– Hay un par de cosas -dijo Gamboa- muy poco usuales en vuestra historia.

Coy dejó de contemplar el mar y prestó atención. Tánger y el director del observatorio se conocían telefónicamente por motivos profesionales. Habían ido a verlo a San Fernando apenas llegados de Madrid, tren a Sevilla y coche alquilado hasta Cádiz, para que les proporcionase documentación sobre el “Dei Gloria” y el corsario “Chergui” y aclarase ciertos puntos oscuros. Después, Gamboa los acompañó a la ciudad vieja para invitarlos a unas tortillas de camarones en Ca Felipe, en la calle de La Palma, donde los pescados frescos se exponían a los clientes bajo el cartel: “Casi todos estos pescados actuaron de extras en las películas del comandante Cousteau”. Habían terminado frente al mar, en aquella terraza de La Caleta.

– Ojalá fueran sólo un par de cosas -suspiró Tánger.

Gamboa, que fumaba un cigarrillo, rió, y los ojos nórdicos le aniñaron el rostro barbudo. Tenía los dientes desparejos, amarillentos de nicotina, con los incisivos muy separados uno de otro. La suya era una risa fácil; reía por cualquier cosa y movía de arriba abajo la cabeza al hacerlo, como si todo pretexto fuese bueno. Pese a sus prejuicios de marino mercante respecto a la Armada, a Coy le gustaba Gamboa. Incluso su modo amable, desenfadado, de coquetear con Tánger -un gesto, una mirada, el modo de ofrecer cigarrillos que ella rechazaba-, resultaba inofensivo, simpático. Cuando lo visitaron a última hora de la mañana en su despacho del observatorio, Gamboa también rió complacido al descubrir, dijo sin rodeos, lo guapa que era la colega de Madrid con la que hasta entonces sólo había mantenido, para su desdicha, contacto telefónico y epistolar. Después observó con mucho detalle a Coy antes de estrechar largamente su mano, como si el contacto le permitiera calcular el género de relación que podía existir entre su colega del Museo Naval y aquel inesperado individuo silencioso, bajo y ancho de espaldas, de manos grandes y torpe andar, que la escoltaba. Ella se había limitado a presentarlo como un amigo que la ayudaba en la parte técnica del problema. Un marino con mucho tiempo libre.

– Ese bergantín -prosiguió Gamboa- venía de América sin escolta… Y es extraño, porque a causa de los ingleses, los corsarios y los piratas, las ordenanzas mandaban que todo buque mercante cruzase el Atlántico en convoy.

Hablaba casi siempre dirigiéndose a la mujer, aunque en ocasiones se volvía a Coy para evitar, quizás, que se sintiera desplazado. Supongo que no te importa, decía el gesto. No sé lo que pintas en esta historia, camarada, pero supongo que no te molesta que le hable a ella y le sonría. Hazte cargo: estáis de visita sólo un rato y ella es atractiva. Marino con tiempo libre o a dedicación completa o lo que seas, ignoro qué hay entre vosotros, pero sólo quiero disfrutarla un poco. Un par de cervezas y un par de risas, ya sabes, para cargar las baterías. Ja, ja. Es lo que pienso cobraros por mis servicios. Dentro de poco será de nuevo toda tuya, o lo que se tercie, y podrás seguir probando suerte. A fin de cuentas la vida es breve, y sólo de vez en cuando te pone delante mujeres como ésta. Por lo menos a mí no me las pone.

– Había paz con Inglaterra en ese momento -apuntó Tánger-. Quizá la escolta no era necesaria.

Gamboa, que acababa de encender su enésimo cigarrillo, dejó escapar el humo entre los incisivos y después hizo un gesto de asentimiento. Aparte su graduación militar, era historiador naval. Antes de ser destinado al observatorio había estado a cargo del patrimonio histórico de la Armada en Cádiz.

– Puede ser una explicación -concedió-. Pero sigo viéndolo extraño… En 1767, Cádiz tenía el monopolio del comercio americano. No fue hasta once años después que Carlos III, con la cédula de liberalización comercial, cambió la norma que designaba Cádiz como único puerto al que se podía venir en rumbo directo desde América… Así que el viaje de ese bergantín desde La Habana tuvo algo de ilegal, si tomamos las órdenes reales al pie de la letra. O al menos, de irregular -dio dos largas chupadas al cigarrillo, reflexivo-. Lo normal es que antes de seguir viaje a Valencia, o a donde fuera su destino final, hubiese hecho escala aquí -otra chupada-. Y por lo visto no la hizo.

Tánger tenía una respuesta para eso. De hecho, había comprendido Coy, parecía tener respuestas para casi todo. Era como si más que indagar nuevos datos, procurase confirmar los viejos.

– El “Dei Gloria” -explicó ella- se beneficiaba de un status especial. No olvides que pertenecía a los jesuitas, y éstos conservaban ciertos privilegios. Sus barcos tenían exenciones particulares, navegaban a América y Filipinas con capitanes, pilotos, derroteros y cartas náuticas de la Compañía, y se rodeaban de lo que hoy podríamos llamar opacidad fiscal… Ésa fue una de las cuestiones que se manejaron contra ellos en el proceso de expulsión que se preparaba en secreto.

Gamboa la escuchaba muy atento.

– Conque los jesuitas, ¿eh?

– Exacto.

– Eso explicaría varias cosas inexplicables.

Ella ha pasado muchas horas, se dijo Coy, en esa casa que conozco, frente a las vías de la estación de Atocha, dándole vueltas a esto. Ha pasado días y meses tumbada en aquella cama que entreví alguna vez, sentada ante la mesa cubierta de libros y documentos, atando cabos en su cabeza impasible como quien juega al ajedrez con los siguientes movimientos previstos de antemano. Trazando rumbos que nos incluyen a todos. Estoy convencido de que esta conversación, este tipo barbudo y sonriente, este paisaje de La Caleta, y tal vez hasta la hora de la marea alta y la marea baja, ya los ha calculado con antelación. Lo único que hace ahora es arranchar bien el barco, trincar hasta el último detalle antes de hacerse a la mar. Porque ella es de las que no olvidan nada en tierra. Quizá no haya navegado nunca, pero tengo la certeza de que en su imaginación ya bajó docenas de veces al pecio del “Dei Gloria”.

– De cualquier modo -dijo Gamboa- es una lástima que no tengamos más documentación -se volvió un poco a Coy-… El archivo de Cádiz es el único que no fue enviado al archivo general de marina de Viso del Marqués, donde se centralizaron casi todos los documentos importantes que había en El Ferrol y Cartagena, posteriores a lo conservado en el Archivo de Indias de Sevilla… Aquí, un almirante tozudo se negó a desprenderse de él. Resultado: el fondo documental completo se quemó en un incendio, con todos los papeles de los siglos XVIII y XIX, incluidas algunas planchas originales de la cartografía de Tofiño.

En ese punto, Gamboa dio otra chupada al cigarrillo y soltó una carcajada jovial dirigida a Tánger.

– No podía faltar, ¿verdad?, el incendio de rigor. Ja, ja. Pero supongo que eso le da encanto aventurero a tu trabajo.

– No todo se perdió -repuso ella.

– No todo, en efecto. Algo pudo traspapelarse. Pero nadie sabe lo que hay danzando por ahí. Los planos del “Dei Gloria”, por ejemplo, estaban olvidados en un sitio inimaginable: bajo montones de papeles polvorientos, en el pañol de instrumentos náuticos del arsenal de La Carraca… Entre material de barcos desguazados, cuadernos de bitácora, cartas y un sinfín de cosas sin catalogar. Los vi por casualidad hará un año, cuando buscaba otra cosa. Y al recibir tu llamada telefónica, me acordé… Fue una suerte que ese barco lo construyeran aquí.

En realidad, aclaró Gamboa en atención a Coy, no se trataba de los planos del mismo “Dei Gloria”, sino del “Loyola”, su gemelo, pues ambos fueron construidos en Cádiz entre 1760 y 1762, con poco tiempo de diferencia. La fortuna, sin embargo, no acompañó a ninguno de los dos. Antes que su hermano de astillero, el “Loyola” se perdió en 1763 durante un violento temporal, por la parte de Sancti Petri. Cosas de la vida: muy cerca del sitio donde fue botado sólo un año antes. Había barcos con pésima suerte, como sin duda sabía Coy por experiencia profesional. Y esos dos bergantines tenían mala estrella.


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