Ella sacó el formulario del bibliorato para que Moore lo fotocopiara. Mientras lo tomaba, su mirada se detuvo en el nombre del médico, y tuvo otra ocurrencia.
– ¿Qué me puede decir del doctor Kimball? -dijo él-. El que examinó a Elena Ortiz.
– Es un excelente médico.
– ¿Trabaja usualmente en el turno de la noche?
– Sí.
– ¿No sabe si estuvo de guardia el jueves pasado por la noche?
Le tomó un segundo captar lo significativo de la pregunta. Cuando lo hizo, él vio que temblaba por sus implicancias.
– ¿Usted cree en verdad que…?
– Es una pregunta de rutina. Tenemos que considerar todos los contactos principales de la víctima.
Pero la pregunta no era de rutina, y ella lo sabía.
– Andrew Capra era médico -dijo ella con un hilo de voz-. No pensará que otro médico…
– Esa posibilidad se nos ha ocurrido a los dos.
Ella se volvió. Tomó aire de manera entrecortada.
– En Savannah, donde fueron asesinadas esas mujeres, asumí que no conocía al asesino. Asumí que si alguna vez lo encontraba, iba a saberlo. Iba a sentirlo. Andrew Capra me enseñó lo equivocada que estaba.
– La banalidad del mal.
– Es exactamente lo que aprendí. El mal puede ser tan común… Un hombre a quien veo todos los días me saluda, puede devolverme la sonrisa… -y en voz aún más baja añadió-: Y al mismo tiempo estar pensando en todas las diversas formas de matarme.
Era el crepúsculo cuando Moore caminó de vuelta hacia su auto, pero el calor del día todavía estaba concentrado en el techo. Sería otra noche insoportable. Las mujeres de la ciudad dormirían con las ventanas abiertas para captar las inconstantes brisas nocturnas. Los demonios de la noche.
Miró hacia el hospital. Podía ver la brillante luz roja de emergencias resplandeciente como un abalorio. El símbolo de la esperanza y la curación.
«¿Es éste tu coto de caza? ¿El mismo lugar al que acuden las mujeres para ser curadas?»
Una ambulancia se deslizó desde la oscuridad con sus luces relampagueando. Pensó en toda la gente que debería pasar por una sala de emergencia en el lapso de un día. Médicos de ambulancias, cirujanos, ordenanzas, porteros.
«Y policías». Era una posibilidad que nunca quería considerar, pero que sin embargo debía tener en cuenta. La profesión del que aplica la ley tiene una extraña atracción para aquellos que cazan a otros seres humanos. El revólver, la placa, son símbolos de dominación por antonomasia. ¿Y qué mayor control podía uno ejercer que el poder de atormentar y de matar? Para semejante cazador, el mundo es una vasta planicie hormigueante de presas.
Todo lo que hay que hacer es elegir.
Había niños por todas partes. Rizzoli estaba de pie en la cocina que olía a leche cortada y talco mientras esperaba que Anna García terminara de limpiar una mancha de manzana rallada del piso. Uno de los pequeños, que gateaba, estaba colgado de la pierna de Anna; el segundo sacudía tapas de cacerolas que había sacado de un aparador y las hacía sonar como címbalos. Otro niño estaba atrapado en una silla alta, y sonreía detrás de una máscara de espinacas a la crema. Y en el suelo, un bebé con un caso grave de curiosidad se arrastraba alrededor en una búsqueda del tesoro para ver qué podía llevar a su ávida boquita. A Rizzoli no le interesaban los niños, y se ponía nerviosa con tantos alrededor. Se sentía como Indiana Jones en un pozo de serpientes.
– No son todos míos -se apresuró a explicarle Anna mientras se inclinaba sobre la pileta con el niño colgado de su pierna como un grillete. Retorció la esponja sucia y se secó las manos-. Sólo éste es mío. -Señaló al bebé que colgaba de su pierna-. El de las cacerolas y el de la silla son de mi hermana Lupe. Y al que gatea se lo cuido a mi prima. Ya que tengo que estar en casa con el mío, se me ocurrió que podía cuidar sin problemas a algunos más.
«Sí, qué le hace una raya más al tigre», pensó Rizzoli. Pero lo gracioso era que Anna no se veía infeliz. De hecho, apenas parecía notar el escándalo de las tapas golpeando contra el suelo. En una situación que a Rizzoli le hubiera producido un ataque de nervios, Anna tenía la serena presencia de una mujer que está exactamente en el lugar que quiere estar. Rizzoli se preguntaba si Elena Ortiz hubiera sido así algún día, de haber vivido. Una madre en su cocina, limpiando alegremente baba y papilla. Anna era muy parecida a las fotos de su hermana menor, sólo que un poco más regordeta. Y cuando se volvió hacia Rizzoli, con la luz de la cocina apuntando directamente a su frente, Rizzoli tuvo la ominosa sensación de estar mirando la misma cara que había visto en la mesa de autopsias.
– Con todos estos niños alrededor, me lleva una eternidad hacer las cosas más insignificantes -dijo Anna. Tomó al chico que se agarraba de su pierna y lo calzó diestramente en su cintura-. Ahora, déjeme ver. Usted vino por la cadena. Déjeme ver el joyero. -Salió de la cocina, y Rizzoli tuvo un momento de pánico, sola con tres bebés. Una manito pegajosa aterrizó sobre su tobillo y al bajar la vista vio que uno de ellos mordisqueaba la bocamanga de su pantalón. Lo sacudió y a toda velocidad se puso a una distancia prudente de esa boca gomosa.
– Aquí está -dijo Anna de regreso con la caja, que colocó sobre la mesa de la cocina-. No queríamos dejarla en su apartamento, no al menos mientras estuvieran esos extraños entrando y saliendo para limpiar el lugar. Así que mis hermanos pensaron que era mejor que me quedara con la caja hasta que la familia decidiera qué hacer con esas joyas.
Levantó la tapa, y una melodía comenzó a sonar. Somewhere my love. Anna por un momento pareció sacudida por la música. Se quedó sentada y rígida, los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Señora García?
Anna tragó saliva.
– Lo siento. Mi marido debe de haberla arreglado. No esperaba escuchar…
La melodía disminuyó hasta unas últimas notas dulzonas y se detuvo. En silencio Anna miró las joyas, con la cabeza vencida por el peso del dolor. Con triste resignación abrió uno de los compartimentos de terciopelo y sacó la cadena.
Rizzoli pudo sentir cómo se agitaba su corazón mientras tomaba la cadena de manos de Anna. Era igual a la que había visto en el cuello de Elena en la morgue, una diminuta cerradura y una llave que colgaban de una fina cadena de oro. Dio vuelta la cerradura y vio un sello de dieciocho quilates estampado en ella.
– ¿Dónde compró su hermana esta cadena?
– No lo sé.
– ¿No sabe desde cuándo la tenía?
– Debe de ser nueva. No la había visto nunca hasta el día que…
– ¿Qué día?
Anna tragó saliva. Y en voz baja respondió:
– El día que la recogí de la morgue. Con el resto de sus cosas.
– Llevaba también aros y un anillo. ¿Los había visto antes?
– Sí. Ésos los tenía desde hacía tiempo.
– Pero no la cadena.
– ¿Por qué insiste tanto con eso? ¿Qué tiene que ver con…? -Anna se detuvo, con el horror en la mirada-. Oh, Dios. ¿Usted cree que él se la puso?
El bebé de la silla alta, percibiendo algo malo, lanzó un quejido. Anna bajó a su propio hijo al piso y se apresuró a tomar al que lloraba. Abrazándolo fuerte, se alejó de la cadena como si quisiera protegerlo de la visión de ese maléfico talismán.
– Por favor, llévesela -susurró-. No lo quiero en mi casa.
Rizzoli metió la cadena en una bolsa hermética.
– Le haré un comprobante.
– No, sólo llévesela. No me importa si se la queda.
Rizzoli escribió de todos modos un comprobante, y lo colocó sobre la mesada de la cocina, próximo al platillo de espinacas a la crema del bebé.
– Necesito hacerle una última pregunta -dijo con cordialidad.
Anna seguía caminando por la cocina, acunando agitadamente al bebé.
– Por favor, revise nuevamente las joyas de su hermana -dijo Rizzoli-. Dígame si falta algo.
– Ya me preguntó eso la semana pasada. No hay nada.
– No es fácil ubicar la ausencia de algo. En cambio, tendemos a concentrarnos en lo que nos resulta desconocido. Necesito que revise de nuevo esta caja, por favor.
Anna tragó saliva con ruido. A duras penas se sentó con el bebé sobre su falda y miró dentro de la caja de joyas. Tomó los objetos uno por uno y los depositó sobre la mesa. Era un triste surtido de baratijas de centro comercial. Diamantes falsos y cuentas de vidrio y perlas de imitación. El gusto de Elena pasaba por lo brillante y chillón.
Anna depositó el último objeto, un anillo de piedra turquesa, sobre la mesa. Luego reflexionó por un momento, arrugando de a poco la frente.
– El brazalete -dijo.
– ¿Qué brazalete?
– Debería de haber un brazalete, con unos adornitos de fantasía. Caballos. Lo usaba todos los días en el colegio. Elena adoraba los caballos… -Anna levantó la cabeza con una expresión de estupor-. ¡No valía nada! Era tan sólo de lata. ¿Por qué se lo habrá llevado?
Rizzoli miró la bolsa con la cadena, una cadena que, ahora estaba segura, había pertenecido a Diana Sterling. Y pensó: «Sé exactamente dónde encontraremos el brazalete de Elena: en la muñeca de la próxima víctima».
Rizzoli se detuvo frente a la galería del frente de la casa de Moore, agitando triunfalmente la bolsa con la cadena.
– Pertenecía a Diana Sterling. Acabo de hablar con sus padres. No se dieron cuenta de que faltaba hasta que los llamé.
Él tomó la bolsa sin abrirla. Tan sólo la sostuvo, mirando la cadena de oro enroscada detrás del plástico.
– Es el eslabón físico entre ambos casos -dijo ella-. Se lleva un recuerdo de una víctima. Lo deja con la siguiente.
– No puedo creer que se nos haya escapado ese detalle.
– Eh, no se nos escapó.
– Quieres decir que no se te escapó. -Le dedicó una mirada que la hizo sentirse tres metros más alta. Moore no era la clase de tipo que daba golpecitos en la espalda o que alababa a los gritos. De hecho, no podía recordar siquiera que hubiera alzado alguna vez la voz, ni por enojo ni por alegría. Pero cuando le dedicó esa mirada, la ceja elevada en señal de aprobación, la boca congelada en una media sonrisa, fue la mejor alabanza que hubiera podido pedir.
Ruborizada de placer, exhibió la bolsa de comida que había traído.
– ¿Quieres comer? Paré en el restaurante chino que está al final de la calle.
– No tenías que hacer eso.
– Sí, lo hice. Me da la impresión de que te debo una disculpa.