Cuando por la noche nos encontramos en las Badische Weinstuben, Philipp sabía que el grupo sanguíneo de Mischkey era AB. Por tanto no era sangre suya la que yo había rascado del costado del vehículo. ¿Cuál era la conclusión de esto?
Philipp comió su morcilla con apetito. Me habló de pan de especias en forma de corazón, de trasplantes de corazón y de su nueva amiga, que se había afeitado el vello púbico dándole la forma de corazón.
14. VAMOS A ANDAR UN POCO
Me había pasado la mitad del domingo con un caso para el que ya no estaba contratado. Es, por principio, lo que un detective no debe hacer jamás.
Miraba el parque Augusta por los cristales ahumados. Me había propuesto decidir que haría a continuación cuando viera pasar el décimo coche. El décimo coche fue un Volkswagen escarabajo. Me arrastré hasta mi mesa de despacho con la intención de escribir un informe final para Judith Buchendorff. Un final tiene que tener su forma.
Tomé un bloc y un lapicero e hice unas notas breves. ¿Qué se oponía a la hipótesis de un accidente? Estaba lo que Judith me había contado, los dos golpes que había oído la madre de Dina, y sobre todo lo que ésta había observado. Esto último era lo bastante explosivo como para ponerme a buscar intensamente la camioneta y a su conductor suponiendo que hubiera seguido con el caso. ¿Tenían algo que ver con mi caso la RCW? Sobre ella había investigado largamente Mischkey, con la intención que fuera, y era probablemente la gran empresa para la que Fred trabajó una vez. ¿La había emprendido a golpes Fred en el cementerio por encargo de ella? Después estaban las huellas de sangre de la parte derecha del descapotable de Mischkey. En fin, también la impresión de que algo no casaba, y las muchas ideas sugeridas por los últimos días. ¿Judith, Mischkey y un rival celoso? ¿Otra intrusión informática de Mischkey con una reacción mortal? ¿Un accidente en que intervino la camioneta, cuyo conductor se dio a la fuga? Pensé en los dos golpes: ¿un accidente en que estaba implicado también un tercer vehículo? ¿Suicidio de Mischkey, al que todo aquello sobrepasaba?
Necesité mucho tiempo para convertir todos aquellos elementos fragmentarios en un informe final. Casi el mismo tiempo permanecí sentado pensando si debía enviar una factura a Judith y qué debería poner en ella. La redondeé en los mil marcos y añadí el Impuesto sobre el Valor Añadido. Cuando ya había escrito a máquina el sobre, colocado el sello y metido la carta y la factura, me había puesto además el abrigo e iba a dirigirme al buzón, volví a sentarme y me serví un sambuca con tres mosquitos.
Todo había sido una mierda. Echaría de menos el caso, que me había afectado más de lo que suele mi trabajo. Echaría de menos a Judith. Por qué no había de confesármelo.
Cuando la carta estaba ya en el buzón retomé el caso de Sergej Mencke. Llamé al Teatro Nacional y acordé una cita con el director del ballet. Escribí a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg preguntándoles si deseaban hacerse cargo de los costes de un viaje a los Estados Unidos. Los dos mejores amigos y colegas de mi autolesionado bailarín de ballet, Joschka y Hanne, habían adquirido compromisos para la nueva temporada en Pittsburgh, Pennsylvania, y se habían ido allí, y yo nunca había estado en los Estados Unidos. Averigüé que los padres de Sergej Mencke vivían en Tauberbischofsheim. El padre era capitán allí. La madre me dijo por teléfono que podía pasarme por allí al mediodía. El capitán Mencke comía habitualmente en casa. Hablé por teléfono con Philipp y le pregunté si en los anales de las fracturas de pierna se encontraban consignados casos en que el paciente fuera el causante de la propia lesión y de fractura por cierre de puerta de un coche. Se ofreció a proponerlo a su asistenta en la facultad como tema de tesis.
– ¿Te vale el resultado en tres semanas?
Me valía.
Luego me puse en camino a Tauberbischofsheim. Todavía tenía tiempo para cruzar tranquilamente el valle del Neckar y tomar café en Amorbach. Ante el castillo alborotaba un grupo escolar a la espera del guía. ¿Se podrá realmente enseñar a los niños el sentido de bello?
El señor Mencke era un hombre valeroso. Se había construido su propia casa, a pesar de que contaba con que lo destinaran a otra parte. Me abrió vestido de uniforme.
– Pase, pase usted, señor Selb. Aunque no dispongo de mucho tiempo, tengo que irme enseguida.
Nos sentamos en la sala de estar. Habían abierto una botella de Jägermeister, pero ninguno de los dos bebió.
Sergej se llamaba en realidad Siegfried y, para dolor de su madre, había abandonado ya con dieciséis años la casa paterna. Padre e hijo habían roto. Al hijo, deportista, no se le había perdonado que se hubiera librado del servicio militar fingiendo una lesión de la columna vertebral. También su elección del ballet había chocado con la desaprobación de los padres.
– A lo mejor tiene también su lado bueno que ahora ya no pueda bailar -dijo la madre-. Cuando le visité en el hospital volvía a ser mi Sigi de siempre.
Pregunté cómo se las había arreglado Siegfried económicamente desde entonces. Al parecer, siempre había habido algunos amigos, o también amigas, que le apoyaran.
El señor Mencke se sirvió entonces un poco de Jägermeister.
– A mí me habría gustado pasarle algo, de la herencia de la abuela. Pero, claro, tú no querías. -Ella se dirigió al marido con un tono de reproche-. Lo único que has hecho es hundirle más en todo.
– Déjalo, Ella. Eso no interesa al señor de la compañía de seguros. Y ahora yo tengo que volver al servicio. Venga, señor Selb, le acompaño fuera. -Permaneció de pie en la puerta y me siguió con la mirada hasta que desaparecí con el coche.
En el viaje de vuelta me detuve en el restaurante de Adelsheim. Estaba lleno; algunos hombres de negocios, profesores del internado y en una mesa tres señores que me produjeron la impresión de ser el juez, el fiscal y el defensor del juzgado local de Adelsheim que celebraban el juicio en un ambiente distendido y sin la enojosa presencia de los acusados. Conocía eso de mi época en la administración de Justicia.
En Mannheim me vi atrapado en el tráfico de fin de la jornada laboral y tardé veinte minutos para recorrer los quinientos metros del parque Augusta. Abrí la puerta de mi despacho.
– Gerd -gritó alguien, y cuando me volví vi a Judith que venía desde el otro lado de la calle por entre los coches detenidos-. ¿Podemos hablar un momento?
Volví a cerrar con llave mi despacho.
– Vamos a andar un poco.
Ascendimos la Mollstrasse y avanzamos por la Richard-Wagner -Strasse. Pasó un buen rato hasta que dijo algo.
– El sábado me excedí en mi reacción. Sigue sin parecerme bien que no me dijeras el mismo miércoles lo que hubo entre Peter y tú. Pero de algún modo entiendo cómo te sentiste, y que hablé de ti como de alguien en quien no se puede confiar, lo lamento. Me pongo fácilmente histérica desde que Peter murió.
También yo necesité tiempo.
– Esta mañana te he escrito un informe final. Lo encontrarás, junto con la factura, en tu correo hoy o mañana. Ha sido triste. He tenido la sensación de que me tenía que arrancar algo del corazón, a ti, a Peter Mischkey, y una claridad sobre mí mismo que he empezado a adquirir con el caso.
– Entonces ¿estás de acuerdo en continuar? Dime ya lo que pone en tu informe.
Habíamos llegado al museo; cayeron algunas gotas. Entramos, y mientras caminábamos lentamente por las salas con cuadros del siglo XIX le conté lo que había descubierto, lo que suponía y lo que me preguntaba. Nos paramos ante el cuadro de Feuerbach con lfigenia en Táuride.
– Es un hermoso cuadro. ¿Conoces la historia?
– Creo que Agamenón, su padre, la destinó como víctima a la diosa Artemisa para que el viento soplara de nuevo y la flota griega pudiera zarpar hacia Troya. Me gusta el cuadro.