Después todo se enredó de manera endiablada en cinco segundos. La secretaria se puso a gritar echándose hacia atrás en el sofá, y perdió la compostura pataleando hasta enseñar las bragas, que eran negras. Los dos extranjeros, estupefactos al principio, se levantaron a socorrer al caído. Por su parte, Coy vio por el rabillo del ojo cómo todos los camareros de la sala y algunos clientes se le echaban encima, antes de hallarse zarandeado, sujeto por varias manos vigorosas que lo levantaban en vilo, arrastrándolo hacia la puerta como si lo fueran a linchar ante la mirada indignada o atónita de empleados y clientes. Las puertas de cristal se abrieron, alguien gritó algo sobre llamar a la policía, y en ese momento Coy vio sucesivamente la fachada iluminada del edificio de las Cortes, las luces verdes de los taxis estacionados en la puerta, y también al enano melancólico que lo observaba con cara de sorpresa desde el semáforo más cercano. No pudo ver más porque le tenían sujeta la cabeza, pero aún vislumbró la cara endurecida del chófer bereber -todo el mundo parecía estar en el Palace aquella noche-, antes de sentir un furioso tirón en el pelo que le echó la cabeza atrás, y luego uno, dos, tres, cuatro profesionales puñetazos en el plexo solar que le cortaron la respiración en seco. Entonces cayó al suelo, con los pulmones vacíos y boqueando como un pez fuera del agua. Laa: Ley del Aire Ausente, o nunca estás cuando te necesito. Desde allí oyó una sirena de policía y se dijo: la has hecho buena, marinero. De ésta te caen seis años y un día, y la niña tendrá que bucear sola. Después, tras varios intentos infructuosos, pudo respirar un poco mejor, aunque el aire, que por fin hizo acto de presencia, le dolía al entrar y al salir de los pulmones. Las costillas bajas parecían moverse por cuenta propia, y pensó que tendría alguna rota. Perra vida. Seguía en el suelo, boca abajo, y alguien le puso unas esposas que hicieron clic-clic en sus muñecas, a la espalda. Lo consolaba el pensamiento de que Nino Palermo iba a acordarse de Tánger Soto, de él y del pobre “Zas” cada vez que se mirara al espejo durante los próximos días. Luego lo levantaron de pronto, y una luz azul centelleante le dio en la cara. Echaba en falta al Gallego Neira, al Torpedero Tucumán y al resto de la Tripulación Sanders. Pero eran otros tiempos, y otros puertos.
VI. SOBRE CABALLEROS Y ESCUDEROS
Hay una amplia variedad de adivinanzas relativas a una isla en la que ciertos habitantes dicen siempre la verdad y otros mienten siempre.
R. Smullyan.
“¿Cómo se llama este libro?”
La gitana se alejó después de insistir todavía un poco más, y Coy pensó viéndola irse que tal vez debería haber dejado que le leyera la mano, y el futuro. Era una mujer de mediana edad, con la cara morena surcada por infinidad de arrugas, y se recogía el pelo con una peineta de plata. Grande, fondona, agitaba el ruedo de la falda al contonearse con gracia, deteniéndose a ofrecer ramitos de romero a los viandantes, camino de la avenida cubierta de palmeras que discurría a la espalda del castillo de Santa Catalina, en Cádiz. Antes de irse, despechada por la negativa de Coy a aceptar un poco de romero a cambio de unas monedas o permitir que le dijera la buenaventura, la gitana había murmurado una maldición, medio festiva medio en serio, que ahora tenía a éste cavilando: “sólo hay un viaje que harás gratis”. No era un marino supersticioso -en el tiempo del Meteosat y el Gps, pocos de su oficio lo eran ya-, pero conservaba ciertas aprensiones propias de la vida en el mar. Quizá por eso, cuando la gitana desapareció bajo las palmeras de la avenida Duque de Nájera, Coy se contempló la palma izquierda con inquietud antes de observar a hurtadillas a Tánger, que sentada a la misma mesa de la terraza conversaba con Lucio Gamboa, director del observatorio de San Fernando, donde los tres habían pasado parte del día. Gamboa era capitán de navío de la Armada, pero vestía de paisano con camisa a cuadros, pantalón caqui y unas alpargatas de lona muy viejas y descoloridas. Nada en él delataba su filiación castrense: rechoncho, calvo, locuaz, con una descuidada barba entrecana y unos ojos claros de normando, el suyo era un aspecto desaliñado y cordial. Hablaba sin mostrar signos de fatiga desde hacía horas, mientras Tánger planteaba preguntas, asentía o tomaba notas.
Sólo hay un viaje que harás gratis. Coy volvió a mirarse las rayas de la mano, diciéndose una vez más que quizás debería haber dejado que la gitana se la leyera. En caso de no gustarle el pronóstico, pensó, siempre podía uno rectificar a su gusto las rayas con una hoja de afeitar, como aquel otro marino de papel y tinta, Corto Maltés, alto, guapo y con su arete de oro en la oreja, al que no le hubiera importado nada parecerse cada vez que notaba fijos en él los ojos de Tánger. Ojos que a veces dejaban de atender a las explicaciones de Gamboa para posarse en Coy un momento, inexpresivos, serenos; constatando que seguía allí y que nada estaba fuera de control.
Sintió una punzada en las costillas bajas del lado izquierdo, aún doloridas por los puños del chófer bereber. El incidente se había zanjado con treinta y dos horas en un calabozo de la comisaría de Retiro y una denuncia de la gerencia por escándalo y agresión, que se resolvería judicialmente en los próximos meses. Nada le impedía, por tanto, viajar hasta Cádiz con Tánger. En cuanto a Nino Palermo, tras abandonar la clínica donde le fue practicada una cura de urgencia en la nariz, que el parte facultativo definió como lesionada pero sin fractura, había tenido el detalle de no recurrir a sus abogados para plantear procedimiento legal alguno. Eso distaba de ser tranquilizador; pues, como dijo Tánger cuando Coy salió de la comisaría y se la encontró en la puerta esperándolo, Palermo era del tipo de gente que no necesita policías ni tribunales para arreglar sus asuntos.
Volvió a estudiarse la mano. A diferencia de Tánger, con aquella línea larga y precisa que le cruzaba la palma, sus líneas de la vida y de la muerte, del amor y de lo que maldito fuera todo lo demás, se entrecruzaban desordenadamente, al modo de las drizas de un velero tras una maniobra difícil con viento fuerte y marejada; como si alguien las hubiera agitado en un cubilete, echándolas después allí de cualquier manera. Así que apuntó una sonrisa hacia sus adentros: ni la gitana más perspicaz del mundo habría sacado nada en limpio de aquello. Las claves del viaje, fuese gratis o con puntual pago de su importe, no se ocultaban en esas líneas, sino en la mirada que sentía posarse en él de vez en cuando. Ése, concluyó resignado, era el verdadero periplo que le había dispuesto Atenea.
Miró bajo la mesa. Tánger tenía las piernas cruzadas entre la falda amplia y azul, y balanceaba lentamente uno de los pies calzados con sandalias de cuero. Observó los tobillos moteados y luego el perfil de la mujer, que en ese momento se inclinaba sobre el cuadernito donde tomaba notas con su lápiz de plata. Detrás de ella, dorándole casi hasta el blanco las puntas recortadas del cabello, el sol se hallaba en declive a una hora y media del horizonte sobre el Atlántico, frente a la playa de La Caleta, exactamente entre los castillos que la cerraban a uno y otro lado. Contempló los viejos muros con troneras vacías, las garitas de cúpula esférica emplazadas en los ángulos, la huella negra del agua, que la pleamar lamía en las piedras desgastadas por el oleaje. Dando prudente resguardo a la restinga de San Sebastián, una vela se movía despacio a lo lejos, en dirección norte, empujada por el sudoeste fresquito. Fuerza 5 en la escala de Beaufort, calculó al divisar los borreguillos que rizaban un poco el mar y levantaban pequeños rociones de espuma sobre el istmo que unía la tierra firme con el castillo, enhiesto el enorme faro tras los muros almenados de las antiguas baterías. Cielo y agua eran impecablemente azules, de una luminosidad que hería la vista, y pronto empezarían a teñirse con los tonos rojizos que preludiaban el ocaso.