ¿condenaréis a morir a mi hermana?
Doña María suspiró impaciente. Sentía el dolor de Fernando, preocupado por la muerte, incapaz de ver la verdad, esa verdad que ella había abrazado con alegría sabiendo que el cuerpo es la peor pesadilla, el manto del que hay que desprenderse para convertirse en sustancia y encontrarse, finalmente, con Dios.
– Fernando, hijo, en el trigo hay cáscara y grano y el cuerpo es sólo cáscara. Teresa no morirá, sólo…
Fernando la interrumpió furioso apartando sus manos de las de ella, sin inmutarse por la pena que se reflejaba en los ojos de su madre. Ambos sufrían por igual: el hijo pensaba que estaba condenado a no entenderse con su madre y la madre se reprochaba no ser capaz de hacer entender la verdad a su hijo.
– Madre, Teresa no merece morir en la hoguera; traédmela o subiré por ella aunque pierda la vida en el empeño.
Doña María le escuchaba sabiendo que cumpliría lo que acababa de decir. Pero ella no quería ver a Fernando muerto; en su fuero íntimo, a pesar de sus creencias, deseaba que su hijo viviera. Él tenía que cumplir una misión y aún era pronto para que regresara a la patria celestial.
– Te doy mi palabra de que lograré que Teresa deje Montségur. No la forzaré, pero se lo pediré porque tú así lo deseas.
– Os pido más, madre, os exijo que la obliguéis a dejar esta montaña. No os perdonaré la vida de mi hermana.
Se miraron en silencio incapaces de expresar en voz alta el dolor, el amor y la admiración que sentían el uno por el otro. Doña María volvió a agarrar las manos de su hijo y se las llevó al rostro besándole la punta de los dedos.
– Quiero morir y regresar a mi ser celestial, pero no descansaré tranquila si sé que parto con tu odio, de manera que haré lo imposible por convencer a Teresa. Te doy mi palabra, tú sabes lo que vale. Sólo te ruego que no me culpes si Teresa no acepta la orden que he de darle.
– Quiero que la traigáis mañana mismo; ordenad al cabrero que mañana cuando caiga la noche nos vuelva a conducir aquí.