Diez
Incluso en una noche de lunes, el Gramercy Pub era un lugar concurrido. Eran las siete de la tarde, y los ejecutivos solteros ya rondaban la ciudad listos para jugar. Y éste era su parque de diversiones.
Rizzoli se sentó en una mesa cerca de la entrada, y sentía bocanadas de aire urbano cada vez que se abría la puerta para dejar entrar a un nuevo clon de la revista GQ, o a otra Barbie oficinesca haciendo equilibrio sobre sus tacos de ocho centímetros. Rizzoli, con sus habituales trajes de pantalones flojos y sus zapatos chatos, se sentía como una chaperona de la secundaria. Vio entrar a dos mujeres, lustrosas como gatas, diseminando aromas mezclados de perfume. Rizzoli nunca se ponía perfume. Poseía un solo lápiz para pintarse los labios, olvidado en algún rincón del botiquín de su baño, junto con un rímel ya seco y una botella de base Dewy Satin. Había comprado el maquillaje cinco años atrás en una tienda de cosméticos del centro comercial, pensando que tal vez, con las herramientas de la ilusión indicadas, hasta ella podría verse como la chica de tapa, Elizabeth Hurley. La empleada la había llenado de cremas y polvos, había aplicado y desparramado, y cuando finalizó, le alcanzó triunfalmente el espejo a Rizzoli y le preguntó con una sonrisa: «¿Qué te parece tu nuevo aspecto?»
Lo que pensó Rizzoli mirando su propia imagen fue que odiaba a Elizabeth Hurley por dar a las mujeres una esperanza falsa. La cruda verdad era que algunas mujeres nunca serían bellas, y Rizzoli se contaba entre ellas.
De modo que se sentó pasando inadvertida y sorbió su ginger ale mientras observaba cómo el lugar se iba llenando de gente. Era una masa ruidosa, con mucha charla y entrechocar de hielo, las risas un poco demasiado crispadas, un poco demasiado forzadas.
Se levantó y avanzó hacia la barra. Una vez allí le mostró su placa al empleado de la barra.
– Tengo algunas preguntas -dijo. Él apenas miró la placa, luego abrió la caja registradora para despachar una bebida.
– Bien, dispara.
– ¿Recuerdas haber visto a esta mujer? -Rizzoli deslizó la foto de Nina Peyton sobre el mostrador.
– Ajá. No eres la primera policía que pregunta por ella. Otra mujer detective estuvo aquí hará un mes atrás, o algo así.
– ¿De la Unidad de Crímenes Sexuales?
– Supongo. Quería saber si vi a alguien tratando de levantar a esta mujer de la foto.
– ¿Y viste a alguien?
Él se encogió de hombros.
– Aquí todos hacen eso. No conservo un registro de cada uno.
– Pero recuerdas haber visto a esta mujer. Su nombre es Nina Peyton.
– La vi por aquí un par de veces, por lo general con una amiga. No sabía su nombre. Y no ha estado aquí por un tiempo.
– ¿Sabes por qué?
– No. -Tomó un repasador y comenzó a secar el mostrador; su atención ya se había desviado de ella.
– Te diré por qué -dijo Rizzoli alzando el tono de voz-. Porque algún hijo de puta decidió divertirse un rato. Y vino aquí a cazar una víctima. Miró alrededor, vio a Nina Peyton, y pensó: «Ahí hay una vagina». Seguramente no vio a un ser humano cuando la miró. Todo lo que vio fue algo que podía usar y tirar a la basura.
– Mira, no necesito que me cuentes eso.
– Sí, lo necesitas. Y tienes que escucharlo porque pasó justo delante de tus narices, y elegiste no verlo. Algún hijo de puta echa droga en la bebida de una mujer. Enseguida ella se siente mal y va tambaleando hacia el baño. El hijo de puta la toma del brazo y la conduce fuera. ¿Y no viste nada de eso?
– No -le respondió-. No lo vi.
El lugar había quedado en silencio. Vio que la gente la miraba. Sin agregar palabra se alejó bruscamente de la barra y volvió a su mesa.
Tras un momento, el zumbido de la conversación volvió a llenar el lugar.
Observó que el chico de la barra deslizaba dos whiskys en dirección a un hombre; el hombre tomó un vaso y se lo ofreció a una mujer. Vio las bebidas elevarse hacia los labios y las lenguas lamiendo la sal de los margaritas, vio las cabezas echarse atrás mientras el vodka y el tequila bajaban por sus gargantas.
Y vio hombres clavando sus ojos en mujeres. Sorbió su ginger ale y se sintió intoxicada, no de alcohol sino de rabia. Ella, una mujer solitaria sentada en un rincón, podía ver con sorprendente claridad lo que era ese lugar. Un coto de caza donde los depredadores y la presa se reunían.
Su localizador comenzó a sonar. Era Barry Frost.
– ¿Qué es todo ese escándalo? -preguntó Frost, apenas audible en el teléfono celular.
– Estoy en un bar. -Se volvió y miró con cólera a una mesa cercana donde estallaban las carcajadas-. ¿Qué cuentas?
– … médico de la calle Marlborough. Tengo la copia de su historia clínica.
– ¿La historia clínica de quién?
– De Diana Sterling.
Rizzoli se encorvó sobre la mesa de inmediato, con toda su atención enfocada en la débil voz de Frost.
– Repítemelo. ¿Quién es el médico y por qué Sterling fue a verlo?
– El médico es una médica. Doctora Bonnie Gillespie. Una ginecóloga de la calle Marlborough.
Otra ruidosa explosión de risas ahogó sus palabras. Rizzoli se tapó la oreja con la mano para escuchar mejor.
– ¿Por qué Sterling fue a verla? -gritó.
Pero ya sabía la respuesta; la podía ver frente a su cara mientras miraba la barra, donde dos hombres conversaban con una mujer como leones acechando a una cebra.
– Ataque sexual -dijo Frost-. Diana Sterling también fue violada.
– Las tres fueron víctimas de ataques sexuales -dijo Moore-. Pero ni Elena Ortiz ni Diana Sterling denunciaron los ataques. Nos enteramos de la violación de Sterling sólo por investigar todas las clínicas para mujeres y los ginecólogos locales, para saber si había sido tratada al respecto. Sterling nunca habló con sus padres acerca del ataque. Cuando los llamé esta mañana, se quedaron impactados con la noticia.
Era tan sólo media mañana, pero las caras alrededor de la sala de conferencias se veían agotadas. Estaban trabajando con déficit de sueño, y un día completo se extendía frente a ellos.
– ¿Entonces la única persona que sabía sobre la violación de Sterling era esta ginecóloga de la calle Marlborough? -dijo el teniente Marquette.
– La doctora Bonnie Gillespie. Fue la única consulta que hizo Diana Sterling. Fue a verla porque temía haber estado expuesta al sida.
– ¿Qué sabía la doctora Gillespie sobre la violación?
Frost, que había entrevistado a la médica, contestó esa pregunta. Abrió una carpeta que contenía la historia clínica de Diana Sterling.
– Aquí está lo que escribió la doctora Gillespie. «Mujer blanca de treinta años de edad pidió que se le hiciera un análisis de VIH. Sexo sin protección hace cinco días. Estatuto de VIH del compañero: desconocido. Cuando se le preguntó si su compañero pertenecía al grupo de alto riesgo, la paciente se puso incómoda y llorosa. Reveló que el acto sexual no había sido consensuado, y que desconocía el nombre del atacante. No desea denunciar el ataque. Rechaza derivación al consejo de violación». -Frost levantó la mirada. -Ésa es toda la información que la doctora Gillespie pudo obtener de ella. Le hizo un examen pélvico, análisis de sífilis, gonorrea y VIH, y le dijo a la paciente que volviera en dos semanas para un seguimiento del análisis de sangre para el VIH. La paciente nunca volvió. Porque estaba muerta.
– ¿Y la doctora Gillespie nunca llamó a la policía? ¿Ni siquiera después del asesinato?
– No sabía que su paciente estaba muerta. Nunca se enteró de las noticias.
– ¿Se le hizo un análisis de violación? ¿Recogió semen?
– No. La paciente… errr… -Frost se ruborizó avergonzado. Hasta un hombre casado como Frost encontraba difícil abordar ciertos tópicos-. Se duchó un par de veces, apenas después del ataque.
– ¿Puede culpársela? -dijo Rizzoli-. Mierda, yo me hubiera duchado con desinfectante.
– Tres víctimas de violación -dijo Marquette-. Esto no es una casualidad.
– Encuentren al violador -dijo Zucker-. Creo que con él atraparemos a nuestro asesino. ¿Cuál es el estado del ADN de Nina Peyton?
– Está en trámite -dijo Rizzoli-. El laboratorio tuvo la muestra de semen por cerca de dos meses, y no se hizo nada con ella. Así que los zarandeé un poco. Sólo crucemos los dedos para que nuestro asesino ya figure en Sistema de índice de ADN.
El sistema de índice combinado de ADN era la base de datos nacional de estructuras de ADN que poseía el FBI. El sistema aún estaba en pañales, y los perfiles genéticos de medio millón de convictos todavía no habían sido ingresados en el sistema. Las posibilidades de obtener un «acierto frío» -coincidencia con un ofensor conocido- eran débiles.
Marquette miró al doctor Zucker.
– Nuestro sospechoso primero atacó sexualmente a las víctimas. ¿Luego vuelve semanas más tarde para matarlas? ¿Eso tiene algún sentido?
– No tiene por qué tener sentido para nosotros -dijo Zucker-. Sólo para él. No es raro para un violador volver a atacar a su víctima por segunda vez. Hay allí un criterio de propiedad. Una relación, por patológica que sea, ya establecida.
Rizzoli bufó.
– ¿Llama a eso una relación?
– Entre el atacante y la víctima. Suena enfermo, pero así es. Está basada en el poder. Primero se lo quita a ella, la hace sentir menos que un ser humano. Ella es ahora un objeto. Él lo sabe y, lo que es más importante, ella lo sabe. Es el hecho de que se sienta dañada, humillada, lo que debe excitarlo lo bastante como para regresar. Primero, la marca con la violación. Luego vuelve para reclamar su definitiva posesión.
«Mujeres dañadas, -pensó Moore-. Ése es el eslabón común entre estas víctimas». De repente se le ocurrió que Catherine Cordell se encontraba también entre las dañadas.
– Nunca violó a Catherine Cordell -dijo Moore.
– Pero ella fue víctima de una violación.
– Su atacante está muerto desde hace dos años. ¿Cómo pudo el Cirujano identificarla como víctima? ¿Cómo llegó ella a aparecer en su radar? Ella nunca habla del ataque. Con nadie.
– Lo hace por computadora, ¿no es verdad? Esa sala de chat privado… -Zucker se detuvo.
– Jesús. ¿Acaso encuentra a sus víctimas por Internet?
– Ya exploramos esa posibilidad -dijo Moore-. Nina Peyton ni siquiera tenía computadora. Y Cordell nunca reveló su nombre a nadie en ese chat. De modo que volvemos a la primera pregunta: ¿por qué el Cirujano apunta a Cordell?