– ¿Por qué?

– Por lo de esta tarde. Ese estúpido asunto del tampón. Te pusiste de mi lado; trataste de ser buen compañero. Lo interpreté todo mal.

Se produjo un silencio incómodo. Ambos estaban de pie frente a frente, sin saber qué decir; dos personas que no se conocen bien y que tratan de dejar atrás las turbulencias iniciales de su relación.

Luego él sonrió y transformó su cara por lo general inexpresiva en la de un hombre mucho más joven.

– Me muero de hambre -dijo-. Trae esa comida.

Con una carcajada, ella pasó a la casa. Era la primera vez que entraba, y lo hizo despacio para mirar alrededor, registrando todos los detalles femeninos. Las cortinas de cretona, las acuarelas de flores en la pared. No era lo que esperaba. Diablos, era más femenino que su propio departamento.

– Vamos a la cocina -dijo él-. Mis papeles están allí.

La condujo por el living y ella divisó un piano vertical.

– ¡Genial! ¿Tocas el piano?

– No, es de Mary. Yo no tengo oído para la música.

Es de Mary. Tiempo presente. Lo que la sorprendió en ese momento fue que la razón por la que esa casa se veía tan femenina era a causa de Mary en tiempo presente, una casa que esperaba, inalterada, a que su señora estuviera de regreso. Una foto de la mujer de Moore se recortaba sobre el piano, una mujer bronceada con ojos risueños y el pelo despeinado por el viento. Mary, cuyas cortinas de cretona todavía colgaban de la casa a la que nunca regresaría.

En la cocina, Rizzoli colocó la bolsa de comida sobre la mesada, cerca de una montaña de expedientes. Moore revolvió entre las carpetas y encontró lo que buscaba.

– El informe de una consulta de emergencia de Elena Ortiz -dijo mientras se lo alcanzaba.

– ¿Esto es obra de Cordell?

Él le devolvió una sonrisa irónica.

– Parece que estoy rodeado de mujeres más competentes que yo.

Ella abrió la carpeta y vio en la fotocopia la letra turbulenta del médico.

– ¿Tienes la traducción de este desastre?

– No es mucho más de lo que te conté por teléfono. Violación no denunciada. No se recogieron muestras, no hay ADN. Ni siquiera la familia de Elena sabía del tema.

Ella cerró la carpeta y la colocó junto a los otros papeles.

– Por Dios, Moore, este desorden se parece a mi mesa de comedor. No hay lugar para comer.

– También se ha apoderado de tu vida, ¿cierto? -dijo él, despejando los expedientes para hacer lugar a la comida.

– ¿De qué vida hablas? Este caso es todo lo que tengo. Dormir. Comer. Trabajar. Y si tengo suerte, una hora en la cama con mi viejo compañero Dave Letterman.

– ¿Novios?

– ¡Novios! -exclamó con un resoplido mientras sacaba las cajas de cartón y desplegaba las servilletas y los palitos sobre la mesa-. Ah, sí, novios. Tengo que arreglármelas sin ellos. -Sólo después de decirlo notó lo autocompasivo que sonaba; no lo sentía así en absoluto. Se apresuró a agregar-: No es que me queje. Si tengo que pasar el fin de semana ocupada es mejor no tener un tipo lloriqueando por eso. No me llevo bien con los quejosos.

– No me sorprende para nada. Eres todo lo opuesto. Me lo hiciste saber muy bien esta tarde.

– Está bien, está bien. Pensé que ya me había disculpado al respecto.

Él sacó dos cervezas de la heladera y luego se sentó frente a ella. Nunca lo había visto así, con la camisa arremangada y tan relajado. Le gustaba de esta manera. No el censurador Santo Tomás, sino un tipo con el que charlar de cualquier cosa, un tipo que pudiera reírse con ella. Un tipo que si se molestaba en ser atractivo podía hacer que una chica perdiera la cabeza.

– Sabes, no siempre tienes que ser más dura que el resto -dijo.

– Sí, tengo que serlo.

– ¿Por qué?

– Porque ellos creen que no lo soy.

– ¿Quiénes?

– Tipos como Crowe. Como el teniente Marquette.

Él alzó los hombros.

– Siempre habrá gente así.

– ¿Cómo puede ser que siempre termine trabajando con ellos? -Abrió la lata con un chasquido y sorbió un trago-. Es por eso que eres el primero en saber lo de la cadena. No me robarás los créditos.

– Es triste cuando uno tiene que reclamar los créditos de esto o aquello.

Rizzoli tomó los palitos y los enterró en la caja de pollo kung pao. Estaba diabólicamente picante, tal como le gustaba a ella. Tampoco se amedrentaba a la hora de los ajíes picantes, por otra parte.

– En el primer caso importante que trabajé para Vicios y Narcóticos -dijo-, era la única mujer en un equipo de cinco hombres. Cuando lo resolvimos, hubo una conferencia de prensa. Cámaras de televisión transmitiendo a todo el país. ¿Y sabes qué? Mencionaron todos los nombres del equipo menos el mío. Cada uno de los malditos nombres. -Tomó otro trago de cerveza-. Voy a asegurarme de que eso no se repita. Ustedes, los hombres, pueden concentrar toda su atención en el caso y en la evidencia. Pero yo pierdo demasiado tiempo tratando de hacerme escuchar.

– Yo te escucho muy bien, Rizzoli.

– Es un cambio agradable.

– ¿Qué hay de Frost? ¿Has tenido problemas con él?

– Con Frost no hay problema. -Sonrió con malicia ante lo que iba a decir-. Su mujer lo tiene bien entrenado.

Ambos festejaron la ocurrencia. Cualquiera que escuchara los mansos «sí, mi amor; no, mi amor», de Barry Frost en sus conversaciones telefónicas con su mujer no dudaría de quién llevaba los pantalones en la residencia Frost.

– Es por eso que no logrará llegar muy alto -dijo ella-. Tiene sangre de horchata. Es un hombre de familia.

– No hay nada de malo con ser un hombre de familia. Yo hubiera deseado ser un mejor hombre de familia.

Ella levantó la mirada de la caja de lomo mongoles y notó que él no la miraba, sino que observaba la cadena. En su voz se había filtrado una nota de angustia, y ella no sabía qué responder. Imaginó que lo mejor era no decir nada.

Sintió alivio cuando Moore volvió al tema de la investigación. En un mundo como el suyo, el asesinato era siempre un tema seguro.

– Aquí hay algo mal -dijo él-. Esto de las joyas no me cierra.

– Se lleva recuerdos. Es bastante común.

– ¿Pero cuál es el punto de llevarte un recuerdo si lo vas a devolver?

– Algunos asesinos se llevan joyas de la víctima y se las dan a sus mujeres o novias. Les excita ver ese tipo de cosas en los cuellos de sus novias, y ser los únicos que conocen de dónde provienen en realidad.

– Pero nuestro muchacho hace algo distinto. Deja su recuerdo en la siguiente escena del crimen. No se los queda para seguir disfrutándolos. No obtiene una excitación recurrente del recordatorio de su crimen. Para mí no hay un beneficio emocional visible.

– ¿Un símbolo de propiedad? Como un perro marcando su territorio. Sólo que él usa joyas para marcar a su próxima víctima.

– No. No es eso. -Moore tomó nuevamente la bolsa y la sopesó en su palma, como si quisiera adivinar sus intenciones.

– Lo principal es que tenemos el patrón -dijo ella-. Sabemos exactamente lo que vamos a encontrar en la próxima escena del crimen.

Él la miró.

– Acabas de responder a la pregunta.

– ¿Cómo?

– No marca a la víctima. Está marcando la escena del crimen.

Rizzoli se quedó callada. De repente comprendió la diferencia.

– Jesús. Al marcar la escena del crimen…

– Esto no es un recuerdo. Ni tampoco una marca de propiedad. -Depositó la cadena sobre la mesa, una retorcida filigrana de oro que había acariciado la piel de dos mujeres muertas.

Rizzoli sintió un escalofrío.

– Es una tarjeta de presentación -dijo en un murmullo.

Moore asintió.

– El Cirujano nos está diciendo algo.

Un lugar de vientos fuertes y mareas peligrosas.

Así es como Edith Hamilton, en su libro Mitología, describe el puerto griego de Áulide, donde yacen las ruinas del antiguo templo de Artemisa, la diosa de la caza. Fue en Áulide donde un millar de negras naves griegas se reunieron para lanzar su ataque contra Troya. Pero soplaba viento norte, y las naves no pudieron zarpar. Día tras día, el viento se perpetuaba y la armada griega, bajo la dirección del rey Agamenón, se ponía cada vez más furiosa e inquieta. Un adivino reveló la causa de los vientos desfavorables: la diosa Artemisa estaba enojada porque Agamenón había sacrificado a una de sus amadas criaturas, una liebre salvaje. No permitiría partir a los griegos hasta que Agamenón ofreciera un terrible sacrificio: su hija Ifigenia.

Y así mandó buscara Ifigenia, alegando que había dispuesto para ella una espléndida boda con Aquiles. Ella no sabía que en realidad se encaminaba a su muerte.

Los feroces vientos del norte no soplaban el día que tú y yo caminamos por la playa cercana a Áulide. Estaba tranquilo, el agua era un vidrio verde, y la arena estaba caliente como ceniza blanca bajo nuestros pies. Oh, cómo envidiamos a los jóvenes griegos que corrían descalzos sobre la orilla entibiada por el sol. Aunque la arena irritaba nuestra pálida piel de turistas, superamos la incomodidad porque queríamos ser como esos jóvenes, con las plantas de los pies endurecidas como el cuero. Sólo a través del dolor y la exposición se forman los callos.

Por la tarde, cuando el día se enfrió, fuimos al templo de Artemisa.

Caminamos a través de las sombras crecientes, y llegamos al altar donde Ifigenia fue sacrificada. A pesar de sus plegarias, de sus lamentos de «Padre, sálvame», los guerreros condujeron a la doncella al altar. Fue atada sobre la pira, y se despejó su cuello para el filo de la hoja. El antiguo dramaturgo Eurípides dice que los soldados de Aireo y toda la milicia miraban el suelo sin deseos de ver derramarse su sangre virginal. Sin deseos de ser testigos del horror.

Ah, pero yo hubiera observado. Y tú también lo hubieras hecho. Con todas tus fuerzas.

Puedo ver las tropas silenciosas reunidas en la oscuridad. Imagino el sonido de los tambores, no los latidos vitales de la celebración de unas nupcias, sino una sombría marcha hacia la muerte. Veo la procesión, abriéndose camino hacia la arboleda. La doncella, blanca como un cisne, escoltada por soldados y sacerdotes. Los tambores se detienen.

La alzan, gritando, hasta el altar.

En mi visión, es Agamenón mismo quien empuña la hoja del cuchillo, ¿pues cómo llamarlo sacrificio si no eres tú el que derrama la sangre? Lo veo aproximarse al altar, donde yace su hija, su carne tierna expuesta a los ojos de todos. Ella ruega por su vida en vano.

El sacerdote recoge su pelo y tira hacia atrás, desnudando su garganta. Bajo la piel blanca late la arteria, marcando el lugar para la hoja. Agamenón se coloca junto a su hija, mirando el rostro que ama. Su propia sangre corre por esas venas. En esos ojos ve los suyos. Al cortar su garganta, cortará su propia carne.


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