– ¡Su abuela fue la que me pidió que la buscara! Se va a quedar sin la casa.

– Ah, es verdad. Se me había olvidado.

Lula le miró por el espejo retrovisor.

– ¿Qué pasa? ¿Fuiste a una de esas escuelas de derecho gratuitas?

– Muy graciosa -hizo otro gesto para alisarse la corbata-. Fue un curso por correspondencia.

– ¿Eso es legal?

– Por supuesto. Te ponen exámenes y todo.

Entré en el aparcamiento de la lavandería y paré el coche.

– Bueno, pues ya hemos vuelto del almuerzo -dije.

– ¿Ya? Pero ha sido muy rápido. Ni siquiera me he acabado las patatas -dijo-. Y luego tengo que comerme la tarta.

– Lo siento. Tenemos mucho trabajo.

– ¿Sí? ¿Qué clase de trabajo? ¿Estáis detrás de alguien peligroso? Seguro que podría ayudaros.

– ¿No tienes que hacer cosas tuyas?

– Es mi hora de comer.

– No lo pasarías bien con nosotras -dije-. No vamos a hacer nada interesante. Pensaba volver a casa de Evelyn y, a lo mejor, hablar con algunos vecinos.

– A mí se me da bien hablar con la gente -dijo-. Ésa fue una de mis mejores asignaturas… hablar con gente.

– No me parece bien echarle antes de que se coma la tarta -dijo Lula. Luego le miró por encima del respaldo de su asiento-. ¿Te la vas a comer toda?

– Vale, que se quede -dije-. Pero que no hable con nadie. Tiene que quedarse dentro del coche.

– Como el conductor de repuesto, ¿no? -dijo-. Por si hay que salir corriendo.

– No. No va a haber necesidad de salir corriendo. No eres el conductor. No vas a conducir. Yo conduzco.

– Claro, claro. Ya lo sé -dijo.

Dejamos el aparcamiento, entramos en la avenida Hamilton y nos dirigimos al Burg girando por el hospital St. Francis. Atravesamos el laberinto de callejuelas y me detuve delante de la casa de Evelyn. El barrio estaba muy tranquilo a mediodía. Sin niños ni bicicletas. Nadie sentado en los porches. Prácticamente nada de tráfico.

Necesitaba hablar con los vecinos de Evelyn, pero no quería que Lula y Kloughn estuvieran presentes. Lula asustaba terriblemente a la gente. Y Kloughn nos daba un aire de misioneros. Aparqué junto a la acera, Lula y yo bajamos del coche y me guardé las llaves en el bolsillo.

– Vamos a echar un vistazo por ahí -dije a Lula.

Ella miró a Kloughn.

– ¿No crees que deberíamos dejarle una ventana abierta? ¿No hay alguna ley al respecto?

– Creo que la ley sólo se refiere a los perros.

– Pero es que él parece entrar en ese grupo -dijo Lula-. La verdad es que es muy mono, muy de andar por casa.

No me apetecía volver al coche y abrir la puerta. Me temía que Kloughn saliera corriendo.

– No le va a pasar nada -dije-. No tardaremos mucho.

Nos acercamos al porche y llamamos al timbre. No hubo respuesta. Seguía sin verse nada a través de la ventana de la fachada.

Lula pegó la oreja a la puerta.

– No se oye nada ahí dentro -dijo.

Fuimos a la parte de atrás y miramos por la ventana de la cocina. Los mismos dos cuencos de cereales y los mismos vasos seguían en la repisa junto al fregadero.

– Tenemos que echar un vistazo dentro -dijo Lula-. Seguro que la casa está plagada de pistas.

– Nadie tiene llave.

Lula intentó abrir la ventana.

– Cerrada.

Le dio un meneo a la puerta.

– Claro que nosotras somos cazarrecompensas y si creyéramos que ahí dentro hay algún delincuente tendríamos derecho a romper la puerta.

Sabido es que de vez en cuando he quebrantado la ley levemente, pero aquello era una fractura múltiple.

– No quiero fastidiarle la puerta a Evelyn.

Vi cómo Lula examinaba la ventana.

– Y tampoco quiero romperle la ventana. En este caso no estamos actuando como personal de cumplimiento de fianzas y no tenemos motivos para entrar a la fuerza.

– Sí, pero si la ventana se rompiera accidentalmente, sería de buenas vecinas entrar a investigar. Como para intentar arreglarla por dentro -Lula describió un arco con su enorme bolso de cuero negro y lo estrelló contra la ventana-. ¡Uy! -dijo.

Cerré los ojos y apoyé la frente en la puerta. Respiré profundamente y me dije a mí misma que había que mantener la calma. Por supuesto, tenía ganas de gritarle a Lula y puede que incluso de estrangularla, pero ¿qué lograría con eso?

– Vas a pagar el arreglo de esa ventana -dije.

– Y una mierda. Es una casa de alquiler. Tienen seguros y rollos de ésos -quitó los trozos de cristal que quedaban, metió el brazo por la ventana rota y abrió la puerta.

Saqué del bolso unos guantes de goma desechables y nos los pusimos. No tenía sentido dejar aquello lleno de huellas, teniendo en cuenta que habíamos entrado ilegalmente. Con la suerte que tengo, seguro que entraban ladrones y cuando llegara la policía encontraban mis huellas por todas partes.

Lula y yo entramos en la cocina y cerramos la puerta tras de nosotras. Era una cocina pequeña y, con Lula a mi lado, la abarrotábamos por completo.

– Tal vez sería mejor que vigilaras desde el salón -dije-. No vaya a ser que alguien entre y nos pille.

– Vigilancia es mi segundo nombre. No se me escapa nadie.

Empecé por la encimera, revolviendo los habituales cacharros de cocina. No había mensajes escritos en el bloc de notas. Revisé un montón de correo. No había nada de interés, aparte de unas toallas muy monas de Martha Stewart que se venden por teléfono. Pegado con papel celo en el frigorífico había un dibujo de una casa hecho con ceras de color rojo y verde. De Annie, supuse. Los platos estaban cuidadosamente apilados en los armarios de encima del fregadero. Los vasos no tenían ni una mancha y estaban alineados en fila de a tres en los estantes. En el frigorífico había cantidad de condimentos, pero ningún alimento perecedero. Ni leche, ni zumo de naranja. Ni fruta, ni verduras frescas.

Saqué algunas conclusiones de aquella cocina. La despensa de Evelyn estaba mejor surtida que la mía. Se marchó precipitadamente, pero tuvo la precaución de tirar la leche. Si era una borracha, se drogaba o estaba chiflada, era una borracha, drogada o chiflada responsable.

No encontré nada de interés en la cocina, así que pasé al salón y al comedor. Abrí cajones y miré debajo de los cojines.

– ¿Sabes adonde iría yo si tuviera que esconderme? -dijo Lula-. Iría a Disney World. ¿Has estado alguna vez en Disney World? Iría allí, sobre todo si tuviera problemas, porque en Disney World todo el mundo es feliz.

– Yo he ido siete veces a Disney World -dijo Kloughn.

Lula y yo dimos un brinco al oír su voz.

– Oye -dijo Lula-, tú tenías que quedarte en el coche.

– Me he cansado de esperar.

Le lancé a Lula una mirada asesina.

– Estaba vigilando -dijo ella-. No sé cómo se me ha colado -Lula se volvió hacia Kloughn-. ¿Cómo has entrado aquí?

– La puerta de la cocina estaba abierta. Y la ventana, rota. No la habréis roto vosotras, ¿verdad? Podríais meteros en un buen lío por algo así. Eso se llama allanamiento de morada.

– Nos hemos encontrado la ventana así -dijo Lula-. Por eso nos hemos puesto guantes de goma. No queremos joder las pruebas si han robado algo.

– Bien pensado -dijo Kloughn, con los ojos brillantes y la voz una octava más aguda-. ¿De verdad creéis que han robado algo? ¿Creéis que habrá habido algún herido?

Lula le miró como si nunca hubiera visto a nadie tan simple.

– Voy a investigar en el piso de arriba -dije-. Vosotros dos quedaos aquí y no toquéis nada.

– ¿Qué vas a buscar en el piso de arriba? -quiso saber Kloughn, siguiéndome por las escaleras-. Apuesto a que vas a buscar alguna pista que te lleve hasta Evelyn y Annie. ¿Sabes dónde miraría yo? Miraría…

Me giré en redondo, casi haciéndole perder el equilibrio.

–  ¡Abajo! -dije, señalando con un brazo rígido y gritándole a un milímetro de su nariz-. Siéntate en el sofá y no te levantes hasta que yo te lo diga.


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