– Sí -contestó con tristeza-. Siento lo del policía. Un puñetazo mío le acertó sin querer en el ojo. Sangró mucho.
– Eso fue una suerte para usted y para él -dijo Gulptilil.
Francis asintió.
– Tal vez ahora podría explicarme por qué pasaron hoy estas cosas, señor Petrel.
¡No le digas nada! ¡Van a usar en tu contra hasta la última palabra que digas!
Francis miró otra vez por la ventana en busca del horizonte. Detestaba la pregunta «por qué». Lo había perseguido toda la vida. ¿Por qué no tienes amigos? ¿Por qué no te llevas bien con tus hermanas? ¿Por qué no puedes lanzar bien una pelota o estar tranquilo en clase? ¿Por qué no prestas atención cuando te habla el profesor, o el jefe de los scouts, o el sacerdote de la parroquia, o los vecinos? ¿Por qué te escondes siempre de los demás? ¿Por qué eres diferente, Francis, cuando lo único que queremos es que seas igual? ¿Por qué no puedes conservar un empleo? ¿Por qué no puedes estudiar? ¿Por qué no puedes alistarte en el ejército? ¿Por qué no puedes comportarte? ¿Por qué no hay quien te ame?
– Mis padres creen que tengo que hacer algo con mi vida. Eso fue lo que provocó la discusión.
– ¿Es consciente, señor Petrel, de que obtuvo muy buenos resultados en sus estudios? Excelentes, por extraño que parezca. Quizás sus esperanzas no fueran tan infundadas.
– Supongo que no.
– ¿Por qué discutió entonces?
– Una conversación así nunca es tan razonable como se cuenta después -respondió Francis, y eso hizo sonreír al doctor.
– Ah, señor Petrel, supongo que tiene razón en eso. Pero no entiendo cómo esta discusión subió tanto de tono.
– Mi padre estaba resuelto.
– Usted lo golpeó, ¿verdad?
¡No admitas nada! ¡El te golpeó antes! ¡Di eso!
– El me golpeó antes -obedeció Francis.
Gulptilil hizo otra anotación. Francis se revolvió en el asiento. El médico alzó los ojos hacia él.
– ¿Qué está escribiendo? -quiso saber Francis.
– ¿Importa eso?
¡No permitas que te toree! ¡Averigua qué está escribiendo! ¡No será nada bueno!
– Sí. Quiero saber qué está escribiendo.
– Sólo son unas notas sobre nuestra conversación.
¡Insiste!
– Creo que debería enseñarme lo que está escribiendo. Creo que tengo derecho a saber qué está escribiendo.
El médico no respondió, así que Francis prosiguió.
– Estoy aquí, he contestado sus preguntas y ahora yo le hago una. ¿Por qué está escribiendo cosas sobre mí sin enseñármelas? No es justo.
Se removió y tiró de las ataduras que lo sujetaban. Notaba que el calor de la habitación aumentaba, como si hubieran subido la calefacción de golpe. Forcejeó un momento para intentar liberarse, pero no lo consiguió. Inspiró hondo y volvió a desplomarse en el asiento.
– ¿Está nervioso? -preguntó el médico tras unos instantes de silencio. Era una pregunta que no requería respuesta.
– Eso no es justo -repitió Francis, intentando infundir tranquilidad a su voz.
– ¿Es importante la justicia para usted?
– Sí. Por supuesto.
– Sí, quizá tenga razón en eso, señor Petrel.
De nuevo guardaron silencio. Francis oía sisear el radiador y pensó que quizás era la respiración de los auxiliares, que seguían a sus espaldas. Se preguntó si una de sus voces podría estar intentando captar su atención susurrándole algo tan bajo que le costaba oírlo. Se inclinó hacia delante, como para escuchar mejor.
– ¿Suele impacientarse cuando las cosas no le salen como quiere?
– ¿No le pasa a todo el mundo?
– ¿Cree que debería lastimar a la gente cuando las cosas no salen como a usted le gustaría, señor Petrel?
– No.
– Pero se enfada.
– Todo el mundo se enfada a veces.
– Ah, señor Petrel, en eso tiene toda la razón. Sin embargo, el modo en que reaccionamos a nuestro enfado es fundamental, ¿no? Creo que deberíamos volver a hablar. -El médico se había inclinado hacia él para imprimir algo de complicidad a su actitud-. Sí, creo que serán necesarias más conversaciones. ¿Sería eso aceptable para usted, señor Petrel?
No contestó. Era como si la voz del médico se hubiera apagado, como si alguien le hubiera bajado el volumen o como si sus palabras le llegaran desde una gran distancia.
– ¿Puedo llamarte Francis? -preguntó el médico.
De nuevo no respondió. No se fiaba de su voz, porque empezaba a mezclarse con las emociones que le crecían en el pecho.
– Dime, Francis -preguntó Gulptilil tras observarlo un instante-, ¿recuerdas lo que te pedí que recordaras hace un rato, durante nuestra conversación?
Esta pregunta pareció devolverlo a la habitación. Alzó los ojos hacia el médico, que exhibía una mirada inquisitiva.
– ¿Cómo?
– Te he pedido que recordaras algo.
– No me acuerdo -soltó Francis con brusquedad.
– Pero tal vez podrías recordarme a qué día de la semana estamos -dijo el médico con la cabeza ligeramente ladeada.
– ¿Qué día?
– Sí.
– ¿Es importante?
– Imaginemos que lo es.
– ¿Está seguro de habérmelo preguntado antes? -Francis procuraba ganar tiempo, porque aquel simple dato parecía de repente eludirlo, como si se escondiera tras una nube en su interior.
– Sí -contestó el doctor-. Estoy seguro. ¿A qué día estamos?
Francis se lo pensó, mientras se debatía con la ansiedad que de repente se encaramaba a sus demás pensamientos. Ojalá alguna de sus voces acudiera en su ayuda, pero siguieron silenciosas.
– Creo que es sábado -aventuró con cautela. Pronunció cada palabra despacio, vacilante.
– ¿Estás seguro?
– Sí -contestó con escasa convicción.
– ¿No recuerdas que yo te hubiera dicho que era miércoles?
– No. No sería correcto. Es sábado. -La cabeza le daba vueltas, como si aquellas preguntas le obligaran a correr en círculos concéntricos.
– No -corrigió el médico-. Pero no tiene importancia. Te quedarás un tiempo con nosotros, Francis, y tendremos oportunidad de volver a hablar sobre estos temas. Estoy seguro de que en el futuro recordarás mejor las cosas.
– No quiero quedarme -contestó Francis, sintiendo un pánico repentino mezclado con desesperación-. Quiero irme a casa. De verdad, creo que me están esperando. Se acerca la hora de cenar, y mis padres y hermanas quieren que todo el mundo esté en casa entonces. Es la norma de la casa, ¿sabe? Tienes que estar a las seis, con la cara y las manos lavadas. Nada de ropa sucia si has estado jugando fuera. Preparados para bendecir la mesa. Tenemos que bendecir la mesa. Siempre lo hacemos. Algunos días me toca a mí. Tenemos que dar gracias a Dios por la comida que tenemos en la mesa. Creo que hoy me toca. Sí, estoy seguro. De modo que tengo que irme, no puedo llegar tarde.
Notaba cómo las lágrimas le anegaban los ojos y los sollozos le entrecortaban las palabras. Esas cosas le pasaban a un reflejo exacto de él, no a él, que estaba algo distanciado del Francis real. Luchó para que todas esas partes de él mismo se reunieran en una sola, pero era difícil.
– ¿Quizá quieras hacerme alguna pregunta? -dijo Gulptilil con delicadeza.
– ¿Por qué no puedo volver a casa? -tosió la pregunta entre lágrimas.
– Porque la gente te tiene miedo, Francis, y porque asustas a la gente.
– ¿Qué clase de sitio es éste?
– Un sitio donde te ayudaremos -aseguró el médico.
¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!
Gulptilil dirigió la mirada a los dos auxiliares y les dijo:
– Señor Moses, por favor, lleve con su hermano al señor Petrel al edificio Amherst. Aquí tiene una receta con la medicación y algunas instrucciones adicionales para las enfermeras. Deberá estar por lo menos treinta y seis horas en observación antes de que se planteen pasarlo a la sala abierta. -Entregó el expediente al más bajo de los hombres que flanqueaban a Francis.
– Muy bien, doctor -asintió el auxiliar.
– Sí, doctor -respondió su enorme compañero, que se puso tras la silla de ruedas y la empujó con rapidez. El movimiento mareó a Francis, que contuvo los sollozos que le sacudían el pecho-. No tenga miedo, señor Petrel. Pronto se arreglará todo. Cuidaremos bien de usted -susurró el hombretón.