Nueve
No eran vírgenes lo que sacrificaban los vikingos, sino prostitutas.
En el año 922 de nuestro Señor, el diplomático árabe Ibn Fadlan presenció uno de esos sacrificios entre las personas que él denominaba los Rus. Los describe altos y rubios, hombres de físico perfecto que viajaban desde Suecia, bajando por los ríos rusos, hasta los mercados meridionales de Razaría y el Califato, donde intercambiaban ámbar y pieles por seda y plata de Bizancio.
Fue en esa ruta comercial, en un lugar llamado Bulgar, en la brecha del Volga, que un vikingo muerto de gran importancia se preparaba para su trayecto final al Valhalla.
Ibn Fadlan presenció el funeral.
La nave del hombre muerto fue arrastrada a la costa y ubicada sobre pilotes de madera de abedul. Se levantó un pabellón sobre la cubierta, y dentro de este pabellón había un diván cubierto de brocado griego. El cadáver, enterrado diez días atrás, fue entonces exhumado.
Para sorpresa de Ibn Fadlan, la carne ennegrecida no tenía olor.
El cuerpo recién desenterrado fue luego adornado con finas telas: pantalones y medias, botas y una túnica, y un caftán de brocado con botones de oro. Lo depositaron sobre el colchón dentro del pabellón, y lo elevaron mediante almohadones hasta dejarlo sentado. A su alrededor colocaron pan y carne y cebollas, bebidas intoxicantes y plantas de perfume agradable. Sacrificaron a un perro y dos caballos, un gallo y luego una gallina, y todo esto también lo colocaron dentro del pabellón, para servir a sus necesidades en el Valhalla.
Por último, trajeron a una esclava.
Durante los diez días que el hombre había yacido en la tierra, la muchacha había sido entregada a la prostitución. Mareada por el alcohol, se la había llevado de tienda en tienda para servir a todos los hombres del campamento. Permanecía con las piernas abiertas bajo una sucesión de hombres transpirados, hostiles, su bien formado cuerpo un recipiente comunal en el que todas las simientes de los hombres de la tribu habían sido derramadas. De este modo había sido mancillada, su carne corrompida, su cuerpo preparado para el sacrificio.
En el décimo día fue conducida a la nave, acompañada por una vieja a la que llamaban el Ángel de la Muerte. La muchacha se quitó los brazaletes y los anillos de los dedos. Bebió hasta el hartazgo para intoxicarse. Luego fue introducida en el pabellón, donde el muerto estaba sentado.
Allí, sobre el colchón cubierto de brocado, fue nuevamente profanada. Seis veces por seis hombres, su cuerpo pasó entre ellos como carne compartida. Y cuando terminaron, cuando los hombres estuvieron saciados, la muchacha fue extendida junto al cuerpo de su amo muerto. Dos hombres sostuvieron sus pies, otros dos las manos, y el Ángel de la Muerte rodeó el cuello de la muchacha con una cuerda. Mientras los hombres estiraban la cuerda, el Ángel elevaba su daga de hoja ancha y la hundía en el pecho de la joven.
Una y otra vez bajó la hoja, salpicando sangre tal como un hombre hostil arroja simiente, con la daga imitando la embriaguez inicial, el metal agudo perforando la carne tierna.
Un brutal arado de la carne que transmitía, con su estocada final, el éxtasis de la muerte.
– Hubo que hacerle transfusiones masivas de sangre y plasma fresco -dijo Catherine-. Su presión se estabilizó, pero sigue inconsciente y con respirador. Tendrá que tener paciencia, detective. Y rezar para que despierte.
Catherine y el detective Darren Crowe hablaban fuera del cubículo de la unidad de terapia intensiva quirúrgica donde se hallaba Nina Peyton, y observaban tres líneas que cruzaban el monitor cardíaco. Crowe había estado esperando frente a la puerta del quirófano cuando sacaron a la paciente en camilla, y había permanecido a su lado en el cuarto de recuperación; lo mismo hizo más tarde cuando la transfirieron a terapia intensiva. Su papel consistía en algo más que protegerla; estaba ansioso por tomarle una declaración a la paciente, y desde las últimas horas se había convertido en un estorbo preguntando a cada momento sobre los avances de Nina y rondando fuera del cubículo.
Ahora, una vez más, repetía la pregunta que había estado haciendo toda la mañana:
– ¿Va a vivir?
– Todo lo que puedo decirle es que sus signos vitales son estables.
– ¿Cuándo podré hablar con ella?
Catherine largó un suspiro de irritación.
– Usted parece no entender el estado crítico de esta mujer. Cuando ingresó aquí ya había perdido más de la tercera parte del volumen de su sangre. Su cerebro pudo haber estado privado de circulación sanguínea. Cuando recupere el conocimiento, si es que lo hace, es probable que no recuerde nada.
Crowe miró a través del tabique de vidrio.
– Entonces no nos sirve.
Catherine lo miró con un desagrado que iba en aumento. Ni siquiera una vez había demostrado interés por Nina Peyton, salvo en su eventual función de testigo, como algo útil. Ni siquiera una vez en toda la mañana se había referido a ella por su nombre. La llamaba «la víctima», o «la testigo». Lo que veía, asomado al cubículo, no era en absoluto una mujer, sino un simple medio para un fin.
– ¿Cuándo saldrá de terapia intensiva? -preguntó.
– Es demasiado pronto para hacer esa pregunta.
– ¿No se la puede trasladar a un cuarto privado? Si mantenemos la puerta cerrada y limitamos el ingreso de personal, entonces nadie sabrá que no puede hablar.
Catherine sabía exactamente hacia dónde se dirigía.
– No voy a utilizar a mi paciente como carnada. Necesita estar aquí para que se le hagan observaciones constantes. ¿Ve esas líneas en el monitor? Es un electrocardiograma, la presión sanguínea central y la presión arterial. Necesito estar al tanto de cada cambio en su estado. Esta unidad es el único lugar en donde puedo hacerlo.
– ¿Cuántas mujeres podríamos salvar si lo detenemos ahora? ¿Ha pensado en eso? De todas las personas, doctora Cordell, es usted la que mejor sabe lo que estas mujeres han sufrido.
Se puso tensa de furia. Había dado un golpe en la zona más vulnerable. Lo que Andrew Capra le había hecho era tan personal, tan íntimo, que no podía hablar de ese episodio ni siquiera con su padre. El detective Crowe acababa de abrir sin contemplaciones esa herida.
– Podría ser nuestra única oportunidad para atraparlo -dijo Crowe.
– ¿Es lo mejor que puede hacer? ¿Utilizar a una mujer en coma para desenmascarar al asesino? ¿Poner en peligro a otros pacientes del hospital para atraer aquí al asesino?
– ¿Qué le hace pensar que él no está aquí ya? -dijo Crowe mientras se alejaba.
Ya está aquí. Catherine no pudo evitar mirar alrededor de la unidad. Vio unas enfermeras ocupadas con unos pacientes. Un grupo de cirujanos residentes reunidos cerca de unos monitores. Una flebotomista empujando su carro con muestras de sangre y jeringas. ¿Cuántas personas entraban y salían de allí cada día? ¿A cuántos de ellos conocía verdaderamente como personas? A ninguno. Eso era lo que Andrew Capra le había enseñado: que nunca podría saber lo que acechaba en el corazón de una persona.
El empleado de la guardia la llamó.
– Doctora Cordell, teléfono para usted.
Catherine cruzó la estación de enfermería y levantó el tubo.
Era Moore.
– Me enteré de que la salvaste.
– Sí, todavía vive -respondió Catherine con brusquedad-. Pero no puede hablar.
Una pausa.
– Supongo que no es un buen momento para llamar.
Ella se hundió en una silla.
– Lo siento. Acabo de hablar con el detective Crowe y no estoy de buen humor.
– Parece que tiene ese efecto sobre las mujeres.
Ambos rieron con risas agobiadas que derritieron toda hostilidad mutua.
– ¿Cómo va todo, Catherine?
– Tuvimos algunos momentos espeluznantes, pero creo que logré estabilizarla.
– No, me refería a ti. ¿Estás bien?
Era más que una pregunta de cortesía; notaba un verdadero interés en su voz, y no supo qué contestarle. Sólo sabía que era bueno sentir que se interesaban por ella. Que sus palabras habían logrado sonrojarla.
– ¿No volverás a casa, verdad? -dijo él-. Hasta que cambien las cerraduras.
– Me da tanta rabia. Me quitó el único lugar donde me sentía segura.
– Lo volveremos a hacer seguro. Me ocuparé de mandar a un cerrajero.
– ¿Un sábado? Eres un trabajador milagroso.
– No. Sólo tengo una excelente agenda.
Ella se reclinó, sintiendo que se aflojaba la tensión sobre sus hombros. Todo a su alrededor en la unidad de terapia intensiva zumbaba de actividad, pero su atención estaba completamente enfocada en el hombre cuya voz ahora la tranquilizaba, le brindaba seguridad.
– ¿Y cómo estás tú? -preguntó ella.
– Temo que mi día recién comienza. -Interrumpió la conversación para contestar a una pregunta, algo sobre qué evidencia guardar. Otras voces hablaban en el fondo. Se lo imaginó en el dormitorio de Nina Peyton, con todas las huellas del horror rodeándolo. Pero su voz era tranquila y serena.
– ¿Me llamarás en cuanto ella despierte? -dijo Moore.
– El detective Crowe anda rondando por aquí como un buitre. Estoy segura de que él se enterará antes que yo.
– ¿No crees que ella despierte?
– ¿Una respuesta sincera? -dijo Catherine-. No lo sé. No hago más que repetírselo al detective Crowe, y él se niega a aceptarlo.
– ¿Doctora Cordell? -Era la enfermera de Nina Peyton, llamándola desde el cubículo. El tono de su voz alarmó instantáneamente a Catherine.
– ¿Qué sucede?
– Tiene que venir a ver esto.
– ¿Algo anda mal? -dijo Moore en el teléfono.
– No cuelgues. Déjame averiguar. -Dejó el teléfono y caminó hasta el cubículo.
– Estaba limpiándola con una toalla -dijo la enfermera-. La trajeron del quirófano con un poco de sangre seca. Cuando la volteé de este lado, lo vi. Está detrás de su cadera izquierda.
– Muéstremelo.
La enfermera tomó a la paciente por el hombro y la empujó suavemente.
– Ahí está.
El terror dejó a Catherine clavada al piso. Observó el alegre mensaje que había sido escrito con marcador negro sobre la piel de Nina Peyton.
Feliz cumpleaños, ¿te gusta mi regalo?
Moore la encontró en la cafetería del hospital. Estaba sentada en una mesa del rincón, la espalda contra la pared, asumiendo la postura de alguien que se sabe amenazado y espera el ataque que se avecina. Todavía llevaba puesto el guardapolvos quirúrgico, y el pelo estaba recogido en una cola de caballo, resaltando sus atractivos rasgos angulosos, la cara lavada, los ojos brillantes. Necesariamente debía de estar tan exhausta como él, pero el miedo había hecho aumentar su nivel de alerta, y se veía como un gato feroz, observando cada movimiento cercano a la mesa. Frente a ella había una taza medio llena de café. «¿Cuántas habrá tomado ya?», se preguntó, y vio que temblaba mientras tomaba la taza. No era la mano firme de un cirujano, sino la mano de una mujer asustada.