– ¿Todavía estáis ahí?

Hubo un momento de silencio.

Luego oyó varias voces hablando todas a la vez, tenues, como sofocadas con una almohada:

Estamos aquí. Todavía estamos aquí.

Eso lo tranquilizó.

Tienes que conservarnos ocultas, Francis.

Asintió. Parecía algo obvio. Sentía un dilema interior, casi como un matemático que ve que una ecuación complicada en una pizarra podría tener varias soluciones posibles. Las voces que lo habían guiado también lo habían metido en ese aprieto, y no le cabía duda de que tenía que mantenerlas ocultas en todo momento si quería salir alguna vez del Hospital Estatal Western. Mientras pensaba en ello, oía los sonidos familiares de todas las personas que habitaban en su imaginación. Cada una de esas voces tenía su personalidad: una voz de exigencia, una voz de disciplina, una voz de concesión, una voz de preocupación, una voz que advertía, una voz que calmaba, una voz de duda, una voz de decisión. Todas tenían sus tonos y sus temas; había llegado a saber cuándo debía esperar una u otra, según la situación en que se encontrase. Desde su airada confrontación con su familia y la llegada de la policía y la ambulancia, las voces le habían reclamado su atención. Pero ahora tenía que esforzarse para oírlas, y la concentración le hacía fruncir el entrecejo.

Pensó que, en cierto modo, eso formaba parte de organizarse.

Permaneció en aquella cama incómoda otra hora, percibiendo la estrechez de la habitación, hasta que la ventanita de la puerta se abrió con un chirrido. Desde su posición, podía verla si se incorporaba como un atleta haciendo abdominales, una postura difícil de mantener más de unos segundos debido a la camisa de fuerza. Vio primero un ojo y después otro que lo observaban, y logró pronunciar un débil: «¿Hola?»

Nadie contestó y la ventanita se cerró de golpe.

Treinta minutos después, según sus cálculos, se abrió de nuevo. Intentó saludar otra vez, y esta vez pareció funcionar porque segundos después oyó una llave en la cerradura. La puerta se abrió, y el negro grandullón entró en la celda. Sonreía como si lo hubieran pillado en mitad de una broma, y saludó a Francis de una forma afable.

– ¿Cómo te encuentras hoy, Francis? -preguntó-. ¿Has conseguido dormir? ¿Tienes hambre?

– Tengo sed -dijo Francis con voz ronca.

– Es por la medicación que te dieron -repuso el auxiliar-. Te deja la lengua espesa, como si la tuvieras hinchada, ¿verdad?

Francis asintió. El auxiliar salió al pasillo y volvió con un vaso de agua. Se sentó al borde de la cama y sostuvo a Francis como si fuera un niño enfermo para que se la bebiera. Estaba tibia, casi salobre, con un ligero sabor metálico, pero en ese momento la mera sensación de que le bajara por la garganta y aquel brazo que lo sostenía tranquilizaron a Francis más de lo que habría esperado. El negro debió de darse cuenta, porque aseguró en voz baja:

– Todo irá bien, Pajarillo. Así es como te llamó el otro nuevo, y creo que es un buen apodo. Este sitio es un poco duro al principio, uno tarda en acostumbrarse, pero estarás bien. Estoy seguro. -Lo recostó en la cama y añadió-: El médico vendrá a verte enseguida.

Unos segundos después, Francis vio la forma rolliza del doctor Gulptilil en el umbral.

– ¿Cómo se encuentra hoy, señor Petrel? -preguntó con una sonrisa y su ligero acento británico.

– Estoy bien -respondió Francis. No sabía qué otra cosa decir. Sus voces le advertían que tuviera mucho cuidado. De nuevo sonaban más tenues de lo habitual, casi como si le gritaran desde el otro lado de un ancho abismo.

– ¿Recuerda dónde está? -preguntó el médico.

– En un hospital.

– Sí-corroboró el médico con una sonrisa-. Eso no es difícil de suponer. ¿Pero recuerda cuál? ¿Y cómo llegó aquí?

Francis se acordaba. El mero hecho de responder preguntas despejó parte de la niebla que le oscurecía la visión.

– Estoy en el Hospital Estatal Western -dijo-. Y llegué en una ambulancia después de una discusión con mis padres.

– Muy bien. ¿Y recuerda en qué mes estamos? ¿Y el año?

– Todavía estamos en marzo, creo. De 1979.

– Excelente. -El médico pareció satisfecho-. Diría que hoy está un poco más orientado. Creo que podremos ponerlo fuera de aislamiento y sujeción, y empezar a integrarlo en la unidad. Es lo que había esperado.

– Me gustaría irme a casa -dijo Francis.

– Lo siento, señor Petrel. Eso aún no es posible.

– No quiero quedarme aquí-insistió el joven. Parte del temblor que había marcado su voz el día anterior amenazaba con reaparecer.

– Es por su propio bien -contestó el médico.

Francis lo dudó. Sabía que no estaba tan loco como para no comprender que era por el bien de otras personas, no por el suyo, pero no lo dijo en voz alta.

– ¿Por qué no puedo irme a casa? -quiso saber-. No he hecho nada malo.

– ¿Recuerda el cuchillo de cocina? ¿Y sus amenazas?

– Fue un malentendido -explicó meneando la cabeza.

– Claro que sí-sonrió Gulptilil-. Pero estará con nosotros hasta que se dé cuenta de que no puede ir por ahí amenazando a la gente.

– Le prometo que no lo haré.

– Gracias, señor Petrel. Pero una promesa no es suficiente en sus actuales circunstancias. Tiene que convencerme. Convencerme por completo. La medicación que recibe le irá bien. A medida que siga tomándola, el efecto acumulativo aumentará su dominio de la situación y le servirá para readaptarse. Puede que entonces podamos hablar de su regreso a la sociedad y a algo más constructivo. -Dijo esa última frase despacio, y añadió-: ¿Qué opinan sus voces de su estancia aquí?

– No oigo ninguna voz -repuso Francis, y oyó un coro de aprobación en su interior.

– Ah, señor Petrel, ahora tampoco sé muy bien si creerlo -sonrió el médico otra vez, mostrando una dentadura ligeramente irregular-. Aun así-vaciló-, creo que le irá bien estar con el resto de los pacientes. El señor Moses le enseñará las instalaciones y le explicará las normas. Las normas son importantes, señor Petrel. No hay muchas pero son vitales. Obedecer las normas y convertirse en un miembro constructivo de nuestro pequeño mundo son signos de salud mental. Cuanto más me demuestre que sabe desenvolverse bien aquí, más cerca estará de volver a casa. ¿Comprende esta ecuación, señor Petrel?

Francis asintió con énfasis.

– Hay actividades. Hay sesiones en grupo. De vez en cuando tendrá algunas sesiones particulares conmigo. Y recuerde las normas. Todas estas cosas juntas crean posibilidades. Si no se adapta, me temo que su estancia aquí será larga, y a menudo desagradable… -Señaló la celda de aislamiento-. Esta habitación, por ejemplo -comentó, y señaló la camisa de fuerza-, estos recursos, y otros, son opciones. Siempre son opciones. Pero evitarlos es vital, señor Petrel. Vital para recuperar la salud mental. ¿Me expreso con suficiente claridad?

– Sí-afirmó Francis-. Integrarse. Sacar provecho. Obedecer las normas -repitió como un mantra o una oración.

– Exacto. Excelente. ¿Lo ve? Ya vamos progresando. Anímese, señor Petrel. Y saque provecho de lo que el hospital le ofrece. -Se levantó y asintió en dirección del auxiliar-. Muy bien, señor Moses, ya puede liberar al señor Petrel. Acompáñelo a la unidad, dele algo de ropa y muéstrele la sala de actividades.

– Sí, señor -contestó el auxiliar con vehemencia militar.

Gulptilil salió de la celda de aislamiento, y el auxiliar empezó a desabrocharle la camisa de fuerza y a descruzarle las mangas hasta dejarlo libre. Francis se estiró con torpeza y se frotó los brazos, como si quisiera devolver algo de energía y vida a las extremidades que habían estado sujetas con tanta firmeza. Puso los pies en el suelo y se levantó inseguro. Notó una sensación de mareo y el auxiliar lo agarró del hombro para impedir que se cayera. Se sintió un poco como un niño que da sus primeros pasos, sólo que sin la misma sensación de alegría y logro, provisto nada más que de duda y miedo.


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