– ¿Acusaban a Roger de traición? -exclamó Ricard de Ca n'-. ¿Ellos? ¿Cómo se atreven a tanto cinismo?
– George afirma que os habéis rebelado contra el Imperio -le respondió doña Irene-, que habéis asesinado al gobernador de Filadelfia y que habéis saqueado la ciudad.
– ¡Eso es falso! -gritó Ricard.
– ¿Falso? -pregunté alzando una ceja.
– ¿Por qué os han permitido salir en este preciso momento? -le preguntó Roger a doña Irene sin apenas apartarse de la princesa.
– Según George, nunca hemos sido sus prisioneras. Nos retenían dentro de la ciudad para impedir que pudierais tomarnos como rehenes para conseguir la rendición de la plaza. Pero yo amenacé al mesageta [17] con pedirle a mi hermano su cabeza en una bandeja si no nos dejaba abandonar la ciudad inmediatamente. George accedió entonces a dejarnos marchar, y a llevarnos con nosotras tu parte del botín.
– ¿Es eso lo que hay en el interior de esos carros? -preguntó Roger señalándolos.
– Así es, están cargados de oro. George quiere dejar muy claro que actúa sólo en defensa de los intereses de Andrónico. Quiere que tomes tu oro y te marches.
– ¿Creen que vamos a conformarnos con eso, a dar media vuelta y olvidar que él ha degollado a traición a nuestros compañeros? -dijo Ricard rojo de ira.
– ¿Ha muerto toda la guarnición catalana de la ciudad? -preguntó Roger manteniendo la calma-. ¿Estás segura de eso?
– Sí. Vi sus cuerpos en la plaza, y sus cabezas ensartadas en picas.
– ¡Venganza!
– ¡Ya basta, Ricard! -gritó Roger a su almocadén-. ¡No estás resultando de ninguna ayuda aquí!
– Pero, Capitán…
– ¡Lárgate; desaparece de mi vista!
Ricard de Ca n' apretó los puños, parecía que iba a decir algo, pero finalmente dio media vuelta y se marchó de nuestro lado.
Roger esperó a que se alejara, y preguntó a su suegra si pensaba que su hermano estaría detrás de todo esto. A lo que ella respondió que no albergaba ninguna duda sobre ese punto, lo que provocó un gesto de abatimiento en el duro rostro de Roger.
Se preguntó por qué; había combatido fielmente, contra los turcos, para recuperar territorios que unir nuevamente al Imperio. ¿Por qué esta traición?
– Ya te lo advertí -dijo doña Irene-. Es la forma de actuar de los griegos, y tú eres ajeno a todo.
– ¿Tú lo entiendes, Ramón? -me preguntó Roger.
– El Imperio se sabe débil -le respondí-, y tu fuerza hace más evidente su debilidad. Quizás Andrónico está considerando que ha hecho un mal negocio al cambiar a los turcos por los catalanes.
– Regresa a Aragón, Roger -le imploró doña María-. Regresa a tu patria y yo iré contigo, renunciaré a mi sangre y a mi tierra por ti.
– Aragón no es mi patria -exclamó Roger-; ni Sicilia, ni Génova, ni Brindissi… Soy el hijo de un halconero germánico, criado por los rudos monjes templarios. La tierra que piso en cada momento es mi patria, querida niña.
– ¿Qué va a suceder ahora? -preguntó doña Irene.
Roger dijo que, de momento, se mantendría el asedio sobre Magnesia.
– Más adelante Dios dirá -concluyó.
Varios días después, los centinelas dieron la voz de alarma al ver formarse a lo lejos la polvareda que caracteriza el avance de un ejército numeroso. Esto produjo en todo el campamento almogávar un movimiento nervioso, de avispero alertado.
Roger de Flor salió precipitadamente de su tienda y oteó el horizonte, haciendo de visera con sus manos para protegerse del sol.
– ¿Que sucede? -pregunté, alterado por todo el movimiento que se estaba formando a nuestro alrededor.
– Un ejército se acerca desde Poniente -me respondió secamente Roger.
Doña Irene y doña María también habían salido de las tiendas y se acercaron con expresión preocupada en sus rostros. Ricard de Ca n' corrió hasta nosotros, esperando órdenes; mientras el ejército, del que pude distinguir los estandartes que se afirmaban y coloreaban entre las capas de aire y polvo, avanzaba hacia nuestras posiciones.
– ¡Son los pendones de Aragón y Sicilia! -exclamó Ricard asombrado. Su vista era mejor que la de ninguno de nosotros, pero pronto pudimos comprobar la certeza de sus palabras.
Doña Irene preguntó a Roger sobre qué podía significar eso.
– No lo sé -respondió el extemplario-. ¿Una añagaza turca o alana? Tal vez tu hermano pretende sorprendernos.
– No le creo capaz de tanto atrevimiento -respondió la mujer.
– Quizá sí, o quizá no; pero no puedo arriesgarme. Ricard, llama inmediatamente a zafarrancho.
El almogávar así lo hizo, e inmediatamente el campamento entero se tensó preparándose para la batalla; presintiendo la desagradable posibilidad de convertirse de sitiadores en sitiados. Las mujeres y los chiquillos ocuparon el sitio que la defensa les asignó, preparándose para llevar las flechas y las vituallas a los combatientes. Los carros fueron dispuestos en círculo, y sus lonas empapadas de agua para prevenir las flechas incendiarias. Ricard y Galcerán fueron así dando cuerpo a las instrucciones de Roger.
Un par de exploradores del ejército que se acercaba, cabalgando sendos murtats [18] , llegaron hasta la línea de defensa almogávar. Roger reconoció a uno de aquellos hombres y ordenó inmediatamente levantar el estado de zafarrancho.
Los catalanes enfundaron sus dardos y devolvieron al tahalí sus hachas. El grito de victoria almogávar retumbó por todo el campamento; y lo que fue señal de zafarrancho se trocó en caliente y afectuoso recibimiento a los compatriotas que quedaron en Sicilia; los almogávares de Berenguer de Rocafort.
Uno de los dos jinetes que se acercaba era nada menos que Joanot de Curial.
9
Roger y Joanot se abrazaron y besaron como dos hermanos que no se hubieran visto en muchos años.
Joanot era un héroe casi legendario, como Roger, y ambos eran camaradas desde los valerosos últimos días de Acre, donde Roger había salvado la vida a Joanot en más de una ocasión. Lo que fue correspondido por Joanot cuando salvó a Roger de una muerte casi cierta en las mazmorras de la orden del Temple, en Marsella; hechos éstos que me serían narrados poco después, con más detalle, por el propio Joanot de Curial.
Joanot era algo más joven que Roger. Tenía un rostro agradable y bien parecido, dominado por unos grandes ojos castaños, sombreados por unas cejas espesas y oscuras, que hacían que su frente no pareciese demasiado ancha. Su perfil, de nariz recta y labios delgados, recordaba a la imagen de una antigua moneda romana. Su pelo era negro como las plumas de los cuervos, y caía lacio y desordenado sobre sus hombros. Era musculoso y de gran estatura, aunque no tanta como para que le hiciera parecer desgarbado. Vestía una larga gonela color zafre sobre su cota de malla, y en su pecho estaban bordadas las cuatro barras rojas de Aragón. De su cinto colgaba una espada tan ancha y pesada que pocos hombres podrían manejar con soltura.
Más tarde, durante la comida de bienvenida, Roger preguntó a Berenguer de Rocafort sobre las circunstancias de su llegada a Asia.
– Me mandó llamar Andrónico -dijo Berenguer sin dejar de masticar.
Era un hombre tosco, de gestos ampulosos y ojos hundidos, muy peludo de cuerpo y barba, pero completamente calvo en la cabeza. Hablaba, comía y bebía como si le faltara tiempo en la vida para hacer todas estas cosas con calma. Se limpiaba de vez en cuando en la piel de armiño de su capa.
Había llegado con doscientos hombres a caballo y mil infantes almogávares; además de su hermano Gisbert de Rocafort y su tío, Dalmau de San Martín, y Joanot de Curial, que también se sentaban a la mesa. Aquél era un refuerzo que a Roger, ahora que había perdido el apoyo de los alanos y de los griegos de Marulli, le iba a venir muy bien. Pero había cosas que el extemplario aún no veía claras.
– ¿Qué hay de tu problema con el rey? -preguntó Roger a Berenguer.
– Solucionado -respondió éste, realizando la proeza de comer, beber vino y hablar a la vez-. Ese bastardo soltó por fin los veinte mil carlís [19] que me debía, y me ha restituido los castillos de Calabria que mantenía en su poder; pero no me preguntes cómo hice para convencerle.
– Y después decidiste, al fin, acompañarme en mi aventura -concluyó Roger.
– Lo consideré, pero antes de que tomara una decisión recibí un correo del mismísimo xor Andrónico. Me invitaba para que acudiera con mis hombres a Constantinopla; al parecer, deseaba contratar mis servicios y me prometía el título de megaduque.
Roger le miró atónito.
– ¿Cómo?
Berenguer dejó de masticar y le devolvió una sonrisa a Roger.
– Oh, sí. El título ya estaba ocupado por ti. Así se lo hice ver a xor Andrónico en cuanto me presenté ante él en su palacio de Constantinopla. Por cierto, me contaron lo que habías hecho con los genoveses… -rió.
– ¿Qué te dijo entonces Andrónico? -preguntó Roger impaciente.
Berenguer rebuscó en un bolsillo en el dobladillo de su capa, extrajo un rollo de pergamino lacrado con el sello imperial, y lo arrojó sobre la mesa, junto a los montones de huesos de pollo que había ido dejando.
– Tú ya no eres megaduque -dijo Berenguer, encogiéndose de hombros-. Has sido ascendido, amigo; ahora eres César. Felicidades.
Roger de Flor rompió los sellos imperiales, y desenrolló el documento.
– Es mi nombramiento como César del Imperio -dijo tras leerlo rápidamente.
– ¿Qué quiere mi hermano a cambio? -preguntó doña Irene, sin demostrar ninguna felicidad por el reciente encumbramiento de su yerno.
Rocafort observó a la hermana de Andrónico sin responder. En sus ojos había una evidente desconfianza hacia la mujer. El silencio se alargó hasta que el joven Joanot fue quien respondió a doña Irene:
– El Emperador desea que Roger y su ejército levanten inmediatamente el sitio a Magnesia, y abandonen Asia -dijo.
Berenguer de Rocafort explicó a continuación que xor Andrónico ordenaba a Roger dirigirse con urgencia hacia Bulgaria, donde debería acudir en auxilio del esposo de doña Irene, porque un hermano suyo se había levantado contra él y contaba con el apoyo de gran parte del ejercito búlgaro.
– Eso no es cierto -dijo Irene con firmeza-. No existen esa clase de asuntos en Bulgaria.