Rizzoli se encontró con la mirada de Moore; a ambos los asaltó un mismo pensamiento: probablemente había más médicos en la ciudad de Boston que en todo el resto del mundo.
– Como es inteligente -dijo Zucker-, sabe que vigilamos las escenas del crimen. Y se resistirá a la tentación de volver. Pero la tentación está ahí, de modo que vale la pena seguir vigilando la casa de Ortiz, al menos en un futuro cercano. También es lo bastante inteligente como para evitar elegir víctimas de su vecindario. Es lo que llamamos un «viajante» más que un «merodeador». Sale de su barrio para cazar. Hasta que no tengamos más elementos con los que trabajar, no puedo elaborar un perfil geográfico. No puedo señalar las áreas en las que deberían concentrarse.
– ¿Cuántos elementos más necesita? -preguntó Rizzoli.
– Como mínimo cinco.
– ¿Quiere decir que necesitamos cinco asesinatos?
– El programa de ubicación geográfica de criminales que utilizo requiere cinco para tener validez. He utilizado este programa por lo menos con cuatro elementos, y a veces se puede obtener una predicción sobre el domicilio del criminal, pero no es certero. Necesitamos saber más acerca de sus movimientos. Cuál es su esfera de actividad, cuáles son sus puntos de anclaje. Todo asesino se mueve en una zona de preferencia. Son como depredadores en plena cacería. Tienen su territorio, sus agujeros de pesca, donde encuentran a la presa. -Zucker paseó la vista alrededor de la mesa notando las caras poco impresionadas de los detectives-. No sabemos lo suficiente sobre este individuo como para hacer predicciones. Por lo tanto, tenemos que concentrarnos en las víctimas. Quiénes son y por qué las elige.
Zucker volvió a tomar su maletín y sacó dos carpetas, una rotulada Sterling, la otra, Ortiz. Extrajo una docena de fotografías que desplegó sobre la mesa. Imágenes de las dos mujeres cuando vivían, algunas incluso de la infancia.
– No han visto algunas de estas fotos. Les pedí a los familiares que me las facilitaran, para tener una idea sobre la historia de estas mujeres. Miren sus caras. Estudien quiénes eran como personas. ¿Por qué el asesino las eligió a ellas? ¿Dónde las vio? ¿Qué había en ellas que le llamó la atención? ¿Una risa? ¿Una sonrisa? ¿La forma en que caminaban por una calle de la ciudad?
Comenzó a leer de una hoja mecanografiada.
– Diana Sterling, treinta años de edad. Pelo rubio, ojos azules. Un metro setenta de estatura, cincuenta y seis kilos. Ocupación: agente de viajes. Lugar de trabajo: calle Newbury. Domicilio: calle Marlborough, en Back Bay. Graduada en el Smith College. Sus padres son abogados y viven en una casa de dos millones de dólares en Connecticut. Novios: ninguno hasta la fecha de su muerte.
Dejó la hoja sobre la mesa y tomó la siguiente.
– Elena Ortiz, veintidós años de edad. Latina. Pelo negro, ojos castaños. Un metro cincuenta y ocho, cuarenta y siete kilos. Ocupación: empleada en el negocio de flores de la familia, en el South End. Domicilio: un departamento en el South End. Educación: bachiller. Vivió toda su vida en Boston. Novios: ninguno hasta la fecha de su muerte.
Levantó la vista.
– Dos mujeres que vivían en la misma ciudad, pero que se movían en universos distintos. Compraban en negocios distintos, comían en restaurantes distintos, y no tenían amigos en común. ¿Cómo las encontró nuestro asesino? ¿Dónde las encontró? No sólo son distintas entre sí, sino que no corresponden a la clásica víctima de crimen sexual. La mayoría de los asesinos atacan a los miembros vulnerables de la sociedad. Prostitutas, mujeres que hacen dedo. Como cualquier cazador carnívoro, rondan al animal que está en los extremos del rebaño. ¿Entonces por qué eligió a estas dos mujeres? -Zucker sacudió la cabeza-. No lo sé.
Rizzoli miró las fotos sobre la mesa, y una imagen de Diana Sterling captó su atención. Mostraba a una resplandeciente joven, la flamante graduada del Smith College con su toga y su birrete. La niña mimada. «¿Qué se sentirá ser una niña mimada?», se preguntaba Rizzoli. No tenía idea. Había crecido como la desdeñada hermana de dos atractivos varones, como la desesperada varonera que sólo quería ser parte de la banda. Seguramente Diana Sterling, con sus pómulos aristocráticos y su cuello de cisne, nunca supo lo que significaba quedar afuera, excluida. Nunca supo lo que significaba ser ignorada.
La mirada de Rizzoli se detuvo en una cadena dorada que colgaba del cuello de Diana. Levantó la foto y le echó una mirada más de cerca. Con el pulso acelerándose, miró alrededor de la sala para comprobar si algún otro policía había registrado lo que ella acababa de notar, pero nadie la miraba ni a ella ni a las fotos; estaban pendientes del doctor Zucker.
Éste había desenrollado un mapa de Boston. Por encima de la franja de calles de la cuidad había dos áreas sombreadas, una señalando Back Bay, y la otra limitada por el South End.
– Éstos son los espacios conocidos de actividad de nuestras dos víctimas. Los barrios en los que vivían y trabajaban. Todos nosotros tendemos a manejar nuestras vidas cotidianas en áreas familiares. Hay un dicho entre los investigadores geográficos: «El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos». Esto es verdad tanto para las víctimas como para los asesinos. Pueden ver en este mapa los mundos separados en que vivían estas dos mujeres. No hay yuxtaposición. No hay un punto de anclaje en común ni un cruce en el que intersecaran sus vidas. Esto es lo que más me desconcierta. Es la clave de la investigación. ¿Cuál es el eslabón entre Sterling y Ortiz?
Rizzoli volvió a mirar la foto. La cadena dorada colgando del cuello de Diana. «Podría equivocarme. No puedo decir nada, no hasta estar segura, o será una cosa más que Darren Crowe utilizará para ridiculizarme».
– ¿Está enterado de que hay otra vuelta de tuerca en este caso? -dijo Moore-. La doctora Catherine Cordell.
Zucker asintió.
– La víctima sobreviviente de Savannah.
– Algunos detalles sobre los asesinatos de Andrew Capra nunca fueron revelados al público. El uso de sutura catgut. Los camisones doblados de las víctimas. Y nuestro asesino está reproduciendo esos mismos detalles.
– Los asesinos se comunican entre ellos. Es una cofradía retorcida.
– Capra murió hace dos años. No se puede comunicar con nadie.
– Pero mientras vivía pudo haber compartido todos los detalles morbosos con nuestro asesino. Espero que ésa sea la explicación. Porque la otra alternativa es mucho más perturbadora.
– Que nuestro asesino haya tenido acceso a los informes policiales de Savannah -dijo Moore.
Zucker asintió.
– Lo que significaría que se trata de alguien de la fuerza policial.
La sala quedó en silencio. Rizzoli no pudo evitar mirar a sus colegas, todos ellos hombres. Pensó en la clase de hombre que se siente atraído hacia el trabajo de policía. La clase de hombre que ama el poder y la autoridad, el revólver y la placa. La posibilidad de controlar a los demás. «Precisamente lo que busca nuestro asesino».
Cuando la reunión se disolvió, Rizzoli esperó a que el resto de los detectives saliera de la sala de conferencias antes de acercarse a Zucker.
– ¿Puedo quedarme con esta foto? -preguntó.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Una corazonada.
Zucker le dedicó una de sus siniestras sonrisas al estilo John Malkovich.
– ¿La compartirás conmigo?
– No comparto mis corazonadas.
– ¿Es mala suerte?
– Protejo mi terreno.
– Ésta es una investigación de equipo.
– El concepto de equipo me causa gracia. Cada vez que comparto mis corazonadas, es otro el que se lleva los méritos. -Con la foto en la mano, salió de la sala y se arrepintió inmediatamente de su último comentario. Pero había estado todo el día irritada a causa de sus colegas masculinos, con sus pequeñas observaciones y desaires, que se sumaban a un patrón general de desprecio. La gota que rebasó el vaso fue la entrevista que ella y Darren Crowe mantuvieron con la vecina de Elena Ortiz. Crowe interrumpía sistemáticamente las preguntas de Rizzoli para hacer las suyas. Cuando ella lo sacó del cuarto y lo amonestó por su comportamiento, él le devolvió el clásico insulto masculino:
– Supongo que es esa época del mes.
No, ella se guardaría todas sus corazonadas. Si no se comprobaban, nadie la ridiculizaría. Y si resultaban fructíferas, reclamaría legítimamente su crédito.
Regresó a su cubículo y se sentó para echar una mirada más detenida a la fotografía de graduación de Diana Sterling. Mientras buscaba la lupa, su vista se cruzó de repente con la botella de agua mineral que siempre mantenía en el escritorio, y su temperatura subió al descubrir lo que habían metido dentro.
«No reacciones, -pensó-. No les dejes ver que caíste en la trampa».
Ignorando la botella de agua y el asqueroso objeto que contenía, apuntó la lupa hacia el cuello de Diana Sterling. El lugar parecía inusualmente silencioso. Casi podía sentir la mirada de Darren Crowe, a la espera de su reacción explosiva.
«Eso no sucederá, imbécil. Esta vez me voy a mantener calma».
Se concentró en la cadena de Diana. Casi había pasado por alto ese detalle, porque era la cara lo que inicialmente había llamado su atención, esos pómulos estupendos, el delicado arco de las cejas. Ahora estudiaba los dos dijes que colgaban de la fina cadena. Uno de los dijes tenía la forma de una cerradura, y el otro era una diminuta llave.
«La llave de mi corazón», pensó Rizzoli.
Revisando entre las fichas de su escritorio encontró las fotos de la escena del crimen de Elena Ortiz. Con la lupa estudió un primer plano del pecho de la víctima. A través de la capa de sangre seca coagulada a la altura del cuello apenas pudo distinguir la fina línea de una cadena dorada; los dos dijes estaban oscurecidos.
Tomó el teléfono y marcó el número de la oficina del médico forense.
– El doctor Tierney estará afuera toda la tarde -dijo su secretaria-. ¿Puedo ayudarla?
– Es acerca de una autopsia que hizo el viernes pasado. Elena Ortiz.
– ¿Sí?
– Esta víctima llevaba una joya cuando fue ingresada en la morgue. ¿Todavía lo tiene?
– Déjeme chequear.
Rizzoli esperó, dando golpecitos con su lápiz sobre el escritorio. La botella de agua estaba justo frente a ella, pero la ignoraba con todas sus fuerzas. Su furia había dado lugar a la excitación. A la felicidad de la cacería.