– ¡No te metas en esto, Ricard…! -le gritó Roger a su almocadén, apretando los dientes de dolor mientras le era cauterizada la herida-. ¡No es de tu incumbencia!
Pero Ricard no cejó en su empeño y siguió atravesando argumentos. Le recordó cómo él mismo había llamado «pirata» a Roger, muchos años atrás, después de caer prisionero suyo; y que hoy su lealtad le había hecho sitio entre el círculo de amigos más íntimos de Roger. Quizá por esto Ricard comprendía la situación del capitán búlgaro.
No escuché más. Abandoné la tienda de Roger, y me dirigí a la ocupada por el prisionero. Sausi Crisanislao estaba de rodillas, atado al mástil central de la tienda. Había recuperado el conocimiento y un hilillo de sangre resbalaba por su frente. Sus ojos estaban llenos de ira y no de temor. Me senté en un taburete frente a él y le pregunté, mostrándole el disco de oro que antes le había arrebatado, que dónde había obtenido esa joya.
Él me replicó, a su vez, qué me importaba eso y, en cualquier caso, ¿por qué tendría que decírmelo?
– Porque esto te puede salvar la vida -le dije, ganándome su interés.
Quiso entonces saber quién era yo; pero cuando le dije mi nombre vi que no había oído hablar de mí, de modo que añadí:
– Soy el consejero del megaduque. Si intercedo por ti, y por tus hombres, salvaréis la vida.
– ¿Y qué quieres saber?
– Esta joya -le señalé el dibujo del círculo y los rayos-. Éstos son los símbolos de Ishtar y Sin; Venus y la diosa Luna. ¿Acaso eres un pagano? No temas, no es mi cometido juzgarte por esto; tan sólo deseo saber dónde obtuviste este medallón.
Me contó, entonces, cómo sus antepasados habían luchado como mercenarios en los valles de Mesopotamia, y él había sido educado en la religión y los misterios de aquellas tierras. Luego, cayó prisionero en la campaña de Chana, luchando contra los hombres de Miguel Paleólogo, el padre de xor Andrónico, y purgó su derrota en un largo cautiverio en el que abrazó la religión de Cristo.
Un día abandonó la prisión investido como jefe de una fortaleza griega en Frigia.
– Xor Andrónico me adelantó, como buen conocedor de aquellas tierras, como capitán de su confianza. -Y añadió, resentido por el trato que le había dispensado Roger-: Nunca defraudé esa confianza.
– ¿Sigues adorando a los planetas del cielo? -quise saber.
El me miró escandalizado.
– Nunca he adorado a los planetas; pues el Zodiaco y los siete planetas son obra de los malos espíritus.
La religión que Sausi había aprendido en su infancia creía que el mundo superior se hallaba representado por el Gran Rey de la Luz, la Gran Vida, cuyo símbolo era el que adornaba el medallón que yo le había quitado.
Por debajo de él había innumerables seres espirituales, unos benéficos, otros demoníacos. El Conocimiento de la Vida y los poderes dadores de luz trataban de dirigir a los hombres y a las mujeres hacia las buenas acciones; los planetas y el espíritu de la vida física los inducían a extraviarse.
– ¿En qué lugar de Oriente entraste en contacto con esas creencias?
– En la región de pantanos que se extiende entre los márgenes inferiores de los ríos Tigris y Eufrates, que son dos de los ríos que nacen en el Paraíso.
– ¿Nunca conociste a quienes adoran los planetas?
Meditó durante un instante antes de responder que, en una ocasión, él y su gente atacaron el templo de unos adoradores de demonios, cerca de Harrán.
– ¿Quieres decir que adoraban a los planetas?
– Así es.
Esto era muy común; los dioses de una civilización suelen convertirse en los demonios de sus vecinos. Pero, ¿de dónde había surgido toda esa extraña mitología?
– ¿Dónde estaba situado ese templo? -le pregunté.
– Junto a la falda de los montes Tektek, a una jornada a jaloque [15] de la ciudad de Urfa, y a una jornada a cauro [16] de Harrán.
– Me has sido de gran utilidad -dije-. Me ocuparé personalmente de que Roger te libere a ti y a tus capitanes.
Ricard no había cejado en su empeño de salvar al búlgaro, pero Roger aceptó perdonarle la vida sólo cuando le conté que Sausi era buen conocedor de la región a la que nos dirigíamos y que podría sernos de utilidad como guía.
Admirado por la nobleza demostrada por Ricard de Ca n', le pregunté más tarde por su lugar de origen, respondiéndome que había nacido en las tierras altas de los Pirineos, como gran parte de la almogavaría; y añadió con orgullo:
– Por mis venas corre la sangre del linaje del gran Carlomagno, y mi familia fue en tiempos poderosa en el Valle de Andorra, y combatió contra la casa de Foix al lado del obispo de Urgel, y fuimos desahuciados de nuestras tierras cuando yo era apenas un crío que casi no sabía sujetar una espada entre sus manos. No me quedó otra salida que la del campo de batalla; la almogavaría: los mejores soldados de fortuna al servicio de quien pueda pagar nuestro precio, que no es bajo. Pero ahora que con la caída de Acre la cruzada parece haber concluido y nuestro futuro es incierto, sin guerras ni tierras que conquistar, pronto no quedará un lugar en el mundo para guerreros como nosotros.
Le miré con tristeza y dije:
– En este mundo siempre habrá un lugar para la guerra y la violencia.
8
Seguimos nuestro camino hacia Oriente, para encontrarnos con las avanzadas de Caramano, tal y como Sausi Crisanislao nos había advertido. Eran muy superiores en número a los almogávares, pero inferiores en valor, disciplina y sabiduría militar.
Para un ojo poco entrenado como el mío en contemplar batallas, todo se redujo a una horrible confusión de hombres, hierros y caballos. Los almogávares cargaron con su habitual crueldad, derribando los estandartes turcos, saltando por encima de los cadáveres, degollando, tajando, destrozando a los turcos.
Cuando todo acabó, al final del día, los cadáveres de hombres y bestias se amontonaban desordenados, empapando la arena de sangre; las lanzas y los estandartes destrozados apuntaban hacia el cielo aquí y allá en apretados manojos.
La luz del atardecer le confería a todo un carácter de irrealidad y de locura.
Atravesamos victoriosos una de las imponentes puertas de la muralla que tan bien habían resistido el asedio turco. Las trancas de hierro que ceñían y reforzaban las puertas de pernio a pernio, se abrieron al fin para franquearnos el paso.
Filadelfia era una plaza fuerte y populosa, con una población ocre y sin personalidad que se amontonaba, deslumbrada por nuestro paso: aceros brillantes, carros de guerra, caballos bien enjaezados, guerreros vestidos con pieles de fieras. Y en medio, en dolorosa fila, los vencidos. Mujeres y chiquillos de ojos saltones y desorbitados por el terror; guerreros turcos encadenados, mulas cargadas de botín.
Roger, asqueado por la empalagosa mansedumbre, sin acidez ni belicosidad, de aquellas gentes, ordenó decapitar, por cobarde y traidor, al gobernador de Filadelfia y colgar al capitán de la guardia de la ciudad. Y al pueblo de Filadelfia, que no supo resistir con más valor, le impuso una multa de veinte mil libras de plata. Pero, días después, un correo almogávar llegó hasta las puertas de Filadelfia e inmediatamente fue conducido ante Roger de Flor. Traía noticias de extraordinaria importancia y gravedad.
La guarnición alana que custodiaba Magnesia; la caja fuerte del cuantioso botín almogávar, se había rebelado. Los alanos habían pasado a cuchillo a todos los catalanes que guardaban el tesoro almogávar, y habían tomado como rehenes a las princesas doña Irene y doña María. Al parecer la rebelión había sido instigada por el propio George.
Roger paseó de un lado a otro como un animal enjaulado. La ira nublaba sus ojos y estrangulaba su voz. Preguntó al correo cómo era posible todo esto si tras abandonar Cícico había ordenado a Ahonés que las condujera hasta Constantinopla.
Doña Irene y doña María habían pasado los últimos días del invierno con Roger, en Cícico. Después, el megaduque había confiado las dos damas a su almirante. Pero, al parecer, la marejada les impidió hacerse a la mar y el almirante había decidido esperar en Magnesia a que el mar se calmara.
– Pero, mientras tanto -concluyó el correo-, los alanos se rebelaron.
– ¿Y Ahonés? -preguntó Roger.
– El almirante no estaba en la ciudad en ese momento, sino al cuidado de la flota. Es él quien me envía, megaduque, y espera tus órdenes.
Roger apretó los puños y dijo entre dientes:
– ¡Mis órdenes son sangre y muerte para esos traidores!
Sin esperar más, abandonamos Filadelfia, dejando allí a Marulli y sus griegos para guardar la plaza, y nos pusimos en marcha hacia Magnesia.
Roger, actuando como un poseído, puso sitio a la plaza fuerte; ordenó a Ahonés que desembarcara y dispusiera las máquinas de asedio y los maganeles que aún no habían tenido ocasión de usarse, y las dirigió contra los muros de la ciudad.
El ataque fue precipitado y mal concebido. Los alanos rechazaron a los nuestros sin demasiada dificultad, arrojando aceite y azufre caliente desde las murallas de la ciudad, incendiando los artefactos que tan inconscientemente Roger había dirigido contra ellos, descubriéndolas sin precaución alguna.
Gran parte de los mejores hombres de Roger quedaron allí, a los pies de las murallas, aplastados por rocas o abrasados por azufre ardiente. Mientras los supervivientes se retiraban, arrastrando con ellos a los heridos, tuvieron que soportar la mofa y el escarnio de los sitiados, que les increpaban gritando victoriosos desde las almenas.
Roger apretó los puños y tragó saliva.
El trenzado victorioso que nos había llevado hasta allí empezaba a deshilacharse.
En el décimo día de asedio, una de las puertas de la ciudad se abrió y dejó salir a tres grandes carros tirados por acémilas y a varias mujeres. Cuando los carros y las mujeres avanzaron por campo abierto en nuestra dirección, Roger reconoció entre ellas a su joven esposa y a doña Irene, acompañadas de sus sirvientas.
El reencuentro con la princesa doña María, sobre cuyo destino Roger sin duda había sufrido en silencio, emocionó al duro guerrero.
Pero se cuidó mucho de demostrar esta emoción delante de sus hombres.
Roger abrazó a su esposa, rodeándola con sus fuertes brazos como si quisiera protegerla del resto del mundo, y dejó que ella llorara abrazada a él.
– Los alanos afirmaban ser fieles al Imperio y actuar en defensa de Andrónico -estaba diciendo doña Irene mientras tanto-. Y acusaban a Roger de traición.