– Te ves cansado -dijo ella.
– ¿En serio?
– Nunca te tomaste vacaciones, ¿o sí?
– Me llamaron para que volviera. Ya estaba en el auto, dirigiéndome hacia la autopista de Maine. Tenía las cañas de pescar en el auto. Me había comprado una caja nueva de aparejos. -Suspiró-. Me perdí el lago. Lo único que había estado esperando todo el año.
Era lo único que Mary esperaba también. Miró los trofeos de natación sobre los estantes. Mary había sido una rechoncha sirenita que habría pasado alegremente su vida entera en el agua, de haber tenido agallas. Recordó lo preciso y seguro de sus movimientos una vez que cruzó a nado el lago. Recordó cómo esos mismos brazos se convirtieron en frágiles ramitas en la clínica.
– Una vez que el caso se resuelva -dijo Rose-, podrás ir al lago.
– No sé si se resolverá.
– Eso no me suena a ti para nada. Tan desinflado.
– Ésta es una clase distinta de crímenes, Rose. Cometidos por alguien que no logro entender.
– Siempre te las ingenias para hacerlo.
– ¿Siempre? -Movió la cabeza y sonrió-. Tu consideración hacia mí es demasiado alta.
– Es lo que Mary solía decir. Le gustaba alardear sobre ti, ¿sabes? «Siempre encuentra al criminal».
«¿Pero a qué costo?», se preguntaba mientras su sonrisa se desvanecía. Recordó todas las noches fuera de su casa en escenas de crimen, las cenas postergadas, los fines de semana en los que su mente sólo estaba ocupada por pensamientos de trabajo. Y allí estaba siempre Mary, esperando con paciencia a que le prestara atención. «Si sólo pudiera revivir un día, lo pasaría cada minuto contigo. Abrazándote en la cama. Susurrándote secretos bajo las sábanas tibias».
Pero Dios no concede segundas oportunidades.
– Estaba tan orgullosa de ti -dijo Rose.
– Yo estaba orgulloso de ella.
– Pasaron veinte buenos años juntos. Es más de lo que mucha gente puede decir.
– Soy codicioso, Rose. Yo quería más.
– Y te da rabia no haberlo conseguido.
– Sí, supongo que sí. Y me da rabia que el aneurisma le tocara a ella. Que ella fuera la persona que no pudieron salvar. Y me da rabia que… -Se detuvo. Dejó escapar un profundo suspiro-. Lo siento. Sólo que es difícil. Todo es tan difícil en estos días.
– Es así para ambos -dijo con delicadeza.
Se miraron en silencio. Sí, por supuesto que debe de haber sido incluso más difícil para la viuda Rose, que perdió a su única hija. Se preguntaba si alguna vez lo perdonaría en el caso de volver a casarse. ¿O lo consideraría una traición? ¿Confinar la memoria de su hija a una tumba aún más profunda?
De repente advirtió que no le podía sostener la mirada, y la retiró con una punzada de culpabilidad. La misma culpabilidad que había sentido más temprano en la tarde cuando miraba a Catherine Cordell con una reconocible agitación de deseo.
Dejó su vaso vacío y se levantó.
– Tengo que irme.
– ¿De vuelta al trabajo?
– No tendremos descanso hasta que lo atrapemos.
Ella lo condujo hasta la puerta y se quedó allí observándolo mientras atravesaba el pequeño jardín delantero. Se volvió para decir:
– Cierra tus puertas con llave, Rose.
– Vamos, siempre dices eso.
– Y lo digo para que lo hagas. -Agitó su mano en un saludo y se alejó pensando: «Esta noche más que nunca».
«El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos».
El adagio se repetía en la cabeza de Jane Rizzoli como un irritante estribillo infantil mientras miraba el mapa de Boston clavado sobre una larga pizarra de corcho de la pared de su departamento. Había puesto el mapa al día siguiente del descubrimiento del cuerpo de Elena Ortiz. A medida que la investigación avanzaba, había ido clavando más y más alfileres de colores sobre el mapa. Había tres colores distintos para cada una de las mujeres. Blanco para Elena Ortiz, azul para Diana Sterling y rojo para Nina Peyton. Cada color señalaba un área conocida dentro de la esfera de actividad de cada mujer. Su casa, su lugar de trabajo. Las casas de los amigos o parientes. A qué institución médica acudía. En resumen, el habitat de la presa. En algún momento del curso de sus actividades cotidianas, el mundo de cada mujer se había cruzado con el del Cirujano.
«El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos».
«¿Y el Cirujano a dónde va?, -se preguntaba-. ¿Cuál es su mundo?»
Se sentó a comer su cena fría de sandwich de atún y papas fritas de copetín que pensaba bajar con cerveza, estudiando el mapa mientras masticaba. Había colgado el mapa sobre la pared próxima a su mesa de comedor, y cada mañana mientras tomaba su café, cada noche cuando comía su cena -en el caso de que llegara a casa para la cena- descubría que su mirada era atraída inexorablemente por los alfileres de color. Mientras que otras mujeres cuelgan cuadros de flores o hermosos paisajes o pósters de cine, aquí estaba ella, mirando el mapa de la muerte, siguiendo los movimientos de los difuntos.
A esto había llegado su vida: comer, dormir y trabajar. Hacía tres años que vivía ya en ese departamento, pero había poca decoración en las paredes. No había plantas («¿quién tiene tiempo de regarlas?»), no había estúpidas chucherías, ni siquiera había cortinas. Sólo las persianas. Al igual que su vida, su casa reflejaba su trabajo. Amaba y vivía para su trabajo. Supo que quería ser policía desde los doce años, cuando una mujer detective visitó su colegio como invitada durante el Día de las Carreras. La clase ya había escuchado a una enfermera y a un abogado, luego a un pastelero y a un ingeniero. Los alumnos comenzaron a moverse nerviosos. Bandas elásticas arrojadas entre grupos rivales y también bolitas de papel volaron por el aula. Entonces la mujer policía se puso de pie, con el arma enfundada en la cintura, y la clase hizo silencio de inmediato.
Rizzoli nunca lo olvidó. Nunca olvidó cómo hasta los chicos miraban asombrados a una mujer.
Ahora ella era esa mujer policía, y si bien podía controlar el asombro de los chicos de doce años, el respeto de los hombres adultos a menudo la eludía.
«Sé la mejor», era su estrategia. Trabajar más que ellos, brillar más que ellos. De modo que allí estaba, trabajando incluso mientras comía su cena. Homicidios y sandwiches de atún. Tomó un largo trago de cerveza y luego se reclinó mirando el mapa. Había algo escalofriante en eso de observar la geografía de la muerte. Dónde vivían sus vidas, los lugares importantes para ellos. En la reunión de ayer, el psicólogo criminalista, el doctor Zucker, había arrojado un buen número de términos específicos para descubrir el perfil del asesino. Puntos de anclaje. Nodos de actividad. Ámbito del blanco. Bien, ella no necesitaba las complicadas palabritas de Zucker ni un programa de computadora para saber lo que estaba buscando y cómo interpretarlo. Mirando el mapa, lo que ella imaginaba era una sabana hormigueante de presas. Los alfileres de color definían los universos personales de estas tres desafortunadas gacelas. Diana Sterling estaba ubicada en el norte, entre Back Bay y Beacon Hill. Elena Ortiz estaba en el South End. Nina Peyton aparecía hacia el sudoeste, en el suburbio de Jamaica Plain. Tres discretos hábitats, sin superposición.
«¿Y dónde está tu habitat?», pensó.
Trataba de ver la ciudad a través de sus ojos. Veía desfiladeros y rascacielos. Verdes parques recortados como campos de pastoreo. Caminos extensos habitados por rebaños de estúpidas presas, ignorantes del cazador que las observaba. Un viajero que mataba a través de la distancia y el tiempo.
El teléfono sonó y ella dio un respingo que le hizo volcar la botella. Mierda. Tomó un rollo de papel absorbente y lo aplicó sobre el líquido mientras contestaba la llamada.
– Rizzoli.
– Hola, ¿Janie?
– Oh, hola, mamá.
– Nunca me devolviste el llamado.
– ¿Qué?
– Te llamé hace un par de días. Dijiste que me llamarías y no lo hiciste.
– Me olvidé por completo. Estoy hasta el cuello de trabajo.
– Frankie viene a casa la semana que viene. ¿No es genial?
– Sí. -Rizzoli suspiró-. Es genial.
– Ves a tu hermano una vez al año. ¿No podrías sonar un poco más entusiasmada?
– Estoy cansada, mamá. Este caso del Cirujano nos tiene totalmente absorbidos.
– ¿Y la policía no lo atrapó?
– Yo soy la policía.
– Sabes a qué me refiero.
Sí, lo sabía. Su madre probablemente se imaginaba a la pequeña Janie contestando el teléfono y llevando café a todos esos importantes detectives varones.
– ¿Vendrás a cenar, verdad? -dijo su madre desviando el tema del trabajo de Jane-. El viernes que viene.
– No estoy segura. Depende de cómo avance el caso.
– Oh, puedes hacer el esfuerzo por tu hermano.
– Si las cosas se ponen pesadas, tendrá que ser otro día.
– No puede ser otro día. Mike ya quedó en venir el viernes en auto.
«Bien, desde luego. Vamos a agasajar al hermano Michael».
– ¿Janie?
– Sí, mamá. El viernes.
Colgó, con el estómago hecho un nudo de furia contenida, un sentimiento demasiado familiar. Dios, ¿cómo había sobrevivido a su infancia?
Tomó su cerveza y sorbió las pocas gotas que no se habían derramado. Volvió a mirar el mapa. En ese momento, no había nada más importante para ella que atrapar al Cirujano. Todos los años pasados como hermana ignorada, como la chica trivial, hacían que concentrara toda su rabia en él.
«¿Quién eres? ¿Dónde estás?»
Por un momento permaneció inmóvil, con la mirada fija. Luego tomó el paquete de alfileres y eligió un nuevo color. Verde. Clavó un alfiler verde en la avenida Commonwealth, otro en el área del Centro Médico Pilgrim, en el South End.
El verde designaba el habitat de Catherine Cordell. Confluía tanto con Diana Sterling como con Elena Ortiz. Cordell era el factor común. Se movía entre los mundos de ambas víctimas.
«Y la vida de la tercera víctima, Nina Peyton, ahora descansa en sus manos».