– Te he ofrecido un trabajo…

– Oh, mierda. Un trabajo.

Se balanceó sobre las puntas de los pies, entristecido, como si estuviera en la cubierta de un barco dispuesto a saltar a tierra. Después cogió su chaqueta y dio unos pasos hacia la puerta, con “Zas” pegándosele a los talones en trotecillo alegre. Tenía hielo en el alma.

– Un trabajo -repitió, sarcástico.

Ella había quedado entre él y la ventana. Le pareció ver un relámpago de miedo en sus ojos. Difícil averiguarlo, en aquel contraluz.

– Puede que crean -dijo ella, y parecía medir con cuidado las palabras- que se trata de tesoros y cosas así… Pero no es un tesoro, sino un secreto. Un secreto que tal vez no tenga importancia hoy, pero que a mí me fascina. Por eso me metí en esto.

– ¿Quiénes son?

– No lo sé.

Coy dio los últimos pasos hacia la puerta. Sus ojos se detuvieron un instante en la pequeña copa de plata abollada.

– Ha sido un placer conocerte.

– Espera.

Lo observaba con mucha atención. Parecía, concluyó él, un jugador con cartas mediocres intentando calcular las que tiene el otro.

– No vas a irte -dijo al cabo de un momento-. Es un farol.

Coy se puso la chaqueta.

– Puede. Intenta comprobarlo.

Te necesito.

– Hay más marinos en paro. Y buzos. Muchos son igual de tontos que yo.

– Te necesito a ti.

– Pues ya sabes dónde vivo. Así que tú misma.

Abrió la puerta despacio, con la muerte en el corazón. Todo el rato, hasta que la cerró tras de sí, estuvo esperando que fuese hasta él y lo agarrara por el brazo, que lo obligase a mirarla a los ojos, que contara cualquier cosa para retenerlo. Que sujetara su cara con las manos y le imprimiera en la boca un beso largo y neto, tras el cual maldito lo que le importarían el dálmata y el enano melancólico, y estaría dispuesto a zambullirse con ella y con el capitán Haddock y con el mismo diablo en busca del “Unicornio”, o del “Dei Gloria”, o del sueño más imposible. Pero ella se quedó en el contraluz dorado, y no hizo ni dijo nada. Y Coy se vio bajando las escaleras mientras dejaba atrás el gemido de “Zas” que lo añoraba. Iba con un vacío espantoso en el pecho y el estómago, con la garganta seca, con un cosquilleo desazonador en las ingles. Con una náusea que le hizo detenerse en el primer rellano, apoyado en la pared, y llevarse a la boca las manos que le temblaban.

La tierra, concluyó tras mucho darle vueltas, no era más que una vasta coalición determinada a fastidiar al marino: tenía agujas que no figuraban en las cartas, y arrecifes, y barras de arena, y cabos con restingas traidoras; y además estaba poblada por una multitud de funcionarios, aduaneros, amarradores, capitanes de puerto, policías, jueces y mujeres de piel moteada. Sumido en tan lóbregos pensamientos, Coy vagó por Madrid toda la tarde. Vagó como los héroes heridos de las películas y los libros, como Orson Welles en “La dama de Shangai”, como Gary Cooper en “El misterio del barco perdido”, como Jim perseguido de puerto en puerto por el fantasma del “Patna”. La diferencia estribó en que ninguna Rita Hayworth ni ningún capitán Marlowe le dirigieron la palabra, y anduvo inadvertido y silencioso entre la gente, las manos en los bolsillos de su chaqueta azul, deteniéndose ante los semáforos en rojo y cruzándolos en verde, tan anodino y gris como cualquiera. De pronto se sentía incierto, desplazado, miserable. Caminó ávidamente en busca de los muelles, del puerto donde encontrar al menos, en el olor del mar y en el chapoteo del agua bajo los cascos de hierro, el consuelo de lo familiar; y tardó un rato en caer en la cuenta, cuando se detuvo indeciso en la plaza de la Cibeles sin saber qué dirección tomar, que aquella ciudad grande y ruidosa no tenía puerto. El descubrimiento llegó con la fuerza de una revelación desagradable y lo hizo flaquear, casi tambalearse, hasta el punto de que fue a sentarse en un banco, frente a la verja de un jardín desde la que dos militares con cordones en el uniforme, boinas rojas y fusiles en bandolera, lo observaban con desconfianza. Más tarde, cuando siguió camino y el cielo empezó a enrojecer al extremo de las avenidas, hacia el oeste, y luego a tornarse sombrío y gris al otro lado de la ciudad, recortando los edificios donde encendían las primeras luces, su desolación dio paso a una irritación creciente: una furia contenida, hecha de desdén hacia aquella imagen que lo perseguía en las vitrinas de los escaparates, y de ira hacia quienes pasaban por su lado rozándolo, empujándolo al detenerse en los pasos de peatones, gesticulando imbécilmente al parlotear por sus teléfonos móviles, entorpeciéndole el paso con bolsas de grandes almacenes, el andar torpe, errático, los grupos detenidos en conversación. Un par de veces devolvió los empujones, colérico, y en algún caso la expresión indignada de un transeúnte se volvió confusión y sorpresa al encontrar su rostro endurecido; la mirada aviesa, amenazadora, de sus ojos sombríos como una sentencia. Nunca en su vida, ni siquiera la mañana en que la comisión investigadora le administró dos años sin barco, se había parecido tanto al alma en pena del Holandés Errante.

Una hora después estaba borracho, sin trámites previos de azul ni de otro color. Había entrado en una bodega próxima a la plaza de Santa Ana, y señalando con el dedo una añeja botella de Centenario Terry que debía de llevar medio siglo durmiendo el sueño de los justos en un estante, se retiró a un rincón provisto de ella y de una copa. Las de coñac son como darte en la cabeza con un piolet, decía el Torpedero al caer de rodillas vomitando los higadillos tras haber ingerido suficiente para hablar con conocimiento de causa. Son mortales de necesidad. Una vez, en Puerto Limón, el Torpedero se había quedado frito de trasegar Duque de Alba, inconsciente encima de una puta pequeñita que había tenido que pedir socorro a gritos para que le quitaran aquellos cien kilos que estaban a punto de asfixiarla; y luego, al despertarse en su camarote -hubo que buscar una furgoneta para devolverlo al barco-, había pasado tres días largando lastre en forma de bilis, entre sudores fríos, pidiendo a voces que algún amigo lo rematara de una vez. Coy no tenía encima de quien desmayarse aquella noche, ni tampoco barco al que regresar, ni amigos que lo llevaran con furgoneta o sin ella -el Torpedero estaba en algún lugar desconocido, y el Gallego Neira se había reventado el hígado y el bazo al caer de la escala de gato de un petrolero, al mes de conseguir plaza de práctico en Santander-; pero hizo honor al coñac, dejándolo deslizarse una y otra vez por su garganta hasta que todo empezó a distanciarse un poco, y la lengua y las manos y el corazón y las ingles dejaron de dolerle, y Tánger Soto volvió a ser una más entre los miles de mujeres que cada día nacen, viven y mueren en el ancho mundo; y él pudo comprobar que la mano que iba y venía hacia la copa y la botella se movía cada vez más como a cámara lenta.

La botella estaba por la mitad, justo un poco por debajo de la línea de flotación, cuando Coy, que conservaba un resto de prudencia, dejó de beber y miró alrededor. Todo parecía hallarse en un plano ligeramente escorado, hasta que se dio cuenta de que era él quien se encontraba sobre la mesa con la cabeza caída. Nada más grotesco, pensó, que un fulano mamándose en público, solo y a su aire. Entonces se levantó muy lentamente y salió a la calle. Anduvo procurando disimular su estado, siguiendo discreto con el hombro las paredes a fin de mantener la línea recta, paralela al bordillo de la acera. Al cruzar la plaza, el aire le hizo bien. Se detuvo, sentado en un banco bajo la estatua de Calderón de la Barca, y desde allí observó con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas a la gente que paseaba ante sus ojos desenfocados. Vio a los mendigos de la litrona, los tres hombres y la mujer del otro día que bebían sentados en el suelo, con su perrillo, vigilados por Robocop desde la puerta del hotel Victoria. Negó con la cabeza cuando un magrebí le ofreció una china de hachís -para canutos estoy yo, colega-, y por fin, más despejado, siguió camino hasta la pensión. Ahora el Centenario Terry se había diluido lo suficiente en sus pulmones, en su orina o en donde fuera, para permitirle percibir con más nitidez las imágenes. Y gracias a eso pudo ver que el dálmata, o sea, el fulano de Barcelona con coleta gris y un ojo de cada color, estaba sentado a una mesa del bar junto a la puerta, con un vaso de whisky en la mano y las piernas cruzadas, esperándolo.


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