Francis no lo creyó.

Le condujeron de vuelta a la sala de espera, con las lágrimas resbalándole por las mejillas y las manos temblorosas bajo las sujeciones. Se retorcía en la silla para llamar la atención de los auxiliares.

– Por favor -rogó lastimeramente, con la voz quebrada por una mezcla de miedo y tristeza sin límite-, quiero ir a casa. Me están esperando. Es donde quiero estar. Llévenme a casa, por favor.

El auxiliar pequeño tenía el rostro tenso, como si le doliese oír las súplicas de Francis.

– Todo va a ir bien, ¿me oyes? -repitió con una mano en el hombro de Francis-. Tranquilo… -Le hablaba como si fuera un niño.

Los sollozos sacudían a Francis, procedentes de una parte muy profunda de su ser. Se detuvieron en la sala de espera donde la secretaria estirada alzó los ojos con una expresión impaciente e implacable.

– ¡Silencio! -ordenó a Francis, que se tragó otro sollozo y tosió.

Al hacerlo, echó un vistazo alrededor de la habitación y vio a dos policías estatales uniformados, con chaqueta gris y pantalones de montar azules remetidos en relucientes botas marrones de caña alta. Ambos eran la imagen robusta, alta y esbelta de la disciplina, con el pelo cortado al uno y el sombrero de ala rígida un poco inclinado. Los dos llevaban un cinturón tan pulido como un espejo, y un revólver enfundado a la cintura. Pero quien llamó la atención de Francis fue el hombre al que flanqueaban.

Era más bajo que los policías, pero corpulento. Francis supuso que tendría unos treinta años. Adoptaba una postura lánguida y relajada, con las manos esposadas delante, pero su lenguaje corporal parecía minimizar la función de las esposas, como si sólo fueran un leve inconveniente. Llevaba puesto un holgado mono azul marino con las palabras MCI-BOSTON bordadas en amarillo sobre el bolsillo superior derecho, y un par de zapatillas de deporte viejas y sin cordones. El pelo castaño, bastante largo, le sobresalía por debajo de una gorra de los Boston Red Sox manchada de sudor, y lucía barba de dos días. Lo que más impresionó a Francis fueron sus ojos, porque iban de un lado a otro de la habitación, más atentos y observadores que la pose relajada que adoptaba, para captar muchas cosas lo más rápido posible. Poseían algo profundo que Francis notó de inmediato, a pesar de su propia angustia. No supo definirlo, pero era como si aquel hombre percibiese algo indescriptiblemente triste situado fuera del alcance de su vista, de modo que lo que veía, oía o presenciaba estaba teñido por este dolor oculto. Fijó esos ojos en Francis y logró esbozar una sonrisita comprensiva, que pareció hablarle directamente.

– ¿Estás bien, chico? -preguntó con un leve acento irlandés de Boston-. ¿Tan mal te van las cosas?

– Quiero irme a casa -explicó Francis a la vez que meneaba la cabeza-, pero dicen que tengo que quedarme aquí.- Acto seguido, preguntó espontáneamente en tono lastimero: -¿Puedes ayudarme, por favor?

– Supongo que aquí hay más de uno que querría irse a casa y no puede -dijo el hombre, inclinándose un poco hacia el joven-. Yo mismo me incluyo en esa categoría.

Francis alzó la mirada hacia él. No sabía muy bien por qué, pero su tono calmado lo tranquilizó.

– ¿Puedes ayudarme? -repitió.

– No sé qué puedo hacer -dijo el hombre con una sonrisa, medio indiferente y medio triste-, pero lo intentaré.

– ¿Me lo prometes? -lo urgió Francis.

– De acuerdo. Te lo prometo.

El joven se recostó en la silla y cerró los ojos.

– Gracias -susurró.

La secretaria interrumpió la conversación con una orden a uno de los auxiliares negros:

– Señor Moses, este caballero es el señor… -Vaciló tras señalar al hombre del mono y decidió continuar como si omitiera adrede el nombre-. Es el caballero del que hablamos antes. Estos policías lo acompañarán a ver al médico, pero vuelvan enseguida para llevarlo a su nuevo alojamiento. -Pronunció esta palabra con una pizca de sarcasmo-. Mientras tanto, instalen al señor Petrel en Amherst. Lo están esperando.

– Sí, señora -dijo el negro corpulento, como si le tocara hablar, aunque los comentarios de la mujer iban dirigidos al otro auxiliar-. Lo que usted diga.

El hombre del mono volvió a mirar a Francis.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó.

– Francis Petrel.

– Petrel es un nombre bonito. -Sonrió-. Así se llama un pajarillo marino, común en Cape Cod. Son los pájaros que se ven sobrevolando las olas las tardes de verano, sumergiéndose en el agua y levantando el vuelo. Unos animales muy bonitos. Mueven con rapidez sus alas blancas y planean sin esfuerzo. Deben de tener muy buena vista para detectar un lanzón o un menhaden en el agua. Un pájaro poético, sin duda. ¿Puedes volar así, Francis?

El joven sacudió la cabeza.

– Vaya -exclamó el hombre del mono-. Pues tal vez deberías aprender. Sobre todo si te van a encerrar en este acogedor sitio mucho tiempo.

– ¡Silencio! -interrumpió uno de los policías con una brusquedad que hizo sonreír al hombre.

– ¿O qué? -le replicó.

El policía no contestó, aunque enrojeció, y el hombre volvió a girarse hacia Francis sin hacer caso de la orden.

– Francis Petrel. Pajarillo. Eso me gusta más. Tómatelo con calma, Pajarillo, y volveré a verte pronto. Te lo prometo.

Francis fue incapaz de contestar, pero percibió un mensaje de ánimo en aquellas palabras. Por primera vez desde que esa horrible mañana había empezado con tantas voces, gritos y recriminaciones, sintió que no estaba totalmente solo. Era como si el ruido y el estruendo constante que había oído todo el día se hubiera reducido, como si hubieran bajado el volumen demencial de una radio. Algunas de sus voces le murmuraron una aprobación de fondo, y se relajó un poco. Pero no tuvo tiempo de reflexionar al respecto, porque se lo llevaron con brusquedad hacia el pasillo y la puerta se cerró con estrépito a sus espaldas. Una corriente fría le hizo estremecerse y le recordó que, a partir de ese momento, su vida había cambiado radicalmente y todo lo que iba a experimentar sería inaprensible y nuevo. Tuvo que morderse el labio inferior para impedir que volvieran a aflorarle las lágrimas, y tragó saliva para mantenerse en silencio y dejarse llevar con diligencia desde la zona de recepción hacia las profundidades del Hospital Estatal Western.

3

La luz tenue de la mañana se deslizaba por los tejados vecinos e insinuaba su llegada a mi reducido apartamento. Situado frente a lapa-red, vi todo lo que había escrito la noche anterior en un largo y único párrafo. Mi escritura era muy apretada, como nerviosa. Las palabras discurrían en líneas titubeantes, como un campo de trigo recorrido por un soplo de viento. Me pregunté si había tenido realmente tanto miedo el día que llegué al hospital La respuesta era fácil: sí. Y mucho más de lo que había escrito. La memoria suele nublar el dolor. La madre olvida la agonía del parto cuando le ponen al bebé en los brazos, el soldado ya no recuerda el dolor de sus heridas cuando el general le pone la medalla en el pecho y la banda toca una marcha militar. ¿Había escrito la verdad sobre lo que vi? ¿ Capté bien los detalles? ¿ Ocurrió tal como lo recordaba?

Tomé el lápiz, me arrodillé en el suelo, en el lugar donde había terminado mi primera noche ante la pared. Vacilé y escribí:

Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de fuerza. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de compañía…

Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de fuerza. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de compañía. Yacía rígido en la cama metálica con un colchón delgado y manchado, con la mirada puesta en el techo que cerraba las paredes acolchadas de color arpillera, mientras efectuaba un modesto inventario de su persona y su entorno. Movió los dedos de los pies, se pasó la lengua por los labios resecos y se contó cada latido del pulso hasta que notó que se calmaba. Los fármacos que le habían inyectado le hacían sentir sepultado o, como mínimo, cubierto de una sustancia densa. Había una sola bombilla blanca, que relucía en una rejilla metálica sobre su cabeza, lejos de su alcance, y el brillo le lastimaba los ojos. Debería tener hambre, pero no era así. Forcejeó con las sujeciones, en vano. Decidió pedir ayuda, pero antes se susurró a sí mismo:


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