Inspiró con fuerza. No sería fácil.

Y, como para subrayar el problema, sus voces discutían acaloradamente en su interior. Intentó acallarlas, pero era difícil. Tardaron unos minutos en bajar el volumen, de modo que él pudiera entender lo que estaban diciendo. Francis miró a los demás pacientes y vio que dos lo observaban con atención. Debía de haber farfullado algo en voz alta al intentar imponer orden en la caótica asamblea de su interior. Pero los auxiliares no parecían haberse dado cuenta de la lucha repentina que había librado.

Sin embargo, Larguirucho sí. Trabajaba a poca distancia de Francis y se acercó a él.

– Vas a estar bien, Pajarillo -dijo, y una súbita emoción le quebró la voz-. Todos lo estaremos. Siempre y cuando estemos en guardia. Tenemos que estar alertas -prosiguió-. Y no te descuides ni un segundo. Está a nuestro alrededor y podría aparecer en cualquier momento. Tenemos que estar preparados. Como los boy scouts. Listos para cuando llegue. -Parecía más agitado y desesperado que de costumbre.

Francis creía saber de qué hablaba Larguirucho, pero entonces comprendió que podría tratarse de cualquier cosa, aunque lo más seguro era que se refiriera a una presencia satánica. Larguirucho tenía una forma de ser curiosa. Podía pasar de maníaca a casi dulce en unos segundos. En un momento dado era todo brazos y ángulos y se movía como una marioneta manejada por unas fuerzas invisibles, y acto seguido se amilanaba y su estatura lo hacía tan amenazador como una simple farola. Francis asintió, tomó un puñado de semillas de un paquete y las hundió en la tierra.

Negro Grande se incorporó y se sacudió la tierra de su uniforme blanco.

– Muy bien -dijo con alegría-. Regaremos la zona y nos iremos. -Miró a Francis y le preguntó-: ¿Qué has plantado, Pajarillo?

– Rosas -respondió el joven tras echar un vistazo al paquete de semillas-. Rojas. Muy bonitas pero difíciles de coger. Tienen espinas.

Luego, se levantó, se puso en la fila y todos regresaron al edificio. Intentó absorber y acumular todo el aire fresco que pudo porque supuso que pasaría bastante tiempo antes de volver a salir.

Fuera lo que fuese lo que había provocado que Larguirucho perdiera el poco control que tenía, persistió esa tarde en la sesión de grupo. Se reunieron, como de costumbre, en una de las salas de Amherst que recordaban a un aula, con unas veinte sillas plegables de metal gris dispuestas en círculo. A Francis le gustaba situarse donde pudiera mirar por los barrotes de la ventana si la conversación se volvía aburrida. El señor del Mal había llevado el periódico de la mañana para estimular una discusión sobre hechos de actualidad, pero sólo pareció agitar todavía más a Larguirucho. Estaba sentado frente al sitio que Francis ocupaba junto al Bombero y se le veía presa del desasosiego. El señor del Mal pidió a Noticiero que leyera los titulares del día. El paciente lo hizo de forma exagerada, subiendo y bajando la voz en cada lectura. Había pocas noticias alentadoras. La crisis de los rehenes en Irán seguía sin solución. Una protesta en San Francisco había derivado en violencia, con varias detenciones y uso de gas lacrimógeno por parte de la policía. En París y Roma, manifestantes antiamericanos habían quemado banderas y efigies del Tío Sam antes de provocar disturbios callejeros. En Londres, las autoridades habían usado cañones de agua contra manifestantes de similar cariz. El índice Dow Jones había bajado. En una cárcel de Arizona se había producido un motín que había arrojado heridos tanto entre reclusos como carceleros. En Boston, la policía seguía sin resolver varios homicidios cometidos el año anterior e informaba que carecía de nuevas pistas en los casos, que consistían en el secuestro y la violación de mujeres antes de asesinarlas. Un accidente en el que se habían visto implicados tres coches en la carretera 91, en las afueras de Greenfield, se había cobrado un par de vidas. Y un grupo ecologista había demandado a un importante empresario local por el vertido de residuos tóxicos en el río Connecticut.

Cada vez que Noticiero hacía una pausa y el señor del Mal intentaba comentar alguna de estas noticias, u otras, todas desalentadoras, Larguirucho asentía con energía y empezaba a farfullar.

– Fíjate. ¿Lo ves? ¡A eso me refiero!

Era un poco como estar en una peculiar iglesia evangelista. Evans no prestaba atención a Larguirucho y procuraba que los demás miembros del grupo participaran en una especie de conversación.

Pero el Bombero se volvió hacia Larguirucho y le preguntó:

– ¿Qué pasa, hombre?

– ¿No lo ves, Peter? -respondió Larguirucho con voz temblorosa-. ¡Hay señales por todas partes! Disturbios, odio, guerra, asesinatos… -Se dirigió a Evans-: ¿No dice nada el periódico sobre alguna hambruna?

El señor del Mal titubeó.

– Los sudaneses se enfrentan a una mala cosecha -informó Noticiero con regocijo-. La sequía y el hambre provocan una crisis de refugiados. The New York Times.

– ¿Cientos de muertos? -quiso saber Larguirucho.

– Sí. Seguro -respondió Evans-. Puede que incluso más.

– He visto las fotografías antes. -Larguirucho asintió con énfasis-. Niños pequeños con las barrigas hinchadas, las piernas como palillos y los ojos hundidos, vacíos y desesperados. Y la enfermedad, eso está siempre entre nosotros, junto con la hambruna. Ni siquiera tengo que leer el Apocalipsis con demasiada atención para reconocer lo que está pasando. Son todas señales.

Se recostó bruscamente en la silla plegable y miró por la ventana con barrotes que daba a los terrenos del hospital como si evaluara la última luz del día.

– No hay duda de que la presencia de Satán está aquí -aseguró-. Mirad todo lo que está pasando en el mundo. Malas noticias por todas partes. ¿Quién más podría ser responsable?

Dicho eso, cruzó los brazos. Respiraba con dificultad, y gotitas de sudor le perlaban la frente, como si tuviera que esforzarse mucho en controlar cada pensamiento que retumbaba en su cabeza. El resto del grupo estaba clavado en la silla, sin moverse, con la mirada fija en Larguirucho mientras éste combatía los temores que lo zarandeaban interiormente.

El señor del Mal se percató de ello y cambió de tema.

– Pasemos a la sección de deportes -sugirió. La alegría de su voz era casi insultante.

– No -replicó el Bombero con una nota de rabia-. No quiero hablar sobre béisbol o baloncesto. Creo que deberíamos hablar sobre el mundo que nos rodea. Y creo que Larguirucho ha dado con algo. Todo lo que hay al otro lado de estas puertas es terrible. Odio, muertes y asesinatos. ¿De dónde procede? ¿Quién lo hace? ¿Quién sigue siendo bueno? Quizá no sea porque Satán está aquí, como cree Larguirucho. Quizá sea porque todos nos hemos vuelto peores y ni siquiera sea necesario que él esté aquí porque nosotros hacemos su trabajo por él.

Evans lo miró con dureza.

– Creo que tu opinión es interesante -afirmó despacio. Tenía los ojos entornados y había medido las palabras para imbuirlas de una sutil frialdad-, pero exageras las cosas. Además, no veo que tenga demasiada relación con el objetivo de este grupo. Estamos aquí para explorar formas de reincorporarse a la sociedad, no razones para esconderse de ella, a pesar de que el mundo no sea como nos gustaría. Ni creo que sirva de nada que consintamos nuestros delirios o les demos crédito.

Estas últimas palabras iban dirigidas tanto a Peter como a Larguirucho.

El Bombero tenía el rostro tenso. Empezó a replicar, pero se detuvo. Larguirucho llenó ese repentino vacío.

– Si nosotros tenemos la culpa de todo lo que está pasando, entonces no hay ninguna esperanza -aseguró con voz temblorosa, al borde de las lágrimas-. Ninguna.

Lo dijo con tanta desesperación que varios de los que habían guardado silencio hasta entonces soltaron un grito apagado. Un hombre mayor empezó a sollozar y una mujer que llevaba una bata rosa arrugada, demasiado rímel en los ojos y unas zapatillas con forma de conejito, rompió en llanto.


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