– Jo. No hace falta que me grites. Con que me lo digas es suficiente, ¿vale? Madre mía, hoy debes de tener uno de esos días, ¿verdad?
Entorné los ojos.
– ¿Uno de qué días?
– Ya sabes.
– No es uno de esos días.
– No, ella es así en los días buenos -dijo Lula-. No quieras saber cómo se pone en uno de esos días.
Dejé a Lula y a Kloughn en la planta baja y me metí por los dormitorios a solas.
Todavía quedaba ropa colgada en los armarios y doblada en los cajones de las cómodas. Evelyn debía de haberse llevado sólo lo imprescindible. O su desaparición era temporal o se había marchado a toda prisa. O puede que las dos cosas a la vez.
No había ni una señal de Steven que yo pudiera distinguir. Evelyn había esterilizado la casa de su presencia. No había productos de higiene masculina abandonados en el cuarto de baño, ni un cinturón de hombre colgado en el armario, ni una foto de familia en un marco de plata. Yo había hecho una limpieza similar en mi casa cuando me separé de Dickie. Pero, aun así, durante meses me vi sorprendida por elementos olvidados: un calcetín de hombre que se había caído detrás de la lavadora, un juego de llaves del coche que había desaparecido debajo del sofá y habíamos dado por perdido…
En el armario de las medicinas había lo de siempre: un bote de Tylenol, un frasco de jarabe infantil para la tos, seda dental, tijeras de uñas, colutorio, una caja de tiritas, polvos de talco… Ni estimulantes ni tranquilizantes. Nada de alucinógenos. Nada de píldoras de la felicidad. También era notoria la ausencia de cualquier tipo de alcohol. Ni vino ni ginebra en los armarios de la cocina. Ni cerveza en el frigorífico. Puede que Carol estuviera equivocada respecto a la bebida y a las píldoras. O puede que Evelyn se lo hubiera llevado todo.
Kloughn asomó la cabeza por el quicio de la puerta del baño.
– No te importa que yo también eche un vistazo, ¿verdad?
– ¡Sí, me importa! Te he dicho que te quedes en el sofá. Y ¿qué está haciendo Lula? Ella tenía que controlarte.
– Lula está de centinela. No hacen falta dos personas para eso, así que he pensado ayudarte en la búsqueda. ¿Ya has mirado en el dormitorio de Annie? Acabo de mirar yo y no he encontrado ni una pista, pero sus dibujos dan miedo. ¿Te has fijado en sus dibujos? Esa cría está trastornada, te lo digo yo. Es por culpa de la televisión. Demasiada violencia.
– El único dibujo que he visto ha sido el de una casa verde y roja.
– ¿Y el rojo parecía sangre?
– No, parecían ventanas.
– Ah-ah -dijo Lula desde el salón.
Maldita sea. Odio ese «ah-ah».
– ¿Qué pasa? -grité desde arriba.
– Un coche acaba de aparcar detrás de tu CR-V.
Escudriñé entre las cortinas del dormitorio de Evelyn. Era un Lincoln negro. De él se apearon dos sujetos y se acercaron a la puerta de la casa de Evelyn. Agarré a Kloughn de la mano y lo arrastré escaleras abajo detrás de mí. Que no te entre el pánico, pensé. La puerta está cerrada. Y no se ve nada desde fuera. Hice un gesto a los otros para que estuvieran callados y todos nos quedamos quietos como estatuas, sin apenas respirar, mientras uno de los hombres llamaba a la puerta.
– No hay nadie en casa -dijo.
Solté el aire cuidadosamente. Ahora se largarían, ¿no? Pues no. Se oyó una llave entrando en la cerradura. Ésta chascó y la puerta se abrió.
Lula y Kloughn se pusieron detrás de mí. Los dos hombres se quedaron quietos en el porche.
– ¿Sí? -les dije, intentando aparentar que era de la casa.
Los hombres tendrían cuarenta y muchos o cincuenta años. De estatura media. Estructura sólida. Vestidos con trajes oscuros. Ambos blancos. Y no parecía que les alegrara especialmente haberse encontrado a los Tres Chiflados en casa de Evelyn.
– Queremos ver a Evelyn -dijo uno de ellos.
– No está -contesté-. ¿De parte de quién?
– Eddie Abruzzi. Y éste es mi socio, Melvin Darrow.
3
MADRE MÍA. Eddie Abruzzi. Y yo que pensaba que hoy estaba siendo un día de mierda.
– He sido informado de que Evelyn se ha mudado -dijo Abruzzi-. Usted no sabrá dónde se encuentra, ¿verdad?
– No -dije-. Pero, como puede ver, no se ha mudado.
Abruzzi miró alrededor.
– Sus muebles siguen aquí. Pero eso no significa que no se haya marchado.
– Bueno, técnicamente… -dijo Kloughn.
Abruzzi le miró perplejo.
– ¿Quién es usted?
– Soy Albert Kloughn. El abogado de Evelyn.
Aquello hizo sonreír a Abruzzi.
– Evelyn ha contratado a un clown de abogado. Perfecto.
– K-l-o-u-g-h-n -dijo Albert Kloughn.
– Y yo soy Stephanie Plum.
– Ya sé quién eres -dijo Abruzzi. Su voz era escalofriantemente tranquila y sus pupilas estaban contraídas al tamaño de puntas de alfiler-. Mataste a Benito Ramírez.
Benito Ramírez era un boxeador de la categoría pesos pesados que intentó liquidarme en varias ocasiones y que acabó siendo tiroteado en la escalera de incendios de mi casa cuando trataba de entrar por mi ventana. Era un psicópata asesino de una maldad extrema, que encontraba placer y fuerza en el dolor de los demás.
– Ramírez era mío -dijo Abruzzi-. Había invertido un montón de tiempo y dinero en él. Y le entendía. Compartíamos muchos objetivos comunes.
– Yo no le maté. Lo sabe, ¿verdad?
– Tú no apretaste el gatillo… pero como si lo hubieras hecho -desvió su atención a Lula-. A ti también te conozco. Eres una de las putas de Benito. ¿Qué tal lo pasabas con él? ¿Disfrutabas? ¿No te sentías privilegiada? ¿Aprendiste algo?
– No me encuentro muy bien -dijo Lula. Y se desmayó de repente, cayendo encima de Kloughn y arrastrándole con ella al suelo.
Ramírez había maltratado a Lula. La había torturado y dejado por muerta. Pero Lula no había muerto. De lo que se deduce que no es nada fácil matar a Lula.
Al contrario que Kloughn, que tenía toda la pinta de estar a punto de estirar la pata. Estaba atrapado debajo de Lula y sólo le asomaban los pies, en una excelente imitación de la Malvada Bruja del Este cuando la casa de Dorothy le cae encima. Profirió un sonido que era mitad chillido ratonil, mitad estertor de agonía.
– Socorro -susurró-. No puedo respirar.
Darrow agarró a Lula de una pierna y yo la agarré de un brazo, y juntos se la quitamos de encima.
– ¿Se ve algo roto? -preguntó-. ¿Me ha despanzurrado?
– ¿Qué hacéis aquí? -inquirió Abruzzi-. ¿Y cómo habéis entrado?
– Hemos venido a visitar a Evelyn -dije-. La puerta de atrás estaba abierta.
– ¿Tú y tu amiga, la puta gorda, siempre lleváis guantes de goma?
Lula abrió un ojo.
– ¿A quién estás llamando gorda? -abrió el otro ojo-. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy en el suelo?
– Te has desmayado -expliqué.
– Eso es mentira -dijo, poniéndose de pie-. Yo no me desmayo. No me he desmayado ni una sola vez en mi vida -miró a Kloughn, que seguía tumbado en el suelo-. ¿Y a éste, qué le pasa?
– Le has caído encima.
– Me has aplastado como a una mosca -dijo Kloughn, haciendo un esfuerzo para levantarse-. Tengo suerte de estar vivo.
Abruzzi nos contempló a todos un instante.
– Esta casa es de mi propiedad -dijo-. No volváis a entrar en ella. No me importa si sois amigos de la familia, abogados o putas asesinas. ¿Entendido?
Apreté los labios con fuerza y no dije nada.
Lula cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y dijo: «Hum».
Y Kloughn asintió vigorosamente con la cabeza.
– Sí, señor -dijo-. Lo entendemos. No hay problema. Sólo hemos entrado esta vez debido a que…
Lula le dio una patada en la pantorrilla.
– ¡Ay! -chilló Kloughn, doblándose por la cintura para agarrarse la pierna.
– Fuera de esta casa -dijo Abruzzi, dirigiéndose a mí-. Y no volváis.