Vale, de acuerdo, tú lo has vivido, pero yo lo he imaginado. No creas que me llevas mucha ventaja en el camino de la verdad, hermano.

Siempre te llevaré ventaja, gusanito.

Yo voy por un atajo.

No quiero discutir contigo. Me confundes. Ya no sé dónde estoy.

En el cuarto de mamá, por ejemplo, cosiendo vestiditos para muñecas o probándote blusas y toreritas ante el espejo, mirándote de frente y de perfil y seguramente también de culo, y hace mucho calor, es el verano de la bomba de Hiroshima, y por eso, al sonar los golpes en la puerta, le dices a Chispa cuidado, cuando yo abra apártate a un lado, que podría entrar el resplandor atomicio y te quedarías ciego y achicharrado en el acto.

En todo caso, y volviendo a la puerta de noche, en esta ocasión es fácil adivinar de quién se trata, así que lo mejor es tomarse un tiempo antes de abrir, y David lo hace escudado en su postura predilecta: cimbreante y vestido de niña, con un precioso jersey de angorina de color rosa, faldita azul celeste plisada, calcetines blancos hasta debajo de las gordezuelas y risueñas rodillas y bolso de plexiglás rojo colgado al hombro. Luce también gafas de sol de montura blanca plastificada, unas gafotas de feria, y una boina roja, ladeada sobre la ceja, que le tapa los rizos de color de miel.

– Si viene usted buscando al sahib, no está en casa. Plantado en el umbral, con sus hombros robustos un poco encogidos bajo la trinchera, el sombrero mojado en la mano y los zapatos enfangados, el inspector Galván lo mira sin pestañear. Sus ojos son claros, pero su mirada es sombría. No es como otros polis, eso David debe admitirlo, no es uno de esos que esconden la mirada tras unas gafas negras incluso en días nublados, no parece importarle que la gente vea sus ojos y lea en ellos alguna emoción, ya sea un resentimiento o la más absoluta indiferencia, que solía ser lo más frecuente. Tampoco enseña la placa ni menciona ninguna orden de registro, y ni siquiera intenta cruzar el umbral.

– Tu madre que haga el favor de salir un momento. -Y con la voz más áspera, pero sin elevar el tono, añade-: Payaso.

– La memsahib tampoco está.

– ¿Tardará en volver?

– ¿Trae usted una orden de registro?

– No vengo a eso. Repito. ¿Tardará la señora Bartra en volver?

Uno de los bolsillos de su trinchera gris, abultado y fondón, soporta más peso que el otro. Pero ahí no suelen llevar la pistola, piensa David, mientras sus ojos tras las gafotas taladran la tela impermeable y el forro del bolsillo: una petaca llena de coñac, un poco de calderilla entre briznas de tabaco y pelusilla, las llaves de casa y el encendedor, un Dupont de pacotilla, agazapado detrás de un paquete de Lucky Strike muy sobado, seguro que el guripa compra cigarrillos por unidades y lo va rellenando…

Lo que cuento son hechos que reconstruyo rememorando confidencias e intenciones de mi hermano, y no pretendo que todo sea cierto, pero sí lo más próximo a la verdad.

– ¿No me oyes? -insiste el inspector-. ¿Te dijo si volvería pronto?

– No sé, bwana. Yo no sé nada.

David baja la vista, presintiendo el carraspeo impaciente y las flemas desdeñosas anegando la siguiente pregunta:

– ¿A qué estás jugando, chico? Será mejor que me digas adonde ha ido tu madre.

– Sí, claro -mantiene los ojos bajos y no añade más. Se estira un poco la falda, se toca la boina, acomoda la correa del bolso al hombro y finalmente prosigue-: Si tanto le interesa, le cuento. Ha ido a la Maternidad, a la consulta del médico, pero luego tenía muchas cosas que hacer… Visitar a la abuela Tecla, que sufrió una embolia y tiene paralís en este lado de la cara, y pasar por la farmacia, y después iba a comprarse unas medias de nylon y un vestido de noche, y me ha dicho que si le quedaba tiempo quería ver una torre con jardín que está en venta allá por Tres Torres, no crea usted que vamos a vivir realquilados aquí toda la vida, en este barrio de mierda donde tanto se nos critica. ¿Conoce usted Tres Torres? Un barrio de señores, el mejor de Barcelona, allí nació mi madre y los padres de mi madre, que murieron en un bombardeo. Seguramente la semana que viene nos mudamos, así que ya lo sabe, cuando vuelva por aquí ya nos habremos dado el piro. Es lo más seguro.

– Me das pena, muchacho -gruñe el inspector, que ha girado la cabeza a un lado mientras David estaba perorando, como si la sarta de disparates le salpicara el rostro. Mete los dedos en el bolsillo de la trinchera y acaricia la petaca de coñac, pero no la saca-. ¿Cuánto hace que tu padre no te pone la mano encima?

– ¿Qué pasa, me va a interrogar a fondo? -Apoya una mano en el quicio de la puerta y la otra, más airosa, en la cadera algo encabritada, impertinente-. Pues si tanto le interesa, le diré que no veo a mi padre desde la noche que saltó al barranco y escapó al territorio de los Kubanga.

– Levanta la cabeza y mírame a los ojos -dice el inspector.

– A la jungla. No me diga usted que no lo sabía.

– ¿De qué puñeta me estás hablando?

– De La Jungla en Armas. Allí es donde está.

El hombre deja escapar un suspiro y se pone el sombrero. Parece que se va, pero no. Llevas la mentira en la sangre, chico. David alza la rodilla izquierda para subirse el calcetín, luego la rodilla derecha, haciendo equilibrios sobre un solo pie. Enseguida, moviendo la mano con premeditada delicadeza y muy despacio, la lleva de nuevo a la cintura como si fuera una mariposa, y baja la vista otra vez. El inspector lo mira severamente.

– Quítate esas gafas y levanta la cabeza. Quiero verte los ojos cuando me hablas.

– Bwana esperar sentado. En este ojo tengo un orzuelo como un melón.

– Compadezco a tu madre. Seguro que se pasa el día suspirando porque tu padre vuelva y se ocupe de ti como es debido…

– ¿Usted cree?

– Y de paso rezando para que el señor Bartra deje de beber y de meterse en líos, dondequiera que ahora esté. Quiero decir -añade el inspector con una voz que no parece la suya, más placentera-, deseando que esta situación acabe. Que tu padre vuelva pronto. Que se ocupe de vosotros.

– No sé, bwana. En casa no se habla de eso.

– ¿Me vas a decir que no habláis nunca de él? ¿Acaso no le echáis de menos?

– No hablamos de eso. A la pelirroja no le gusta.

– ¿Cómo te atreves a llamarla así, a tu propia madre?

– A ella no le importa -David esboza una sonrisa y arquea la cadera-. Es como un piropo. Mi papaíto siempre la llamaba así.

Oye un débil gemido y aparta la vista un momento. El culo ensangrentado de papá y su mano con el pañuelo apretado a la herida pasan ante sus ojos.

El inspector guarda silencio unos segundos.

– Entonces, ¿seguro que no tienes nada que decirme? Sabrás por lo menos dónde trabajaba tu padre.

– En la intrépida brigada matarratas.

– No seas majadero.

– ¡Que me muera si miento! -dice David-. ¡Mataba ratas en los cines!

– Me refiero a antes de eso. Antes de ser funcionario del Servicio Municipal de Higiene.

– Antes no sé, bwana. Creo que era anestesista. Yo era muy pequeño. ¿Sabía usted que las ratas podrían invadir los cines y atacar a la gente? ¿Sabía que una pareja de ratas puede parir cada año veinticinco mil asquerosas crías?

– ¿No habéis tenido noticias suyas, después de seis meses?

– Sí, pero son noticias del año catapún, y no son buenas -entona David sofocando un bostezo forzado y un repentino escalofrío dentro del jersey de angorina, que le viene pequeño y deja ver el ombligo-. Hemos recibido una carta suya, resulta que no está donde creíamos… Le cuento. Él siempre dijo que emprendería un largo viaje al corazón de África, desde Jartum hasta el lago Victoria pasando por los Montes Azules, pero no, resulta que a última hora cambió de plan. Se está internando cada día más en la jungla de Mindanao, ¿sabe dónde para eso, bwana? En las Filipinas. Y dice que ha tenido que disfrazarse de Juramentado para apresar a Datu y a todos los que trafican con pellejos de cerdo y colmillos de elefante. Y aún hay más. Dice que es mentira que los Juramentados se mueran de miedo si los envuelven en una piel de cerdo. Mentira podrida.


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