Zucker dijo:

– No parece obsesionado con ella. Se sale de su camino para burlarse de ella. Asume riesgos, como enviarle por correo electrónico esa foto de Nina Peyton. Y eso lo condujo a una desastrosa cadena de hechos. La foto atrajo en el acto a la policía hasta la puerta de Nina Peyton. Tuvo que huir sin completar el asesinato, no pudo alcanzar su satisfacción. Peor aún, dejó tras él una testigo. El peor error de todos.

– Eso no fue un error -dijo Rizzoli-. Esperaba que ella viviera.

La observación provocó una ronda de caras escépticas a su alrededor.

– ¿De qué otra manera se explica una cagada como ésta? -continuó-. Esa foto enviada a Cordell estaba destinada a nosotros. La envió y nos esperó. Esperó hasta que llegamos a la casa de la víctima. Sabía que estábamos en camino. Y luego llevó a cabo el trabajo de cortarle el cuello a medias, porque quería que la encontráramos viva.

– Sí, claro -respondió Crowe-. Todo era parte de su plan.

– ¿Y su razón para hacerlo? -le preguntó Zucker a Rizzoli.

– La razón está escrita en su cuerpo. Nina Peyton fue un ofrecimiento para Cordell. Un regalo destinado a cagarla de miedo.

Hubo una pausa.

– Si es así, entonces funcionó -dijo Moore-. Cordell está aterrorizada.

Zucker se reclinó en su asiento y consideró la teoría de Rizzoli.

– Son demasiados riesgos sólo por asustar a una mujer. Es un signo de megalomanía. Podría significar que está descompensado. Eso es lo que terminó por suceder con Jeffrey Dahmer y con Ted Bundy. Perdieron el control de sus fantasías. Se volvieron descuidados. Allí es cuando cometen errores.

Zucker se levantó para acercarse a la pizarra en la pared. Allí figuraban los nombres de tres víctimas. Bajo el nombre de Nina Peyton escribió un cuarto: Catherine Cordell.

– Ella no es una de las víctimas, no todavía. Pero de alguna forma él la ha identificado como un objeto de interés. ¿Cómo la eligió? -Zucker paseó la vista por la sala-. ¿Han entrevistado a sus compañeros? ¿Ninguno de ellos les hace sonar la alarma?

– Hemos eliminado a Kenneth Kimball, el médico de emergencias. Estaba de guardia la noche que Nina Peyton fue atacada. También entrevistamos a la mayor parte del equipo masculino de cirugía, así como a los residentes.

– ¿Qué hay del compañero de Cordell, el doctor Falco?

– El doctor Falco no ha sido eliminado.

Rizzoli había captado ahora la atención de Zucker, y él clavaba en ella unos ojos de extraña luminosidad. Los policías de la unidad la llamaban la mirada del psicoloco.

– Cuéntame más -dijo con tranquilidad.

– El doctor Falco impresiona mucho a través de sus títulos. Título terciario en la escuela de ingeniería aeronáutica. Doctor en medicina de Harvard. Residencia quirúrgica en el Peter Bent Brigham. Criado sólo por su madre, se abrió camino en el colegio y en la facultad de medicina. Vuela su propia avioneta. Además es un tipo atractivo. No es Mel Gibson, pero unas cuantas cabezas deben de darse vuelta para mirarlo.

Darren Crowe se rió.

– ¡Ja! Rizzoli considera a los sospechosos por su pinta. ¿Es así como lo hacen las mujeres policía?

Rizzoli le lanzó una mirada hostil.

– Lo que quiero decir -continuó- es que este tipo podría tener una docena de mujeres en la palma de la mano. Pero me enteré por las enfermeras de que la única mujer que le interesa es Cordell. No es ningún secreto que sigue haciéndole propuestas. Y ella sistemáticamente las rechaza. Tal vez está comenzando a enfadarse.

– El doctor Falco merece que se lo vigile -dijo Zucker-. Pero todavía no debemos achicar la lista. Sigamos con la doctora Cordell. ¿Existen otras razones por las cuales el Cirujano la haya escogido como víctima?

Era Moore quien le daba vueltas a esa pregunta en su mente.

– ¿Y si ella no fuera sólo una más en una cadena de presas? ¿Y si ella fue desde el principio el objeto de su atención? Cada uno de estos ataques ha sido una imitación de lo que se hizo con esas mujeres en Georgia. Lo que casi le sucede a Cordell. Nunca nos hemos preguntado por qué imita a Andrew Capra. Nunca nos hemos preguntado por qué apunta a la única sobreviviente de Capra. -Señaló la lista-. Estas otras mujeres, Sterling, Ortiz, Peyton… ¿qué pasaría si fueran sólo simulacros? ¿Sustitutos de su víctima principal?

– La teoría del blanco como represalia -dijo Zucker-. No puedes matar a la mujer que verdaderamente odias porque es demasiado poderosa. Demasiado intimidante. De modo que matas a un sustituto, una mujer que representa ese blanco.

– ¿Quieres decir que su verdadero blanco siempre fue Cordell? -preguntó Frost-. ¿Pero que le tiene miedo?

– Es la misma razón por la cual Edmund Kemper nunca mató a su madre hasta el final mismo de su ola de crímenes -dijo Zucker-. Ella había sido todo el tiempo el verdadero objetivo, la mujer que despreciaba. En su lugar descargó su furia sobre otras víctimas. Con cada ataque destruía simbólicamente a su madre una y otra vez. En realidad no podía matarla, no al principio, porque ella ejercía demasiada autoridad sobre él. En algún nivel le temía, pero con cada asesinato cobraba confianza. Poder. Y al final, alcanzó su meta. Aplastó el cráneo de su madre, la decapitó, la violó. Y como insulto final, le arrancó la laringe y la tiró a la basura. El verdadero objetivo de su furia finalmente estaba muerto. Fue entonces cuando concluyó la ola de crímenes. Fue entonces que Edmund Kemper finalmente se entregó.

Barry Frost, que era por lo general el primer policía en perder el control en un escenario criminal, se veía algo nauseoso ante la idea del final brutal de Kemper.

– Entonces estos tres primeros ataques -dijo- pueden ser la entrada en calor para el acontecimiento principal.

Zucker asintió.

– El asesinato de Catherine Cordell.

A Moore casi le dolió ver la sonrisa de Catherine Cordell mientras ingresaba en la sala de espera de la clínica para saludarlo, pues sabía que las preguntas que tenía que hacerle seguramente destruirían esa bienvenida. Observándola ahora, no vio una víctima, sino una mujer bella y cálida que tomó de inmediato sus manos en las de ella, y que parecía reacia a soltarlas.

– Espero que sea un horario conveniente para hablar -dijo.

– Siempre tengo tiempo para ti. -Una vez más esa sonrisa hechizadora-. ¿Quieres una taza de café?

– No, gracias. Estoy bien.

– Entonces vamos a mi oficina.

Se ubicó detrás de su escritorio y esperó con ansiedad las noticias que le traía. En los últimos días había aprendido a confiar en él, y su mirada ya era indefensa. Vulnerable. Había ganado su confianza como amigo, y ahora estaba a punto de. sacudirla.

– Está claro para todos -dijo- que el Cirujano apunta hacia ti.

Ella asintió.

– Lo que nos preguntamos es por qué. ¿Por qué imita los crímenes de Andrew Capra? ¿Por qué eres tú la que se ha convertido en el centro de su atención? ¿Conoces la respuesta para eso?

El asombro reverberaba en sus ojos.

– No tengo idea.

– Eso creímos.

– ¿Cómo podría saber lo que él piensa?

– Catherine, él puede acechar a cualquier otra mujer en Boston. Podría elegir a alguien que no está preparado, que no tiene idea de que está siendo acechado. Eso sería lo lógico, ir tras la víctima fácil. Tú eres la presa más difícil que podría elegir, porque ya estás en guardia contra el ataque. Y para colmo hace la cacería más difícil advirtiéndote. Burlándose. ¿Por qué?

La bienvenida se había disipado de sus ojos. De repente sus hombros se tensaron y sus manos se cerraron en puños sobre el escritorio.

– Lo único que puedo decirte es que no lo sé.

– Tú eres la única conexión física entre Andrew Capra y el Cirujano -dijo él-. La víctima en común. Es como si Capra estuviera vivo, retomando su obra donde la había dejado. Y donde la había dejado eres tú. La que logró escapar.

Ella clavó la vista en el escritorio, en las fichas tan pulcramente apiladas. En la receta que había estado escribiendo con letra apretada y precisa. Aunque estaba absolutamente quieta, los nudillos de sus manos sobresalían como nítido marfil.

– ¿Qué es lo que no me has contado acerca de Andrew Capra? -le preguntó con gentileza.

– No me he guardado nada.

– La noche en que te atacó, ¿por qué había ido a tu casa?

– ¿Esto te parece relevante?

– Eres la única víctima que Capra conocía. Las otras víctimas eran desconocidas, mujeres que levantaba en bares. Pero tú eras algo distinto. Él te eligió.

– Él estaba… debe de haber estado enojado conmigo.

– Fue a verte por un asunto del trabajo. Un error que había cometido. Eso es lo que le contaste al detective Singer.

Ella asintió.

– Fue algo más que un simple error. Era una serie de errores. Errores médicos. Y él seguía sin reconocer muestras de sangre anormales. Era un hábito de negligencia. Ese mismo día yo lo había enfrentado, en el hospital.

– ¿Qué le dijiste?

– Le dije que debía buscar otra especialidad. Porque no pensaba recomendarlo para el segundo año de residencia.

– ¿Te amenazó? ¿Manifestó su enojo?

– No. Eso fue lo extraño. Lo aceptó sin más. Y… me sonrió.

– ¿Te sonrió?

Ella asintió.

– Como si en realidad no le importara.

La imagen le dio a Moore un escalofrío. Ella no podía saber entonces que la sonrisa de Capra enmascaraba una furia insondable.

– Más tarde esa noche, en tu casa -dijo Moore-, cuando te atacó…

– Ya he contado lo sucedido. Está en mi declaración. Todo eso consta en mi declaración.

Moore hizo una pausa. A su pesar siguió insistiendo.

– Hay cosas que no le contaste a Singer. Cosas que dejaste afuera.

Ella levantó la cabeza, con las mejillas encendidas por la ira.

– ¡No dejé nada afuera!

Odiaba tener que perseguirla con más preguntas, pero no tenía otra opción.

– Revisé el informe de la autopsia de Capra -dijo él-. No coincide con la declaración que hiciste ante la policía de Savannah.

– Le dije al detective Singer exactamente lo que sucedió.

– Dijiste que yacías con el cuerpo atado a un costado de la cama. Revisaste bajo la cama en busca del revólver. Desde esa posición apuntaste a Capra y disparaste.

– Y es la verdad. Lo juro.

– De acuerdo con la autopsia, la bala subió por su abdomen y atravesó la espina torácica, dejándolo paralizado. Hasta aquí coincide con tu declaración.


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