El sol cálido acarició la cara de Francis. Negro Grande se había unido a su hermano para dirigir la expedición, uno delante y el otro detrás, con los doce pacientes que paseaban por los terrenos del hospital en fila india. Larguirucho iba con ellos, mascullando que estaba alerta, tan atento como siempre, y también Cleo, que iba mirando el suelo y escudriñando entre los arbustos y matojos, con la esperanza de encontrar una víbora. Francis imaginaba que una simple culebra de jaretas haría las veces de serpiente a la perfección, pero no serviría para el suicidio. También iban varias mujeres mayores que caminaban muy despacio, un par de hombres mayores y tres pacientes de mediana edad, todos de la categoría desaliñada e indiferente que distinguía a quienes estaban en el hospital desde hacía años. Llevaban chancletas o zapatos, camisetas o jerséis raídos que no parecían irles bien o corresponderse, lo que era la norma del hospital. Un par de hombres exhibían una expresión huraña y enojada, como si la luz del sol que les acariciaba la cara les enfureciera de algún modo. Francis pensó que eso era lo que hacía del hospital un sitio inquietante. Un día que debería haber provocado risas relajadas inspiraba en cambio una rabia silenciosa.
Los dos auxiliares andaban sin prisas hacia la parte posterior del complejo, donde había un pequeño jardín. En una mesa de picnic que había soportado un invierno crudo, con la superficie combada y marcada por las inclemencias del tiempo, había unas cuantas cajas de semillas y un cubo rojo de playa con unas palitas dentro. Había una regadora de aluminio y una manguera conectada a un único grifo que remataba una cañería solitaria que sobresalía del suelo. En unos segundos, Negro Grande y Negro Chico tenían al grupo rastrillando y labrando la tierra con las pequeñas herramientas para prepararla para plantar. Francis se dedicó a ello unos instantes y después alzó la mirada.
Más allá del jardín había otra franja de tierra, un rectángulo largo rodeado de una vieja cerca de madera, antaño blanca pero ahora de un gris apagado. Los hierbajos crecían en forma de matas en la árida tierra. Imaginó que sería alguna clase de cementerio, porque había dos lápidas de granito desvaídas, un poco ladeadas, de modo que recordaban dientes irregulares en la boca de un niño. Y tras la cerca posterior había una hilera de árboles plantados muy juntos para formar una barrera natural y tapar una alambrada.
Echó un vistazo al hospital en sí. A su izquierda, medio tapado por una unidad, se veía la central de calefacción y suministro eléctrico, con una chimenea que soltaba una delgada columna de humo blanco al cielo azul. Ocultos bajo el suelo, en dirección a todos los edificios, había túneles con conductos de calefacción. Vio algunos cobertizos, con equipo amontonado a los lados. Los edificios restantes eran muy parecidos, de ladrillo, con hiedra y el techo de pizarra gris. La mayoría estaban diseñados para recibir pacientes, pero uno había sido convertido en residencia para las enfermeras en prácticas, y varios rediseñados dúplex donde se alojaban algunos psiquiatras residentes con sus familias. Se distinguían porque tenían juguetes esparcidos en el porche, y uno tenía un cajón de arena. Cerca del edificio de administración había asimismo una caseta de seguridad, donde los guardas del hospital fichaban al entrar y salir. El edificio de administración tenía un ala con un auditorio, donde supuso que el personal celebraba reuniones y charlas. Pero, en general, el complejo mostraba una similitud deprimente. Costaba entender qué había pretendido el arquitecto, porque los edificios seguían una disposición caprichosa que contravenía la urbanización racional. Dos estaban situados juntos, mientras que un tercero estaba orientado en otra dirección. Era casi como si los hubieran construido sin ton ni son.
La parte frontal del complejo hospitalario estaba rodeada por un alto muro de ladrillo rojo, con una elaborada verja de hierro negro en la entrada. No distinguió ningún cartel en ella, y dudaba que lo hubiera. Si uno se acercaba al hospital, ya sabía lo que era y para qué servía, de modo que un cartel habría sido una redundancia.
Contempló el muro y le pareció que debía de alcanzar entre tres y tres metros y medio de altura. A los lados y en la parte posterior del hospital, el muro se prolongaba en una alambrada oxidada en muchos puntos y coronada con alambre de espino. Además del jardín, había una zona de ejercicio y una franja pavimentada, que contenía una cesta de baloncesto en un extremo y una red de voleibol en el centro, pero ambas cosas estaban torcidas y rotas, oscurecidas debido al abandono y la falta de mantenimiento. Tampoco pudo imaginar que alguien las usara.
– ¿Qué estás mirando, Pajarillo? -preguntó Negro Chico.
– El hospital. No sabía lo grande que era.
– Ahora hay muchos pacientes, demasiados -comentó el auxiliar en voz baja-. Las unidades están abarrotadas. Las camas, apretujadas entre sí. Gente sin nada que hacer, pasando el rato en los pasillos. No hay bastantes juegos. No hay terapia suficiente. El hacinamiento no es bueno.
Francis dirigió la vista más allá de la enorme verja que había cruzado a su llegada al hospital. Estaba abierta de par en par.
– La cierran por la noche -dijo Negro Chico antes de que se lo preguntara.
– El señor Evans pensaba que intentaría escaparme -comentó Francis.
– La gente siempre piensa que eso es lo que harán las personas que están aquí. -Sacudió la cabeza con una sonrisa-. Hasta el señor del Mal. Lleva aquí un par de años y ya debería saber que no es así.
– ¿Por qué no? -preguntó Francis-. ¿Por qué no intenta huir la gente?
– Ya sabes la respuesta, Pajarillo -suspiró Negro Chico-. No es cuestión de vallas, ni de puertas cerradas con llave, aunque tenemos un montón. Hay muchas formas de tener a una persona encerrada. Piénsalo. Pero la mejor no tiene nada que ver con fármacos o cerrojos: aquí casi nadie tiene adonde ir. Si no tienes eso, no te vas. Es así de simple.
Dicho eso, se volvió para ayudar a Cleo con sus semillas. No había cavado los surcos lo bastante profundos ni lo bastante anchos. Su rostro reflejaba cierta frustración hasta que Negro Chico le recordó que cuando su tocaya entró en Roma, los sirvientes esparcieron pétalos de rosas a su paso. Eso la hizo reflexionar un momento, y luego se puso a cavar y rastrillar la tierra pedregosa con una resolución que parecía verdaderamente inquebrantable. Cleo era una mujer corpulenta, que llevaba vestidos holgados de colores vivos que ondeaban alrededor de su cuerpo y ocultaban su volumen enorme. Resollaba a menudo, fumaba demasiado y el cabello oscuro le caía despeinado sobre los hombros. Cuando caminaba, solía tambalearse de un lado a otro, como un barco a la deriva sacudido por los vientos y el mar agitado. Pero Francis sabía que se transformaba cuando cogía una pala de ping-pong: se liberaba de su tamaño entorpecedor como por arte de magia y se volvía esbelta, ágil y rápida.
Volvió a mirar la verja y a los demás pacientes, y empezó a comprender lo que Negro Chico le había dicho. Uno de los hombres mayores tenía problemas con su palita, que sacudía con fuerza con una mano temblorosa. Otro se había distraído y contemplaba un cuervo escandaloso que se había posado en un árbol cercano.
En su interior, una de sus voces repetía lo que había dicho Negro Chico, subrayando cada palabra: Nadie huye porque nadie tiene adonde ir. Y tú tampoco, Francis.
Y un coro de asentimiento.
Se sintió mareado un instante, porque allí, bajo el sol y la suave brisa primaveral, con las manos cubiertas de tierra del jardín, vio que ése podría ser su futuro. Y eso lo aterró más que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido hasta entonces. Comprendió que su vida era una cuerda fina y resbaladiza, y que tenía que agarrarse a ella. Era la peor sensación que hubiera tenido nunca. Sabía que estaba loco y sabía, con la misma seguridad, que no podía estarlo. Tenía que encontrar algo que lo mantuviera cuerdo. O que lo hiciera parecer cuerdo.