– ¿Qué quieres encontrar en el “Dei Gloria”, realmente?
Vino hasta él despacio, y por un momento creyó, desconcertado, que le iba a tocar la cara.
– No lo sé. Te aseguro que no lo sé estaba de pie a su lado, apoyada con ambas manos en la mesa, mirando la carta náutica-. Pero cuando leí la declaración del pilotín, transcrita en el lenguaje seco de un funcionario, sentí… Aquel barco huyendo con todas las velas al viento, y el corsario dándole caza… ¿Por qué no se refugió en Águilas? Los derroteros de la época señalan allí un castillo y una torre con dos cañones en el cabo Cope, bajo los que pudo buscar protección.
Coy le echó un vistazo a la carta. Águilas quedaba fuera de ella, al sudoeste de Cope.
– Tú lo apuntaste ayer, al contarme la historia -dijo-. Quizá el corsario se interpuso entre él y Águilas, y el “Dei Gloria” tuvo que seguir navegando hacia el este. El viento pudo rolar y serle desfavorable, o tal vez el capitán temió el riesgo de una arribada de noche. Hay un montón de explicaciones para eso… De cualquier modo, terminó hundiéndose en la ensenada de Mazarrón. Tal vez quiso resguardarse bajo la torre de la Azohía. Esa torre sigue allí.
Tánger movió la cabeza. No parecía convencida.
– Quizá. Pero en cualquier caso era un bergantín mercante; y sin embargo, al verse perdido entabló combate. ¿Por qué no arrió bandera?… ¿Era el capitán un hombre testarudo, o había a bordo algo demasiado importante para entregarlo sin más?… ¿Algo que valía la vida de todos los tripulantes, y sobre lo que ni siquiera el chico superviviente dijo una palabra?
– Tal vez lo ignoraba.
– Tal vez. Pero ¿quiénes eran esos dos pasajeros que el manifiesto de embarque no identifica salvo con iniciales N.E. y J.L.T.?
Coy se frotó la nuca, admirado.
– ¿Tienes el manifiesto de embarque del “Dei Gloria”?
– El original, no. Pero sí una copia. La obtuve en el archivo general de marina de Viso del Marqués… Tengo allí una buena amiga.
Se quedó callada, pero era evidente que algo más le rondaba la cabeza. Fruncía la boca y su expresión ya no era dulce. Tintín había salido de escena.
– Además, hay otra cosa.
Dijo eso y se quedó callada otra vez, como si la otra cosa no fuese a contarla nunca. Estuvo un rato quieta y en silencio.
– El barco -dijo por fin- pertenecía a los jesuitas, ¿recuerdas?… A un armador valenciano que era su hombre de paja: Fornet Palau. Por otra parte, Valencia era el puerto de destino… Y todo esto ocurre el día 4 de febrero de 1767: dos meses antes de que se publique la real pragmática de Carlos III, ordenando ‹“el extrañamiento de los jesuitas de los dominios españoles y la ocupación de sus temporalidades”‹… ¿Tienes alguna idea de lo que significó eso?
Coy dijo que no, que la historia de Carlos III no era su fuerte. Entonces ella se lo explicó. Lo hizo muy bien, en pocas palabras, citando fechas y hechos clave, sin perderse en detalles superfluos. El motín popular de 1766 en Madrid contra el ministro Esquilache, que hizo tambalearse la seguridad de la monarquía y se dijo instigado por la Compañía de Jesús. La resistencia de la orden ignaciana a las ideas ilustradas que recorrían Europa. La enemistad del monarca y su afán por librarse de ellos. La creación de un consejo secreto, presidido por el conde de Aranda, que preparó el decreto de expulsión, y el golpe inesperado del 2z de abril de 1767, con el destierro inmediato de los jesuitas, la incautación de sus bienes y la posterior extinción de la Orden por el papa Clemente XIV… Ése era el contexto histórico en que se habían desarrollado el viaje y la tragedia del “Dei Gloria”. Por supuesto, nada permitía establecer conexión directa entre una cosa y otra. Pero Tánger era historiadora; estaba acostumbrada a considerar hechos y relacionarlos, formular hipótesis y desarrollarlas. Podía haber vínculo o podía no haberlo; en cualquier caso, el “Dei Gloria” se había ido al fondo. Por lo menos, y para resumirlo todo, un barco hundido era un barco hundido -”stat rosa pristina nomine”, apuntó críptica-. Y ella sabía dónde.
– Ésa -concluyó- es justificación suficiente para buscarlo.
Se le endurecía la expresión a medida que hablaba, como si a la hora de manejar datos se desvaneciera el fantasma de la jovencita que se asomaba un rato antes a las páginas de Tintín. Ahora la sonrisa había desaparecido de su boca y los ojos brillaban resueltos, no evocadores. Ya no era la muchacha de la foto. De nuevo se alejaba, y Coy se sintió irritado.
– ¿Y qué hay de los otros?
– ¿Qué otros?
– El dálmata de la coleta gris. Y el enano melancólico que vigilaba anoche tu casa. No tienen aspecto de historiadores, ni mucho menos. A ésos la expulsión de los jesuitas y Carlos III deben de traérsela bastante floja.
La vio dudar ante la grosería. O tal vez sólo buscaba una respuesta adecuada.
– Eso no tiene nada que ver contigo -dijo lentamente.
– Te equivocas.
– Escucha. Si yo pago por este trabajo…
Por el amor de Dios, se dijo él. Ése es un error muy grave, guapa. Ése es un error demasiado grave, indigno de ti. A estas alturas de la travesía y me sales con ésas.
– ¿Pagar?… ¿De qué cojones estás hablando?
Vio perfectamente cómo Tánger paraba en seco, desconcertada, y luego alzaba una mano pidiendo calma, tranquilo, he metido la pata, vale. Dialoguemos. Pero él estaba furioso.
– ¿De verdad crees que estoy aquí sentado porque tienes intención de pagarme…?
Dijo lo de estar sentado, y en el acto se vio ridículo porque, en efecto, lo estaba. Se puso en pie echando la silla para atrás, con tanta brusquedad que “Zas” retrocedió, inquieto. No me has entendido, decía ella. De veras que no. Sólo explico que esos hombres nada tienen que ver.
– Nada que ver -repitió.
Parecía incluso asustada, como si de pronto temiera verlo coger la puerta y largarse, y nunca hasta ese momento hubiera considerado semejante posibilidad. Aquello le produjo a Coy una retorcida satisfacción. A fin de cuentas, aunque fuese por interés, ella temía perderlo. Eso lo hizo recrearse en la situación. Algo era algo.
– Tiene tanto que ver que me lo aclaras de una vez o tendrás que buscar a otro.
Era como una pesadilla que, sin embargo, reforzaba su autoestima. Todo muy amargo, moviéndose al borde de la ruptura y del final; pero no podía volver atrás.
– No hablas en serio -dijo ella.
– Claro que hablo en serio.
Se oyó a sí mismo cual si fuese un extraño el que lo decía; un enemigo dispuesto a tirarlo todo por la borda y alejar a Tánger de su vida para siempre. El problema era que él sólo podía ir a remolque. Como cuando el Torpedero Tucumán empezaba a romper cosas, y Coy no tenía otra que aspirar aire, resignado, agarrar el cuello roto de una botella y arranchar para el abordaje.
– Oye -añadió-. Puedo comprender que yo te parezca un poco simple… Incluso que me hayas tomado por un imbécil. En tierra no soy gran cosa, es cierto. Torpe como un pato. Pero tú me crees retrasado mental.
– Estás aquí…
– Sabes perfectamente por qué estoy aquí. Pero ésa no es la cuestión, y si quieres podemos hablarlo despacio otro día. En realidad “espero” poder hablar despacio otro día. Por el momento me limito a exigir que me digas en qué estoy metiéndome.
– ¿Exigir? -lo miraba con súbito desprecio-. No me digas lo que debo o lo que no debo hacer… Todos los hombres que conocí pretendieron decirme siempre lo que debo o lo que no debo hacer.
Rió entre dientes, sin humor, como cansada; y Coy decidió que ella reía con un hastío europeo. Algo indefinible que tenía mucho que ver con paredes viejas y encaladas, iglesias con frescos agrietados y mujeres vestidas de negro que miraban el mar entre hojas de parra y olivos. Pocas norteamericanas, pensó de pronto, podían reír así.
– Yo no te digo nada. Sólo quiero saber qué pretendes de mí.