La cabeza echada hacia atrás, como si las palabras de David apestaran, el inspector tiene los ojos entrecerrados y parece dormir.
– ¿Eso es todo?
Bajo el arco delicado y altanero de las cejas, la mirada insumisa de David recela del aplomo y la parsimonia del poli.
– No, bwana. Los Juramentados son como los caballos, sólo se les puede matar con un tiro entre las cejas… ¿Usted sabe disparar así? Mi padre dice en su carta que antes de dejarse prender por la tribu de los pigmeos Kubanga se pegará un tiro con su rifle de repetición. La carta tiene fecha de hace cuatro meses, así que podría ser que ya la hubiese diñado. El párroco de Las Ánimas le dijo a mi madre que seguramente estaría ya en el infierno, porque allí es adonde van a parar los suicidas, eso le dijo el jodido cabrón de mierda de cura. Y no la hizo llorar porque la pelirroja es fuerte, pero no hay derecho.
– ¿Has terminado?
– Sí, bwana.
El inspector saca del bolsillo abultado de su trinchera un libro forrado muy toscamente con papel de periódico.
– Cuando vuelva tu madre, le das esto de mi parte. Se le cayó la otra tarde en la parada del tranvía. Lo he forrado un poco como he podido, porque tiene un roto.
– Vaya chapuza -dice David cogiendo el libro con dos dedos, como si estuviera infectado-. ¿Y ha venido sólo para eso? Pues sí que.
Que si patatín y que si patatán. Que si la han visto llorar, que si es hipertensa y diabética y fuma como un hombre, que si ella y su hijo viven con dos reales al día… Bueno, será como dicen, pero oiga, nunca la verá usted quejarse, aunque está de la espalda peor que yo, y pálida no digamos, hay días que su carita está más amarilla que este limón y asín y todo usted no la verá nunca torcer el gesto. Hace milagros con la ropa vieja y una aguja.
Y que lo digas. La señora Bartra es una mujer muy animosa. Siempre tan atenta y amable, una bellísima persona, y además muy instruida.
Nombre y apellidos, venga.
Dicen que había sido maestra de escuela.
La costurera pelirroja es una mujer todavía joven y muy guapetona.
Una mujer sola que se las apaña ella sola, Rufina. Una de tantas, hoy en día.
¿Que si le gusta el café? ¡Vaya preguntas tiene aquí el señor policía! Quién lo pillara, ¿verdad, Puri? Pero hay que ver a qué precio está hoy en día el café-café. ¿O lo pregunta usted por un si acaso la pelirroja anda estraperlando? Porque no, oiga, eso no. Se oyen tantas mentiras…
Pero ese aire tan juvenil que se gasta, esa carita de niña, con la piel tan blanca y el pelo de zanahoria, no sé, no sé…
A mí no me pregunte usted. Yo no sé nada, la verdad.
¿La verdad? Este callejón de mala muerte es tan estrecho que la verdad no pasa por aquí ni con fórceps.
Pero qué chorradas dices, Rufina.
Una prima de ésta, la Emilia, está en la cárcel por dedicarse a la compra de objetos de procedencia dudosa. ¡Conque ya ve usted!
¿El marido de la señora Bartra? Un tarambana.
Cuando lo buscan…
Un sinvergüenza. Un malparido.
¡Ep, no fotis, tú, sin insultar!
…por algo será.
La última vez que lo vi, me engañó. Le dije qué, señor Bartra, cómo andamos, y él encendió un Ideales, se agarró aquí el paquete, con perdón, soltó un ¡Arriba España!, miróme de refilón el culo, y fuese.
Cuando una le vuelve la espalda, lo primero que hace este hombre es mirarte el culo.
Aquella noche se la pasó escondido en el barranco…
Media legua, media legua, media legua.
…durmiendo con un ojo abierto, como los tigres.
Y dice otra:
Pues anda que su hijo. Todo el santo día callejeando y sin escuela, escondido en el barranco con una navaja en la mano o repartiendo fotografías de bodas y bautizos. También es de la piel del diablo, como su padre.
Sí, nada bueno se puede esperar de este muchacho.
Y luego, como si un ventarrón caliente las hubiera sofocado, las voces se cobijan en el callejón y a la hora de la siesta se repliegan y bisbisean en portales umbríos y en rellanos de escalera, y más tarde se cuecen entre tufos de farinetas y coles hervidas y fritangas de Dios sabe qué, y al caer la noche emiten un silbido de serpiente, como el silbido que anida permanentemente en el atormentado oído de David. Y la mano yerta del hombre en la solapa, dejando entrever su autoridad, concitando las voces y el miedo:
Pregúnteme a mí, señor. A mi marido no, que no sabe nada.
El mío tampoco. Y no es un desafecto, que conste. Mayormente, que es un poco sordo.
El mío es de la Devota Cofradía de Portantes del Santo Cristo.
Pues el mío tiene la Gran Cruz de la Orden del Mérito Aeronáutico. Es totalmente afecto al régimen, créame usted.
El mío tiene un poquito de sarna. Son malos tiempos, oiga.
¡Nombre y apellidos! ¡Quiero nombre y apellidos!
Miró, Zabala, Benito; Raich, Rosalench, Franco; Sospedra, Escolá, Martín, César y Bravo.
En casa todos vamos a misa cada domingo, faltaría más dice otra.
Lo único malo que tiene mi marido es que escupe mucho. Se pasa el día escupiendo gargajos, todo le da asco.
Una noche, el marido de la costurera dijo que salía a comprar una gaseosa, y nunca más se le ha vuelto a ver.
¡Pero qué gaseosa ni qué leches, Paca! ¡Santa inocencia!
Y otra voz machaca:
Es un borrachín y un bocazas, mismamente un charlatán de feria.
Chuleta y calavera, dice la señora Carmela. Una joya.
Algo muy gordo debió pasarle a este hombre la última vez que vino. De la noche a la mañana ya no fue el mismo.
Últimamente iba como un perdulario, con los pantalones caídos y su buena merluza. Pero a la Trini bien que le gusta…
¿A mí? Pero qué dices, monada. A mí me gustan los hombres bien afeitados y marcando paquete, oye. ¡No digas eso, Trini, que te podrían excomulgar! Por si le interesa a usted, un día mi marido le vio con una cogorza de las de aquí te espero.
Pues yo juraría que su mujer ya no le espera… ¡Ay, Rufina, qué dura de oído, hija!…mayormente cuando la pobre estuvo a punto de abortar y el penco ese no dio señales de vida.
¡Menudo era! Veía pasar una escoba con faldas y allá que se iba. ¿Verdad, Trini, bonita?
¿A mí me lo preguntas, reina?, dice la más joven cuando un golpe de viento levanta su falda estampada. Tiene las manos ocupadas en la labor de punto y no hace nada por bajarse la falda, que sigue ondulando en torno a los muslos cortos y lechosos.
Niña, la falda.
Qué pasa.
Pues a mí me gusta, opina otra que se une al corro. Se veía un hombre muy aparente, un tipazo.
Que te la bajes, prenda.
Para qué, si las putas no tenemos piernas. ¿No lo sabía usted, bonita? No tenemos culo ni alma ni nada que valga un pepino, se lo dijo un cura a mi compañera el otro día que se fue a confesar.
Dicen que estuvo escondido toda la noche y todo el día siguiente, no muy lejos de aquí, media legua arriba en el torrente, tirado entre las raíces de una higuera seca.
Su mujer no quiso llevarle ropa ni comida. Ni verlo quiso. Que se joda el cabrón, dicen que dijo.
De eso nada, Felisa. Usted atiéndame a mí si quiere saber la verdad. Esta desgraciada vecina nuestra, la pelirroja que le decimos, cuyo marido tanto le interesa a usted, y usted sabrá por qué, nosotras no queremos saber nada de política, aunque a mí personalmente me gusta colaborar con la autoridad siempre que puedo, que conste, y además voy a misa; esta buena mujer, la costurera, decía, no será una santa, porque santos hoy en día ya sólo se ven en los altares, pero le puedo jurar que no es rencorosa ni se siente engañada por su marido, y además he de decir que tampoco es una pelandusca ni una estraperlista ni una roja de aquellas que todos hemos conocido, vaya, que no, que es una señora y se le nota de lejos, las cosas como sean, a ver si me entiende usted…
A mi marido no le interesa la política. Lo que le gusta es coleccionar sellos.